La «tarea radical» de la Universidad

La Carta Magna de las Universidades Europeas dice que «el porvenir de la humanidad depende en gran medida del desarrollo cultural, científico y técnico que se forja en los centros de cultura, conocimiento e investigación en que se han transformado las auténticas universidades» (Bolonia, 18/9/1988). Son términos solemnes y para que no se queden en palabras hueras, a los grandes objetivos universitarios de la enseñanza de las profesiones y la investigación científica/transferencia, hay que sumar el de la formación «cultural», lo que «nos permite vivir sin que la vida sea tragedia sin sentido o radical envilecimiento». Así se refería Ortega a la que llamaba «tarea radical» de la Universidad, que en su origen medieval constituía su núcleo de actividad, aunque es cierto que llegaba a pocos privilegiados. Lo contrario de dedicarse de veras a esa «tarea radical» es que la universidad diseñe los profesionales e investigadores más competentes que nunca, pero acaso los más incultos. O que se concentre en ser motor de crecimiento económico e innovación tecnológica tratando con desdén la formación en cultura y valores.

Ortega tenía claro que la cultura y la profesión, sin ser ellas mismas ciencia, se nutren principalmente de ella, aunque alertaba del riesgo de que la investigación científica se pudiese utilizar para debilitar la importancia de la formación cultural y el propósito de la formación profesional. De ahí que recordase siempre la necesidad de «humanizar al científico».

En la deriva que existe en muchos sistemas hacia un (im)puro pragmatismo, una fragmentación del saber y una instrumentalización tecnocrática, cultura es ensanchar los horizontes de la racionalidad, y no aceptar sin más que los interrogantes más esencialmente humanos queden desplazados al ámbito de la subjetividad.

Cultura es rebelarnos ante una pretensión de una libertad sin verdad. Pero de igual modo decir «no» a que algunos monopolicen dogmáticamente la verdad mutilando la libertad y creando los cultivos para toda suerte de fundamentalismos y fanatismos, que derivan en imposición y odio, en ocasiones hasta destruir la vida o negar los derechos a los que piensan de modo diferente.

Cultura es no rendirse ante los procesos de la globalización que expanden universalmente la superficialidad. Y ahí la universidad es decisiva para elevar la calidad del nivel formativo de la sociedad, no sólo en el plano de la investigación científica, sino también ofreciendo a los jóvenes la posibilidad de madurar intelectual, moral y cívicamente, confrontándose con los grandes interrogantes que les interpelan. Porque la cultura va más allá de la información y aun de los conocimientos procesados, apunta hacia la sabiduría, de ahí que esté unida siempre a la ética y la espiritualidad; esos intangibles que «nos salvan del naufragio vital» a cualquier edad de la vida.

La cultura moderna desmitologizó los fundamentos teologales de la creatura humana y la convirtió en sujeto, centro de todo el conocimiento y de toda la realidad: el cogito cartesiano es la marca de esa gran inflexión. En la cultura contemporánea, el ser humano «se ha erigido en recreador de sí mismo, ya sea en las profundidades del organismo a través de la ingeniería genética, ya sea en los estratos más superficiales, transformando su apariencia mediante la cirugía estética» (Card. Ravasi). Algunos avizoran la superación transhumana de lo humano con las nuevas técnicas de la ingeniería genética, la nanotecnología, la inteligencia artificial o la criónica. El desafío es inmenso, pero no debemos amilanarnos. Tenemos base sólida para afrontar estos retos pero hay que arremangarse para mostrar y mantener el misterio propio del ser humano, puesto que ninguna ciencia por sí sola puede decir quién somos, de dónde venimos y a dónde vamos.

Cultura es no ningunear la verdad. Y esto hay que decirlo claro en un momento en el que parece que el que triunfa es el que sabe hacer ruido para generar emociones y ganar seguidores en las redes, aunque lo que haga circular no tenga nada que ver con la realidad de los hechos. La mentira y la ganga aniquilan la cultura, por eso más que nunca la gran tarea de la universidad debe consistir en provocar la cuestión por la verdad en sentido pleno y en redescubrir constantemente el poder de la palabra y la razón, la pertinencia de la crítica (incluida la autocrítica) y la necesidad del diálogo.

Eso sí, la verdad que buscamos los universitarios debe ser operativa, teniendo en cuenta que «la acción para hacer realidad la verdad, debe ser ella misma verdadera» y que «esa totalidad de verdad y realización es la que justifica el sentido universitario». Así filosofaba Ignacio Ellacuría, SJ, rector de la UCA de El Salvador, asesinado por su compromiso desde una universidad profundamente encarnada en la realidad histórica de un país martirizado. Una universidad que como comunidad intelectual analiza las causas y usa la imaginación y la creatividad para descubrir alternativas y soluciones a los problemas reales; que forma a los estudiantes como profesionales competentes y personas de conciencia que libremente se determinen por ser agentes de transformación social.

La «tarea radical» llama a las universidades a colaborar en superar la polarización ideológica y la violencia que obstaculizan la política como responsabilidad compartida por el bien común, la justicia y la paz. Llama a que la política sea el arte de vivir juntos y de pensar juntos la vida común. Y a que la economía plantee el crecimiento poniendo en el centro a la persona y en el fin el desarrollo integral y sostenible en el marco de una ecología integral. Por eso necesitamos un humanismo nuevo que no renuncie a la búsqueda compartida de la verdad.

Las universidades ya respondemos de muchas maneras al deber cívico de construir convivencia y cohesión social. Lo hacemos junto a otras entidades de la sociedad civil y del mundo económico y político y a instituciones públicas y privadas que trabajan a favor de una convivencia en la pluralidad y el respeto mutuo. Con todo, tendremos que seguir atentos para hacerlo aún mejor, porque los retos son ingentes y las responsabilidades y tareas que nos corresponden, si nos las acometemos, quedarán sin hacer. Y eso no lo podemos permitir.

En cualquier entorno, especialmente en el universitario, es importante enfrentar este cambio de época con reflexión y discernimiento, con realismo y sin prejuicios ideológicos, sin miedos o fugas; conscientes de que conlleva dificultades, penurias y sufrimientos, pero también nuevos horizontes para el bien. Los grandes cambios exigen un replanteamiento de nuestros modelos económicos, culturales y sociales, para recuperar el valor central de la persona, y ahí la Universidad aparece como plataforma decisiva para procurar el diálogo entre disciplinas y de éstas con los agentes sociales (transdisciplinariedad).

Termino con unas palabras de Francisco en el Capitolio que son para mí guía para superar el vértigo en los remolimos en que estamos metidos: «Se nos pide tener el coraje y usar nuestra inteligencia para resolver las crisis geopolíticas y económicas que abundan hoy… pensarnos en relación con otros, saliendo de la lógica del enemigo para pasar a la lógica de la reciproca subsidiaridad, dando lo mejor de nosotros». Ciertamente se trata de una «tarea radical».

Julio L. Martínez, rector de la Unievrsidad Pontificia de Comillas ICAI-ICADE.

1 comentario


  1. Es como una bocanada de oxígeno en vena...necesitamos recuperar el norte y los universitarios juegan un papel de gran responsabilidad en el futuro social. Personalmente me ha expansionado el alma...

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