La suicida batalla de la derecha

La ley física de la acción/reacción, por la que a todo acto sigue su opuesto, se cumple, como la de la gravedad, en todos los ámbitos de nuestro universo, excepto en el interior del átomo, regido por el «principio de la indeterminación», con el que disimulamos unas leyes que desconocemos. Pero en el mundo material, e incluso inmaterial, como el del pensamiento o los sentimientos, la acción y la reacción son hermanas gemelas, inseparables además, con la única diferencia de la distancia e intensidad de su secuencia. En el pasado remoto, ésta tardaba en producirse no ya siglos, sino edades, debido a lo escaso y elementalidad de las comunicaciones. Algo que se aceleró con la imprenta y amenaza arrollarnos con la llegada de la electrónica, con la que los acontecimientos ocurren simultáneamente en todo el planeta, al poder verse y oírse en directo. Las consecuencias son de tal envergadura que sólo hemos empezado a percibirlas, pero pueden llegar a regir nuestras vidas, una perspectiva poco agradable, pues nos obligaría a vivir pendientes de cuanto ocurre, como el jugador de ajedrez de los movimiento del rival.

La suicida batalla de la derechaLa política no se ha quedado al margen de tal evolución, acelerándose hasta el punto de producir vértigo. Las épocas tranquilas y revolucionarias, los estilos clásicos y románticos, las modas de la barba o sin ella o de la falda corta y larga ya no se suceden sino andan revueltas sin orden ni concierto, sin saberse qué es lo que se lleva ni lo que conviene hacer. Esta aceleración de la vida produce tal inestabilidad que el hombre de nuestro tiempo siente como si la historia se moviera más rápida que él, mientras las mujeres, a lomos del «Me too», con la embriaguez de haber conseguido finalmente la igualdad que se les venía negando, empiezan a sentir igual vértigo. No hay nada gratis en este mundo, y cada paso adelante hay que pagarlo con un precio equivalente en sosiego. Hay quien prefiere quedarse como estaba. Pero al que se queda se lo lleva la corriente, como al camarón del dicho popular.

Uno de los terrenos en los que con mayor fuerza se acusa el fenómeno es el de las elecciones, especie de mareas colectivas de voluntad popular, que vinieron a sustituir a la voluntad del monarca o de las clases dirigentes por herencia, dinero o fuerza, todas ellas conservadoras por naturaleza y predecibles. Trasladada esa voluntad a la gran masa, el desenlace se hace mucho más imprevisible, y si se le añade la apuntada aceleración de los acontecimientos, lleva a sorpresas como las que estamos viendo en los comicios, hasta el punto de que lo inesperado empieza a ser normal.

Una de las pocas cosas claras en este errático panorama es que ya no se vota a favor de algo o alguien, sino contra alguien o algo. Es decir, el voto se ha hecho negativo. Si se debe a que el elector está mejor informado o indignado con los políticos, en especial con los que gobiernan, no lo sabremos hasta que haya estudios fiables sobre esta nueva tendencia. Me inclino por lo segundo: el votante actual es mucho más independiente de las ideologías, todas ellas devaluadas; de las clases sociales, que se diluyen, la media sobre todo, y de los «creadores de opinión», que se han equivocado tantas veces que se les hace cada vez menos caso, buscándose sólo aquellos que refuerzan las ideas de cada uno. Vamos hacia una sociedad en el que cada ciudadano es su propio partido, de ahí el auge de los «transversales», que abarcan un amplio espectro ideológico y satisfacen un mayor número de egos. Lo único seguro en este abigarrado y a menudo contradictorio nuevo escenario es la alternancia de resultados electorales. Ya no rige aquello de que la oposición desgasta más que el gobierno. Los gobiernos, incapaces de satisfacer las expectativas de un electorado cada vez más vario y exigente, con problemas cada vez más intrincados y a menudo irresolubles, se desgastan a mucha más velocidad que antes, por lo que llegan a las siguientes elecciones agotados. No cabe duda de que la victoria limitada, pero inequívoca del PSOE el 28 de abril se forjó en la inesperada victoria de la coalición PP-Cs-Vox el pasado 2 de diciembre en Andalucía. Bastó que se apuntara al extremismo del último de sus miembros, pese a haber tantos o más extremistas en la coalición de izquierdas, para que ésta se movilizase a nivel nacional, y lograse imponerse cómodamente.

¿Significa que el próximo 26-M volverá a haber un vuelco parecido? No lo creo, aunque tampoco lo descarto, al no descartar ya nada. Y no lo creo por tres hechos, que son los que cuentan. El primero, que apenas queda tiempo para que la reacción se produzca. Tres semanas, con «puentes», aprovechados por el gran público para olvidarse de la política. La derrota del PP, por otra parte, ha sido interna y externa, hasta el punto en que su reacción fue buscar culpables dentro, en vez de cerrar filas. Algún lector de buena memoria recordará que dije que esas elecciones las decidirían si el tema de su campaña iba a ser Vox o Cataluña. Fue Vox y perdió la derecha. Por último, Sánchez ha elegido la mejor de las estrategias en este periodo crítico: no moverse, no arriesgar, ofrecer el menor blanco posible, dejar que los otros se muevan y se equivoquen. Ni siquiera está dispuesto a anunciar con quién pactará para gobernar, consciente de que, si lo hace con Iglesias, alarmará a toda la clase conservadora incluidos los que el líder de Podemos considera mandamases del Estado: la banca, las grandes empresas, las multinacionales. Y si lo hace con los secesionistas, se enfrentará a la inmensa mayoría de los españoles, como a buena parte de su propio partido. Incluso lanza la idea de gobernar en solitario, con el apoyo de unos u otros según las circunstancias. Sólo si el tema de esta minúscula campaña es qué significará para España y los españoles un gobierno con la economía de Iglesias y la política de los separatistas podría producirse esa reacción. Pero no acabo de verlo.

Tras la inestable etapa que hemos vivido, entramos en un final furioso, con la acción centrada en la derecha, cuyo problema candente es quién la liderará, el PP, como hasta ahora, o Cs, que se le aproxima en votos y territorios. El duelo se decidirá en las elecciones municipales, autonómicas e incluso las europeas. Lo que significa que la lucha en estos últimos metros va a ser a muerte, al no haber peor cuña que la de la misma madera y las peores batallas son entre familiares. Con Vox al acecho de ambos e idénticas ambiciones. Casado, Rivera y Abascal se proclaman defensores de España, y los tres quieren liderar la oposición a Sánchez. No dudo de que lo sientan. Sólo espero que, en el fragor de la lucha, no se olviden de que los verdaderos enemigos son quienes niegan a España su historia, su identidad, su rica variedad, su larga trayectoria con altos y bajos, pero inequívoca. Ni de que la mejor forma de defenderla es unirse, no enfrentarse, como que el mejor patriotismo no es imponer el yo a los afines, sino fundirlo en el nosotros. Quien no lo sepa es, como Beethoven dijo del Napoleón emperador, retirándole la dedicatoria de la Quinta Sinfonía: «Otro ambicioso». Ambiciosillos, en nuestro caso.

José María Carrascal, periodista.

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