La superficialidad regresa a la política británica

Cuando en Reino Unido empezó la resaca tras la conmoción por el Brexit y un político tory tras otro empezó a abandonar el barco que se hudía, de repente empezó a hablarse de hechos políticos. En la isla, muchos británicos que habían votado por la salida de la UE se asombraron de las consecuencias de su voto: la libra se desplomó, empresas de primera fila empezaron a reflexionar en voz alta sobre su salida de la City y Bruselas mostró decididamente la espalda al país. Detalles sobre los que habría sido mejor meditar antes, se discutieron a posteriori.

Sin embargo, parece haberse vuelto a disipar esa disposición de la opinión pública a enfrentarse con los hechos. Ahora Theresa May ha empuñado el timón y ya no se debate públicamente sobre el acceso al mercado interior europeo, sino sobre los tacones de aguja y los estampados de leopardo que la nueva primera ministra luce. Es evidente que con el caos político la seriedad ha vuelto a desaparecer del debate.

No obstante, hay que tomarse completamente en serio a May: con 59 años, lleva 30 en política y se la conoce por su línea dura en el Ministerio del Interior. Pero desde que fue designada premier, las extravagancias de su calzado causan mayor furor que la cuestión de cómo gestionará la salida británica de la UE. ¿Es esto superficial? Sí. ¿Sexista? También. ¿Puede hacerse algo al respecto? Probablemente no.

En la política, las mujeres, desde siempre, son juzgadas por su apariencia en mucha mayor medida que sus colegas masculinos. Hay razones obvias: un traje oscuro no se diferencia en gran cosa de otro traje oscuro, pero un vestido de colores llama de inmediato la atención. Margaret Thatcher, la primera mujer que llegó al 10 de Downing Street, fue una experta a la hora de extraer capital político de esa porción extra de atención. Sus blusas de seda, sus collares de perlas y sobre todo sus legendarios bolsos formaban parte de la escenificación de su poder, con el que logró sacar concesiones adicionales a la UE y quebrar la influencia de los sindicatos.

Desde este punto de vista, Theresa May, que nunca ha ocultado su pasión por la moda, se encuentra en la mejor de las compañías. No se avergüenza de llamar la atención visualmente, a diferencia de lo que les ocurre a muchas políticas alemanas, empezando por Angela Merkel, que ha encontrado en el jersey de colores combinado con pantalones negros el complemento en la moda a su política: evitar al máximo el riesgo reduciendo al mínimo el factor espectáculo.

Hay algo que tranquiliza en lo que rodea a toda la expectación que despierta el llamativo vestuario de la nueva primera ministra: la pragmática May no permite que nada de esto la irrite. “Sé que tengo cerebro y que soy una persona a la que hay que tomarse en serio, así que puedo ponerme unos zapatos bonitos”, comentó con humor.

¿Queda con esto zanjado este desafortunado debate? Probablemente solo hasta que May lleve a su próximo acto público unas zapatillas con tachuelas que recuerden algo más al barrio chino que al de la sede gubernamental.

Quizá debamos ver la reestructuración del Gabinete de May bajo una luz completamente nueva: al nombrar ministro de Asuntos Exteriores al artista del espectáculo Boris Johnson, quizá la premier haya dado un golpe maestro de estrategia. Es posible que con esa designación May no solo haya logrado responsabilizar a Johnson —huidizo caballo de batalla del Brexit— de las negociaciones para el abandono de la Unión Europea, sino también ofrecer al regocijo público un payaso de brillante retórica. Cuando Johnson, con su peinado indómito y sus trajes birriosos, haga explotar minas diplomáticas, la dómina May podrá llevar botas altas de cuero: simplemente, la capacidad de sorpresa de la ciudadanía se habrá agotado.

Silke Mülherr es subdirectora de Internacional del diario berlinés Die Welt.

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