La superioridad moral de la Izquierda

Desde hace mucho tiempo, venía preguntándome por qué razón las personas izquierdistas suelen hacer ostentación de una indisimulada superioridad moral sobre los ciudadanos que no lo son. Por si alguien no sabe a lo que me refiero, le invito a que rememore las veces que ha visto a alguien (político, escritor, actor, etc.) revelar su pensamiento político. Pues bien, seguramente recordará la cara de íntima satisfacción de los que se calificaron de «izquierdas» en contraste con la más sombría de los que admitieron que eran de «derechas».

¿Por qué esa distinta actitud? No es fácil encontrar una explicación, pero las reflexiones que dediqué a esta delicada cuestión no tardaron en llevarme a intuir una conexión religiosa.

A algo de eso se refiere Horacio Vázquez Rial, en una columna publicada en Libertad Digital, bajo el título «Los orígenes de la superioridad moral de la izquierda», en la que reproduce las siguientes palabras de la profesora María Teresa González Cortés: «Los revolucionarios franceses hicieron girar todos sus pensamientos políticos en torno al concepto, de origen religioso, de perfectibilité. Amarrados a la búsqueda colectiva de la perfección, rápidamente se sintieron investidos de un plus de superioridad moral. Y más que una utopía, que también, la perfectibilité les hacía concienciar la necesidad de salir del laberinto del egoísmo personal. La perfectibilidad les arropaba con la convicción de trabajar por el bien de la patria y del género humano, al tiempo que les otorgaba la certeza, además del deber, de abandonar la cárcel de los intereses propios orillando para siempre la brújula, mezquina y ruin, del individualismo».

Antes de leer estas interesantes ideas sobre la conexión originaria de la superioridad moral de la izquierda con el concepto de la perfectibilité de los revolucionarios franceses, me explicaba el fenómeno de la superioridad de la izquierda poniendo en relación la conciencia, las creencias y la ideología. Por si puede resultarles de interés, les expongo seguidamente mi modo de ver el asunto.

La conciencia, esto es, el sentido moral o ético que nos permite conocer el bien y el mal y enjuiciar conforme a ellos la realidad y los actos propios y ajenos, es como el tronco de un árbol del que salen dos grandes ramas: las creencias y la ideología.

Las «creencias» suponen el asentimiento profundo y la conformidad con una determinada visión trascendente del más allá. Pues bien, quien tiene conciencia y posee un sentido religioso de la vida (me refiero ahora al catolicismo) llega a liberarse del «laberinto del egoísmo personal» hasta acceder a la idea del amor al prójimo. Pero en esta vía –y precisamente por los propios dictados religiosos– no tiene cabida la arrogancia de la superioridad, sino lo contrario: la humildad como camino hacia la perfección espiritual del individuo.

Y ¿qué pasa con las ideologías? Pues que cuando propugnan «trabajar por el bien de la patria y del género humano», y abandonar «la cárcel de los intereses propios orillando para siempre la brújula, mezquina y ruin, del individualismo», se llega a poseer –como le pasa a la izquierda– ese plus de superioridad moral. Y es que como la «entrega» al bien de la generalidad no obedece a ninguna doctrina religiosa, sino a la idea del bien del hombre por el hombre, surge una dimensión puramente humana –y muy satisfactoria– de la ideología política.

Llegados a este punto, queda una cuestión por resolver, y es la razón por la que la derecha parece «avergonzarse» a veces de su ideología o de la falta de ella. En mi opinión, hay que diferenciar dos supuestos: cuando tiene creencias religiosas o cuando le interesa la política como una pura actividad humana. En el primer caso, es predicable del hombre creyente de derechas todo lo dicho con anterioridad: puede sentir el plus de superioridad por su amor al prójimo, pero no debe pavonearse, sino simplemente ser humilde.

Cuando el derechista no es creyente, su posición ante la política pudiera tener otra fundamentación que tiene que ver con la propia actividad política. En efecto, el hombre de derechas sin creencias muy arraigadas es muy posible que piense que la actividad política es tanto más beneficiosa para la generalidad cuanto mayor es su eficacia en la gestión de los asuntos públicos.

Pues bien, en la tensión entre elegir «ideología» o «gestión», tal derechista suele optar por esta última. Y este es un terreno que resulta muy poco propicio para ponerse a debatir cómo se trabaja mejor por el «bien de la patria y del género humano», y sobre si una buena gestión no es la mejor manera de abandonar «la cárcel de los intereses propios orillando para siempre la brújula, mezquina y ruin, del individualismo».

José Manuel Otero Lastres, catedrático y escritor.

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