La superstición de lo nuevo

En el prólogo a su Historia de Roma, Tito Livio escribe, refiriéndose a la situación y a la actitud de los romanos de su época, que «no podíamos soportar ni nuestros vicios ni sus remedios». Tal vez, no sería descabellado diagnosticar -mutatis mutandis- esa misma patología social y vivencial para la sociedad española de nuestros días. Por un lado, hay un malestar y crítica bastante generalizados hacia la coyuntura actual en ámbitos fundamentales de la vida nacional, como el económico, el político o el educacional y cultural; pero por otro lado no llega a coagular una corriente de aceptación de los remedios que pudieran ser plausibles -en la medida en que ya han sido testados mediante el método de la prueba-error en coyunturas y para problemas más o menos parecidos- a la hora de buscar una solución a ese abanico de asuntos con los que nos enfrentamos en la crisis económica actual. Y también en el ámbito político-administrativo, con el marasmo institucional autonómico al que está abocando la morosidad del Tribunal Constitucional, en el educativo que no acaba de subirse al convoy de la búsqueda de la excelencia, y el cultural acomodado pastueñamente en el corral de las subvenciones públicas.

A la hora de enfrentarse a estos problemas y vicios sociales, lo que predomina, por el contrario, no son soluciones serias, meditadas y rigurosas, sino, por lo general, improvisaciones basadas en la superstición de lo nuevo, que no de lo original. Llámese «alianza de civilizaciones» en las relaciones internacionales; «brotes verdes» o «economía sostenible» sin sostén en ningún plan o programa sólido, en economía; «soluciones habitacionales», en vivienda; el ir añadiendo más letras, sean mayúsculas o minúsculas, a los proyectos educacionales de I+D+i+d+… sin base suficiente de financiación y de personal humano, en educación y ciencia; o «manifiestos de la ceja» proclamando el talante y normas intervencionistas y recaudatorias, como especie de textos fundacionales de una pretendida cultura progresista.

A lo largo de los últimos años, cada vez que se ha requerido una solución a diferentes problemas en distintos ámbitos socio-políticos, lo que se ha presentado, por parte fundamentalmente del Gobierno, a modo de bálsamo de Fierabrás, ha sido por lo general una consigna, una muletilla, un lema que anunciados como algo novedoso y, eso sí, utilizando las técnicas de la moderna publicidad, incluso del show business, se publicitaba como un mantra que solucionaría, de manera innovadora y espectacular, complejos problemas como el del terrorismo etarra o el del fundamentalismo islámico; los del mundo subdesarrollado; la incorporación de Cuba y de otros regímenes dictatoriales al mundo democrático; los problemas del medio ambiente o de la vivienda; la igualdad real de hombres y mujeres; la sexualidad, etcétera, etcétera. Y todo esto envuelto en el papel de celofán del buenismo.

En esta actitud puede haber una fallo de base tanto epistemológico como cultural, que es el de confundir novedad, originalidad y autenticidad. Por un lado, es sabido la importancia que tiene la valoración del principio de la innovación, pilar de las sociedades abiertas y dinámicas; el arriesgarse a buscar caminos nuevos y no adherirse exclusivamente a lo ya probado. Característica importante de la civilización occidental ha sido el de estar abiertos a las novedades, de manera especial en algunas épocas áureas de la misma, como Grecia, el Renacimiento y la Modernidad. De hecho, el intelectual moderno se ha caracterizado por la búsqueda de caminos nuevos que le lleven a conocer cosas nuevas. Mas, la vida tanto a nivel individual como colectivo, es un dominar el juego de cartas de las siete y media, en que tan malo es no llegar como pasarse. «No todo es opresivo en la costumbre, no todo es liberador en la innovación» (Bruckner), y en gran parte ese ha sido el desafío, y también la originalidad de Europa, el de conciliar la modernidad con el mantenimiento flexible de las tradiciones. La historia muestra con insistencia que los períodos de mayor bienestar y libertad han sucedido cuando se ha acertado en el complejo juego de combinar tradición e innovación, continuidad y progreso.

