La soterrada y peligrosa cobardía

Uno de los recuerdos más dolorosos que conservo de mis primeras experiencias laborales fue asistir, con una evidente falta de coraje, a un acoso laboral perpetrado sobre una compañera de trabajo. En aquel tiempo yo hacía prácticas en una emisora de radio, de cuyo nombre no quiero acordarme, como lo que hoy llamaríamos «becario», pero que entonces significaba trabajar sin cobrar. Una locutora de continuidad tuvo un enfrentamiento con el director y, como venganza laboral, la sometieron a un horario humillante y destrozador de la vida privada. La hacían acudir a las 7 de la mañana, concluía el turno a las 9; la volvían a convocar a las 11, le daban libertad a las 13.00 para volverla a convocar a las 15.00, y así hasta cumplir las ocho horas diarias, de manera que no pudiera disponer de un amplio espacio de su vida privada. Es lo que hoy llamaríamos «mobbing», en castellano, acoso laboral. Ante aquella situación injusta, intenté mostrar en voz alta mi disconformidad, pero enseguida vino uno de los veteranos que, paternalmente, me llevó a la cafetería más próxima, alabó mi integridad, expresó su confianza en mis cualidades periodísticas y me aconsejó que no me metiera en asuntos de los que no tenía todos los datos y que podían perjudicar mi continuación en la emisora.

La soterrada y peligrosa cobardíaA partir de entonces, asistí con dolor y la correspondiente cobardía a la ceremonia de la repulsa, a contemplar cómo las chicas de administración que, antaño, salían con la víctima a tomar un cafelito se distanciaban sin disimulos, mientras los compañeros de locutorio procuraban no intercambiar largas conversaciones con ella. Fue allí, en esa emisora de provincias, donde contemplé en vivo y en directo la puesta en práctica de lo que los griegos llamaban ostracismo, mientras la advertencia del veterano fue abrazada por mí para disfrazar mi falta de coraje.

Han pasado muchos, muchísimos años, y todavía me arrepiento de haber sido cómplice de esa injusticia, de haber caído en el terrible pecado de la omisión.

El acoso laboral sigue siendo algo normal y coetáneo, y continúa llevándose a cabo con toda impunidad, merced a la pusilanimidad de los compañeros del martirizado, a su amilanamiento, o sea, digámoslo claro, a su canguelo. Y eso que existen sindicatos y un sistema que llamamos democrático.

Nuestra sociedad atraviesa un largo periodo de soterrada y peligrosa cobardía, que se muestra evidente y descarnado en muchas circunstancias. Me contaba un amigo abogado que, en los procesos relacionados con los accidentes de tráfico, uno de los problemas más terribles es la renuencia de los testigos del accidente a proporcionar su identidad y, aun en el caso de que la hubieran aportado en el momento emocional del suceso, luego, a la hora de requerirles, se muestran reacios, achacan a su falta de memoria y a su confusión el miedo a comprometerse. «¡Uf! Tener que asistir a un juicio. Reformar la agenda personal por las citaciones. Enfrentarte a alguien que puede convertirse en un peligroso enemigo. Quita, quita». Y se quitan de en medio.

Son frecuentes las reclamaciones en la prensa sobre la petición de posibles testigos de un atropello, donde ha fallecido una persona. Pero ni siquiera la muerte es capaz de neutralizar esta comodidad, este egoísmo, esta desazonante falta de compromiso social, si supone un fastidio por muy leve que sea.

Otro de los aspectos donde me deslumbra la inacción es en los complejos casos de maltrato doméstico. Porque no todas las mujeres maltratadas están solas en la vida. La mayoría de ellas tienen padres, hermanos, amigos, amigas... Creo que mi hija Calíope, si mi yerno fuese uno de esos monstruos machistas, en lugar de ser la persona bondadosa y sensible que es, me lo contaría. Y yo no retrocedería, en un primer tiempo, miles de años de civilización, pero dejaría claro que mi vida estaba dispuesto a perderla en favor de una de las personas que más quiero. Y lo mismo obraría en el caso de una hermana, y aun en el de una amiga íntima. Me extraña esta silente atmósfera de la familia de la maltratada, y no porque reclame la justicia por mano propia, ni mucho menos, pero, aun confiando en la Justicia, también es preciso transmitir al bellaco la definición de que la maltratada no es un personaje desamparado, un ser abandonado en el camino cuyos despojos nadie va a reclamar, sino un ser vivo con vínculos fuertes, con lazos estrechos, y que eso puede desarrollar reacciones a lo peor no sospechadas por el verdugo.

Y, siguiendo en este pesaroso camino del muestrario deleznable de nuestro apocamiento generalizado, llegamos a la escuela.

Llevo contabilizados media docena de suicidios, en el último año, entre niños y adolescentes, y eso que hay un pacto no escrito en la prensa para no airear con exceso estas circunstancias. Pero algunas han sido tan debidamente anunciadas, tan clamorosas, que los medios no han tenido más remedio que dar cuenta del trágico final. En todos los casos hay una constante que se repite, lo que podríamos denominar el modus operandi. Confesión de el/la escolar a sus padres sobre el acoso. Entrevista de los padres con los educadores. Reacción simplista de los profesores, achacando a que esas cosas siempre suceden, y son «cosas de chicos». Incremento del acoso por parte de los verdugos, al comprobar que no hay ninguna consecuencia por su acción. Acoquinamiento de la víctima, que, al ver que no se puede cambiar la situación, renuncia a la queja y cae en la depresión. Deriva insoportable incluso para un adulto que deriva hacia la maniaco-melancolía, y salida trágica por la puerta del suicidio. Un suicidio que se produce por la pereza de los profesores a enfrentarse con los padres de los maltratadores; por la omisión del director que tampoco quiere meterse en líos que él cree que se solucionan por sí solos, y por la pasividad de los padres que ante sus preguntas al hijo/a se tranquilizan pensando que ya todo ha pasado. Pues bien, el tutor del alumno, los profesores y el director son cómplices de la muerte del escolar por su patente y evidente cobardía, por su miedo, por su descompromiso, por su evidente falta de coraje.

Pero que nadie tire la primera piedra. Que cada uno de nosotros reflexione sobre los momentos en los que la medrosidad, revestida de diversas excusas, ha presidido su deleznable comportamiento. Que cada uno repase cuándo dejó de dar un paso al frente, y retrocedió apocadamente hacia atrás, y dejó sin ayuda a quien la merecía, simplemente por ser un prójimo. Que cada uno contabilice cuántas veces, en lugar de demostrar una brizna de arrojo para defender a los demás, nos callamos con pusilanimidad para «no meternos en líos», y verá que no somos gente ejemplar.

Yo dejé de serlo cuando le volví la espalda a aquella chica, unos pocos años mayor que yo, y asistí con dolor, pero achantado, a un desprecio injusto coreado por sus propios compañeros. Han pasado muchos años y todavía me duele. Tanto como observar esta generalización de la soterrada y peligrosa cobardía que se ha instalado entre nosotros, con tanta naturalidad que, dentro de poco, ser cobarde ya no será un demérito, sino pertenecer a la normalidad. Como decía Jean Paul Sartre, «los cobardes son los que se cobijan bajo las normas».

Luis del Val, escritor.

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