La temerosa ambigüedad de todo un presidente

Por Victoria Prego, periodista (EL MUNDO, 03/11/05):

Se movió deslizándose, pegado al suelo, para intentar llegar al final del camino sin que los cazadores apostados cada cuatro metros pudieran pensar que por delante de todos estaba pasando una pieza que había que abatir. Eso fue lo que hizo José Luis Rodríguez Zapatero en un discurso decepcionante, habida cuenta de la extraordinaria importancia de lo que se estaba discutiendo ayer. ¿No es capaz de hacer otra cosa o no quiso hacer otra cosa? Apostemos por lo segundo, porque de un presidente del Gobierno no debemos pensar que un asunto de la envergadura que tiene el texto estatutario le queda grande. Es él quien tiene la obligación de dirimir el problema y de dirigir a los suyos con claridad y firmeza -no necesitamos que sea con alegría e ilusión, nos basta con que se nos transmita una cierta sensación de solidez y pulso firme-, en la dirección adecuada. Y esa dirección adecuada no es la que desemboca en cualquier clase de pacto, ni tampoco es la que subraya esa obviedad tan repetida del «respeto a los procedimientos», sino la de la obtención de un texto estatutario que conforme a todos, aunque no les contente, y que sirva para que lo conseguido en 30 años no se agriete ni oscurezca.

Nada de eso nos proporcionó ayer el discurso ligero – ligero en el sentido de leve- del presidente. Estuvo hablando 36 minutos, de los cuales más de 20 los dedicó a contar lo bien que iba España.Nos dio hasta los datos del paro y de la esperanza de vida de los españoles. Aquello parecía un discurso del Debate sobre el Estado de la Nación. Y a lo mejor lo era. Puede que esa relación de logros y bienestares que el señor Zapatero nos fue desgranando tuviera el propósito de refrescar la memoria de los ciudadanos, votantes antiguos o votantes potenciales, que estén ahora mismo irritados o descontentos por su proceder con la génesis y alumbramiento de este proyecto de nuevo Estatuto para Cataluña.

Lo más probable, sin embargo, es que todo ese interminable prólogo tuviera otro objetivo: el de evitar entrar de lleno en el contenido de un texto que sabe que va a tener que enmendar pero que de ninguna manera quiere tener que advertir desde el primer momento, y menos a la cara de los que van a ser enmendados. Por eso seguramente se estuvo escurriendo de esa manera tan llamativa. Y por eso, cuando por fin abordó el tema que había congregado a cientos de periodistas y a una representación catalana con lo mejor de cada casa, con Maragall y Pujol en la tribuna de invitados, el presidente recurrió a la táctica del masaje previo antes de clavar, no el aguijón, sino la aguja de insulina, en aquellos aspectos sobre los que era inevitable que el jefe del Gobierno expresara su desacuerdo.

Huyó como del agua hirviente del adverbio no y buscó todos los vericuetos posibles para explicar en términos afirmativos las cuatro grandes cuestiones en las que los socialistas van a decir justamente eso: que no. Un ejemplo: para explicar que el Gobierno no acepta la pretensión de asumir competencias estatales, tal como el Estatuto pretende, Zapatero se las arregló para decirlo de esta manera: «Las competencias del Estado son indisponibles por el legislador estatutario». El presidente no hubiera podido salir de este debate sin haber afrontado de alguna manera los puntos más negros y de mayor calibre que hacen de este Estatuto un problema de primera magnitud para España entera. Y los afrontó.Con brevedad y con apuro, pero los afrontó.

Pero Zapatero lo dejó todo como un cuadro impresionista a medio terminar: cuando finalizó su intervención, parecía que en el paisaje dibujado se quería adivinar la figura que estaba en el lienzo, pero no había modo de jurar si la tal figura era una señorita almorzando en el césped o un señor con canotier sirviéndole una copa de vino.

En resumidas cuentas, el presidente estuvo flojo, leve, y dio la impresión de sentirse un poquito acobardado ante lo que tiene por delante. No quiso, eso está claro, fijar posición. Con ello no irritó nada a quienes desde el lado catalán van a estar en la negociación del texto, y seguramente era eso lo que pretendía.Pero es imposible que haya conseguido aclarar algo a los ciudadanos dudosos o tranquilizar siquiera sea un ápice a los inquietos.Lo que sucede es que esto segundo forma parte de sus obligaciones ante la ciudadanía, que ayer tenía prioridad sobre su necesidad de aplazar cuanto más mejor los choques con los negociadores del Estatuto.

Por todas esas razones, el jefe del Gobierno se le quedó muy chico al líder de la oposición, que hizo un discurso brillante e implacable, con enorme carga política, trascendente y bien estructurado. Mariano Rajoy no dudó un segundo en abordar de entrada y de frente la cuestión esencial, el pecado original de un texto que ha sido elaborado a partir de una premisa que el PP, pero no solamente el PP sino otros muchos dirigentes políticos y multitud de ciudadanos, discute y rechaza: el hecho de que de la definición de Cataluña como nación cuelgan los 227 artículos de este texto, escrito sobre la idea de que estamos hablando de un pueblo soberano.

Esa fue la base de la intervención de Rajoy, que, frente a las generalidades de Zapatero, -«en democracia no hay que tener miedo al futuro»-, se comió el debate porque habló con contundencia y claridad. No hubo color ayer entre uno y otro, pero la importancia de lo que se discutía no permite hacer juicios superficiales de excelencia parlamentaria. Estamos ante un asunto lo bastante grave como para estar obligados a juzgar el contenido, no las formas. Y, en ese sentido, el líder del PP estuvo a la altura de lo que la ocasión requería y ganó al presidente por goleada.Tuvo que llegar Rubalcaba, al filo ya de las 10 de la noche, para poner el andamiaje político que apuntalara la souplesse del presidente y devolviera la conformidad a su grupo parlamentario.Los aplausos en los bancos de la izquierda sonaron entonces con mucha más frecuencia e intensidad. Pero es que Rubalcaba no preside el Gobierno de España, aunque a veces lo parezca.