La tentación autoritaria bajo la pandemia

En un Estado constitucional no hay ninguna razón que justifique la violación o anulación de un derecho humano. Ni siquiera la preservación de otro derecho humano. En ese "carácter absoluto" de los derechos humanos radica su atractivo central. Su contenido es limitado, pero no es limitable. Dicho con otras palabras, los derechos son "fines en sí mismos", no medios que puedan sacrificarse en aras de otro fin, cualquiera sea la importancia que se le atribuya. Resisten incluso la voluntad de las mayorías que quieran negarlos o derrumbarlos: son, según una feliz expresión de Ronald Dworkin, "cartas de triunfos políticos en manos de las minorías".

La especificación del contenido limitado pero ilimitable de cada derecho no se encuentra realizada en la Constitución -allí no hay más (ni menos) que fórmulas que sirven como punto de partida-, sino que surge como fruto de una tarea colectiva, de un diálogo que tiene lugar, sobre todo, aunque no únicamente, en los parlamentos y en los tribunales. Es allí donde se discute el alcance de cada derecho, su esfera de funcionamiento razonable, ese núcleo que constituye su esencia. Se trata de un diálogo que remite a la Constitución, a un "modo de ser" particular, el del ser humano, y a las circunstancias históricas, que influyen estirando o acortando ese contenido.

¿Funciona este modo de entender la relación entre poder y derecho (el derecho como límite del poder) cuando nos enfrentamos a una emergencia como la que se abate ahora sobre el mundo? Hay quienes responden con una negativa: la emergencia no nos dejaría otro camino que optar por unos u otros derechos. Pretender lo contrario no sería más que una ingenuidad. La respuesta del Estado constitucional es diferente: un sí rotundo. Desde esta última perspectiva, la emergencia es parte de la Constitución, y por eso encontramos en ella límites que conducen a conjurarla garantizando el respeto de los derechos humanos. Hay límites de tipo formal: son mecanismos tendientes a simplificar el proceso de toma de decisiones, sobre la base de que las emergencias requieren respuestas urgentes, con debates acotados. Y hay límites sustanciales: los derechos humanos se pueden restringir de un modo más intenso que en períodos de normalidad, pero en ningún caso se justifica su violación. Esas restricciones de carácter excepcional son aceptables solo si se relacionan directamente con el logro de un fin relevante (la superación de la pandemia, por ejemplo), si no existe otro medio eficaz para alcanzar ese fin, y si la importancia del fin justifica el costo que supone.

El respeto del principio de proporcionalidad (con sus subprincipios de adecuación, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto) es, pues, condición necesaria para que restricciones de derechos como las que estamos padeciendo no violen el Estado constitucional de derecho. Esta es, creo, una de las claves de lectura del debate que tuvo lugar en el Congreso el pasado 5 de mayo: según parece, para un sector del arco político hay hoy, ya en el inicio de la desescalada, medios para combatir el Covid-19 menos restrictivos de los derechos que los empleados hasta aquí y, por lo tanto, la prolongación del estado de alarma es innecesaria (y por lo tanto no respetuosa del subprincipio de necesidad). De ahí que esta cuarta prórroga en la que nos encontramos, que se prolongará hasta el próximo 24 de mayo, haya sido la que menor respaldo suscitó entre los diputados (178 votos sobre 350 escaños, frente a los 269 de la prórroga anterior). Esto explica, también, que se haya abierto como posibilidad tangible que medidas concretas adoptadas al amparo de esta prórroga sean declaradas inconstitucionales, o que el pedido de la quinta prórroga no alcance la mayoría indispensable para prosperar.

Más allá de que se comparta o no la posición política de quienes votaron a favor, en contra o se abstuvieron en esta última ocasión (no es sencillo para el ciudadano medio conocer datos relevantes indispensables para opinar de modo fundado en un sentido u otro), lo que resulta sin ninguna duda importante es que estemos en alerta. Gobiernos y ciudadanía somos víctimas de una peligrosa tentación autoritaria, consistente en justificar el sacrificio de algunos derechos (por ejemplo, la libertad de tránsito, el derecho a la intimidad, el derecho a la privacidad, la libertad de expresión) para preservar otro (por ejemplo, el derecho a la salud). Gobernantes cansados, incompetentes o incluso perversos acaban justificando lo injustificable. Y reciben el apoyo de una parte de la ciudadanía, que, presa del temor, asiente mansamente a la pérdida de porciones importantes de libertad.

Juan Cianciardo, director del Máster en Derechos Humanos de la Universidad de Navarra.

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