Diferencia importante entre los pensadores o políticos liberales-reformadores y los conservadores es que los primeros son conscientes de que está en el ser humano el afán de búsqueda de cosas nuevas, así como el convencimiento del poder de las ideas, que pueden cambiar mentalidades, usos y costumbres. Los segundos, en cambio, se encuentran encorsetados en idearios heredados y aceptados como cerrados, oponiéndose, por inercia, a cualquier nuevo conocimiento, moda o hábito, por temor reverencial a las consecuencias que parezca hayan de producir -y conservadores puede haber tanto en la derecha como en la izquierda, por utilizar estos calificativos un tanto desgastados.

Pero, por otro lado, el principio de la innovación y de la búsqueda de soluciones a problemas novedosos no puede hacerse en una cámara al vacío. Como en todos los sucesos históricos «lo nuevo es lo preparado desde hace mucho tiempo» -apunta Gadamer-; y todo político, historiador o artista que lo olvida está confundiendo el principio de autenticidad, necesario para un ejercicio eficaz y válido de su tarea. «Algunos escritores confunden la autenticidad, que debería ser su objetivo constante, con la originalidad, a la que no deberían conceder un segundo de atención»: es la enseñanza que el poeta Auden aplicó en su propia obra.

En la vida personal y, de manera particular, en la vida política, muchos de los males y desastres que acontecen derivan de no seguir el consejo kantiano que señalaba la necesidad de no ceder a todos los caprichos de la curiosidad. Y entre los peores de esos caprichos están los del niño mimado y de la estulticia, de los que hay no pocos ejemplos en la actualidad diaria de nuestro país. Porque, en ocasiones, lo que se echa en falta es simplemente sentido común y no despreciar lo ya probado con eficacia en cada campo, de ignorarlo u oponerse a ello sólo porque lo ha propuesto o lo utilizó el oponente político o profesional. El sentido común y lo esencial del movimiento liberal en su sentido más amplio de que «en el progreso, en la innovación, por radicales que sean, está presente el pasado» (Steiner), es algo despreciado por todos los «deconstruccionistas» tanto en política como en pensamiento o arte; de ahí, lo efímero de estas corrientes, porque a veces «la moda es la madre de la muerte», en frase conocida de Leopardi.

En política, en economía, en educación, en cultura y arte, hay unos valores y normas que cada época y sistema se dan y que hay que tener en cuenta a la hora de plantear soluciones a los problemas concretos y las circunstancias cambiantes que van surgiendo. «En cada época tiene que haber unas verdades contra las que no se puede luchar; se quiera o no se quiera, independientemente de que sigan siendo verdaderas en el futuro», ha escrito la novelista Antonia S. Byatt. Y quien desprecie este planteamiento se verá abocado o será responsable de llevar a otros a fracasos tanto individuales como colectivos.

Se puede, e incluso en ocasiones se debe, buscar soluciones novedosas a problemas enquistados o problemas nuevos, pero siempre animados por el imperativo de realidad y sobre la base de esos valores y verdades generales que en cada época y situación prevalecen. Y eso es lo que falla cuando el único o principal resorte de cualquier iniciativa o proyecto de resolución de los problemas y conflictos existentes es el de la fascinación por lo nuevo, sea lo que sea eso nuevo, y cuya finalidad inmediata es la búsqueda de la impresión del fuego de artificio, de la sorpresa que produce el sacar un nuevo conejo de la chistera.

En definitiva, el desprecio radical por lo ya probado y la superstición de lo nuevo, olvidando que no siempre todo lo nuevo es ni original ni auténtico, ni válido para los problemas y situaciones más o menos complejos, es el cóctel más seguro para asentarse en el marasmo de una situación que no se arregla con simples consignas y eslóganes, con voluntarismos más o menos bienintencionados o actitudes visionarias, cuando no con tintes mesiánicos. El famoso lema de actualidad «Yes, we can» debe asentarse en pilares más sólidos y realistas, porque si no la crisis actual en diversos ámbitos se puede enquistar y cronificarse, con lo que la solución a la misma es verosímil que se complique y alargue en el tiempo. El problema nodal, pues, es de método de análisis y de acertar en la dirección a seguir, curándose del esnobismo de vender o comprar lo último -sea lo que sea eso último- y de la búsqueda histriónica del efecto de deslumbramiento.

Alejandro Diz, profesor de Historia de las Ideas en la Universidad Rey Juan Carlos.