La sospecha generalizada

Del mismo modo que, en las guerras, la población civil siempre acaba sufriendo daños y nunca falta quien se aprovecha del clima de violencia y de impunidad para saldar cuentas personales, la presunción de inocencia de políticos y ciudadanos ajenos a cualquier abuso se está convirtiendo en una de las víctimas colaterales de la oleada de escándalos de los últimos meses.

La abundancia de casos de corrupción y la lentitud de la justicia nos están forzando a convivir con miles de sumarios en marcha. Los titulares indignantes y la sobrecarga mediática —más que comprensibles— generan una asfixia moral poco compatible con el examen matizado de cada caso. La desconfianza en lo establecido —plenamente justificada: solo hay que ver la resistencia de los partidos a levantar el velo de opacidad que pesa sobre los viajes de diputados y senadores— gana terreno día a día. Es una sospecha en algunos casos explícita, en otros difusa, que invade cada vez más ámbitos de nuestra vida pública, de los que va a ser muy difícil expulsarla, una especie de gas maloliente que a todos alcanza y que todo embrutece y a cuyo amparo caben todas las calumnias y todas las acusaciones pueden prosperar, con o sin fundamento.

Miles de horas de televisión y hectáreas de artículos periodísticos dedicados a los chanchullos de los últimos años han conducido a muchos a pensar que el poder —político, económico— es incompatible con la honestidad y que nadie que haya ocupado un cargo mínimamente relevante puede tener las manos limpias. Fulano tal vez no contaba mucho, pero estaba en el Gobierno, ¿no? Pues algo debía de saber. ¡Es cómplice! Mengano era amigo de un implicado, ¿no? Pues que no se haga el inocente. ¡Seguro que también se lucró! Mengano ¿no ganó dinero con proyectos de infraestructuras? Pues a la fuerza tuvo que aflojar la mosca cuando se lo pidieron. Que no nos tome por tontos y que diga quién, cuándo, cómo. ¡Que no intente engañarnos!

Por desgracia, probablemente continuarán aflorando escándalos que corroborarán el fundamento de muchas de estas sospechas. Pero la convicción de que el sistema está podrido hasta la médula y de que todos los políticos son de un modo u otro culpables puede acabar convirtiéndose en uno de los efectos más perniciosos de la crisis que atraviesa hoy la sociedad española y en un problema en sí mismo, si no lo es ya. Es indudable que muchos de los abusos cometidos no hubieran sido posibles sin que algunos, para no convertirse en aguafiestas, hicieran la vista gorda. La red de silencios y de apoyos tácitos con que los corruptos contaron tuvo que ser a la fuerza muy vasta, porque de otro modo la corrupción no podría haber alcanzado la magnitud que alcanzó. Pero la estigmatización de todos los que tuvieron relación con presuntos casos o miraron para otro lado conduce a diluir las culpas y a equiparar a autores, cómplices y testigos involuntarios de los delitos, lo que no solo es contrario al sentido más elemental de la justicia sino que impide avanzar en la depuración de lo sucedido.

Si los políticos asumieran sus responsabilidades sin remitirse a la acción de la justicia no se produciría la insalubre judicialización de la política en la que hemos caído. Pero en España la mayoría de los políticos —no todos— tratan de condicionar la asunción de responsabilidades políticas a las condenas judiciales, jugando a confundir en su beneficio responsabilidades políticas y responsabilidades penales, sin reparar en el daño que con ello causan a todo el sistema. A su vez, si la justicia no fuera tan lenta, las culpas de unos y otros se irían esclareciendo y un día no muy lejano volveríamos a la normalidad. Pero quien tiene la misión de separar culpables e inocentes y los conocimientos necesarios para hacerlo se toma décadas, obligándonos a convivir con la duda. De este modo el rigor de unos profesionales acostumbrados a actuar respetando las garantías de los acusados se sustituye por el trazo grueso de unos medios de comunicación que no siempre actúan con la diligencia debida a la hora de distinguir a justos de pecadores y que estigmatizan a muchos que después tal vez sean absueltos por la justicia, pero a los que ya nadie quitará la pena de telediario sufrida.

Este clima de sospecha generalizada embrutece a toda la sociedad y es caldo de cultivo para las peores tentaciones. La combinación del calumnia que algo queda y del si el río suena agua lleva, dos refranes que expresan más mezquindad y pereza mental que sabiduría popular, puede acabar conduciendo a la saturación, igualando a culpables, sospechosos y meros calumniados, lo que al final equivale a una amnistía general implícita a los corruptos, por extensión de su condena a todos los demás.

Lógicamente los primeros interesados en fomentar este clima son los acusados, para diluir su culpa. Como no está a su alcance limpiar su honor tratan de salvarse ensuciando el de todos los que tienen a tiro, siguiendo la nefasta política de los partidos de intentar escudarse en los abusos ajenos. La justificada rabia de los ciudadanos puede contribuir involuntariamente al éxito de esa estrategia. La técnica empleada, como en el yudo, consiste en aprovechar la fuerza del adversario para derrotarle. Si no se le puede frenar, mejor apartarse y empujarle para precipitar su caída. Como escribió Bertrand Russell, nadie cotillea sobre las virtudes ajenas. La corrupción vende, de modo que propagar rumores es lo más fácil del mundo. Aunque no se tengan en pie, siempre encuentran la manera de abrirse camino, porque a casi nadie le desagradan salvo cuando les afectan a ellos. Además, como la honestidad no es noticia, desmentirlos es muy arduo. El honor perdido es como el aceite que una vez derramado no hay manera de volver a meter en la botella. Pero cuando el honor se pierde de forma injusta la mancha nos afecta a todos.

“Piensa mal y no acertarás nunca”, escribió José Bergamín, corrigiendo otro dicho popular que tampoco refleja una especial nobleza de corazón. En una sociedad asqueada por la corrupción y desmoralizada por el deterioro de las instituciones, con una economía devastada por la crisis, un paro intolerable y una desigualdad ofensiva, es fácil deslizarse por una pendiente autodestructiva. Si de verdad queremos salir del marasmo en el que nos hallamos tenemos que pensar bien, con la cabeza fría, sin dar crédito a acusaciones genéricas ni abandonarnos a una desconfianza y a unas sospechas que pueden acabar creando un clima tan dañino para nuestra convivencia como la propia corrupción, aunque nuevas revelaciones nos empujen a ello todos los días. En este asunto, pasarse puede ser peor que quedarse corto. Cuando la carga de la prueba ya no recae en el acusador sino en el acusado, la justicia deja de ser posible y todos salimos perdiendo. Es una trampa y debemos evitar caer en ella.

Carles Casajuana, escritor y diplomático, fue embajador en el Reino Unido. Su último libro, Las leyes del castillo (notas sobre el poder) (Península), acaba de aparecer.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *