La suerte en la democracia

Cuando el turista visita en Atenas el museo del Ágora se encuentra con un curioso artilugio que lleva el nombre de kleroterion, una máquina que servía para elegir a sorteo a determinados cargos públicos. Ese turista al que aludimos, si es persona interesada por la res publica, es probable que, movido por la curiosidad, se pregunte qué tipo de cargos podían alcanzarse accionando el kleroterion, cuáles eran realmente sus funciones y cuánto tiempo podía el seleccionado permanecer en ellas.

Y convocado por esa aventura reflexiva, vemos ya a nuestro amigo con la cabeza en ebullición, insatisfecho como está por la degradación pavorosa que sufre nuestro sistema democrático. Porque es bien cierto que, siendo la democracia el modelo de gobierno hoy preferido, la realidad es que cada vez acuden menos ciudadanos a las urnas y cada vez es menor el número de personas que se comprometen con un partido político, pieza primordial en el funcionamiento de todo el sistema. Ya que estamos con palabras griegas dijérase que se detecta una creciente apatía de la población, lo que es sinónimo de dejadez, de indolencia respecto de los ritos básicos en que se descompone la gran liturgia democrática.

La suerte en la democraciaNo extraña por ello que sean muchos los ensayistas que estén dándole vueltas al magín y que nos propongan, en libros y artículos, fórmulas correctoras de los vicios que corroen el edificio democrático. Entre ellos nos ocupamos hoy de la obra valiente de David Van Reybrouck que apuesta por el sorteo como uno de esos elementos de transformación renovadora del desgaste de las instituciones representativas. El libro se llama Contra las elecciones (Contre les élections, Babel, 2014, citamos por la traducción al francés desde el neerlandés).

Van Reybrouck hace un repaso de las voces que están proponiendo cambios drásticos. En ese escenario comparecen, entre otros, los populistas que llevan detrás de sí a millones de personas porque responden de manera sencilla a problemas complejos; los tecnócratas que confían en personas bendecidas por conocimientos profesionales en lugar de aquellos que lo están por el agua bendita asperjada por los votos; también los admiradores de referendos y consultas directas que destronarían a esos sacerdotes intermediarios entre el dios democrático y la ciudadanía que son los diputados.

El hecho de que la democracia sea hoy solo la representativa y, esta a su vez, la vinculada a los procesos electorales es el resultado de una evolución histórica. De ahí, a juicio del autor, la oportunidad de rescatar, mirando hacia atrás, desde los renglones lejanos de la Antigüedad clásica, un mecanismo tan simple como el sorteo para seleccionar algunos cargos públicos enriqueciendo así la caja de herramientas de la política contemporánea. Porque en Atenas se aplicaba tal sistema para ocupar puestos en los centros neurálgicos del poder público, excluidos los militares y financieros. Por un tiempo determinado que no solía exceder de un año. Un sistema este que contó con el apoyo nada menos que de Aristóteles quien lo consideraba más democrático que la elección pues esta contribuía a formar una oligarquía gradualmente degenerada.

Aunque Roma lo descarta, reaparece el sorteo en la Edad Media en muchas ciudades, siendo el caso de Florencia el más citado. Pero también se practicó en algunas españolas. Lo más relevante sin embargo es añadir que las tres obras que fueron las antorchas con las que se empezó a iluminar un mundo político nuevo, a saber, el Espíritu de las leyes de Montesquieu, el Contrato social de Rousseau y la Enciclopedia de Diderot y de DAlembert alaban el sorteo y aseguran que su combinación con la elección refuerzan la democracia.

Sin embargo, las dos grandes revoluciones, la americana y la francesa, dejan a un lado el sorteo de forma que la elección y los procedimientos a ella ligados ocuparán a partir de entonces el centro del sistema hasta el punto de que, cuando ya en el siglo XX, se aprueba la Declaración Universal de los Derechos del hombre se consigna en ella que «la voluntad del pueblo es el fundamento de la autoridad de los poderes públicos; esta voluntad debe expresarse en elecciones honestas que han de tener lugar periódicamente».

Pues bien lo que sostiene Van Rey-brouck es que la elección es un utensilio «primitivo» y que, si no se combina con otros, la democracia se depaupera. Con una expresión feliz, el autor acuña que «las elecciones son el combustible fósil de la política. Antes dinamizaban la democracia de la misma manera que el petróleo dinamizaba la economía pero ahora se sabe que a cambio de crear problemas gigantescos. Si no reflexionamos con urgencia sobre la naturaleza de nuestro combustible democrático el sistema quedará atrapado en una gran crisis».

Este entusiasmo por el sorteo lleva al autor a proponer su empleo para integrar los más variados órganos representativos de nuestros sistemas constitucionales con el designio de que convivan en ellos las elecciones y esos sorteos o «insaculaciones» como se han llamado siempre estas prácticas en las tradiciones históricas italiana y española citadas.

Nosotros, al contribuir a este debate en la España actual, nos movemos en ámbitos más comedidos. En consecuencia, pensamos que las elecciones son insustituibles para Asambleas o Parlamentos, sin perjuicio de que subrayemos la necesidad de su modernización lo que solo es posible rectificando con osadía la ley que las regula.

Sin embargo, el espacio donde este sistema del sorteo puede revelarse muy fecundo y un buen antídoto contra los riesgos del clientelismo partidista y de la corrupción es el de las organizaciones especializadas que existen en el Estado (también en algunas comunidades autónomas). Pensemos en el Banco de España, en la Comisión Nacional del Mercado de Valores, en la Comisión de Mercados y Competencia, en la Junta de Seguridad nuclear, en las Universidades... Pero también en órganos constitucionales básicos como el Tribunal Constitucional, el de Cuentas o la nueva Autoridad de Responsabilidad Fiscal, y el Consejo General del Poder Judicial. Se trataría de que el procedimiento de nombramiento de sus órganos directivos se iniciara con una convocatoria pública a la que acudirían, sin las sombras de partidos o sindicatos, los profesionales que libremente lo desearan y reunieran los requisitos pertinentes. A partir de ahí, tras comprobar de forma rigurosa y con transparencia, trayectorias y méritos alegados, se confeccionaría la lista definitiva de los candidatos, que serviría para realizar el sorteo. Con carácter previo, y especialmente para los órganos constitucionales, se podría establecer la exigencia de una comparecencia parlamentaria u otra aproximación al candidato de parecida naturaleza. Adviértase que estos trámites, los de la convocatoria pública y la comparecencia, ya existen para la designación de muchos responsables de las instituciones europeas y, en tal sentido, procede citar los ejemplos de las autoridades europeas de supervisión financiera o de la Oficina de lucha contra el fraude (OLAF). Porque se convendrá con nosotros que, garantizada la idoneidad de todos los candidatos, es indiferente la persona concreta que sea designada. Y el azar le proporciona la ventaja de poder ejercer su función en perfectas condiciones de independencia y por tanto libre de compromiso adquirido -explícito o implícito- con «dedo» alguno. Sustituyendo la elección por el sorteo, hacer la astrología de las decisiones de estos órganos, en función del origen de cada persona que interviene en una votación, se haría prácticamente imposible.

Para cerrar las garantías procedería atender dos aspectos complementarios. Por un lado, sería conveniente la reducción del plazo del ejercicio de las funciones así atribuidas atendiendo en cada caso a su naturaleza: iría de uno normal de dos años a otro máximo de seis. Así, por ejemplo, en la Comisión del mercado de valores el nombramiento no superaría los tres años mientras que en los órganos judiciales se aplicarían los máximos. En el caso de las universidades, y ahora que se habla de la reforma de su gobierno, este sistema del sorteo, con rectores elegidos por dos años y no reelegibles, acabaría con el clientelismo y las ridículas banderías que se forman con ocasión de las elecciones universitarias.

En fin, quien termina un mandato determinado por el azar vuelve con humildad de fraile recoleto a su puesto de trabajo y destierra futuras ambiciones. Mucho es de temer que los partidos políticos sean contrarios a estas propuestas, lo que sería ya la prueba irrefutable de su oportunidad, bondad y rectitud.

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos de Derecho Administrativo. El primero es eurodiputado por UPyD. Ambos son autores del libro Cartas a un euroescéptico (Marcial Pons).

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