A sólo cien días de asumir el gobierno de Argentina, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner afrontó un paro de las organizaciones campesinas que duró 22 días, el más largo de este tipo en la historia del país. El paro dejó a Argentina sin sus alimentos básicos: carne, leche, frutas, verduras. Esa tempestad violenta, suspendida por una tregua de corto plazo, le cuesta a la administración heridas difíciles de restañar.
Con la confianza erosionada, ¿cómo hará la presidenta para llevar adelante los 1.400 días que le faltan para completar su mandato presidencial?
Puede descontar, contra todos sus temores, que no la amenazan alzamientos militares como los de hace veinte años. Su apelación excesiva al fantasma de un golpe de Estado es, sin embargo, peligrosa porque podría servir como caldo de cultivo para acentuar divisiones que ya han sido enterradas.
Para la Argentina que necesita estabilidad institucional, paz y crecimiento económico, la amenaza mayor a su futuro está en la intolerancia, en la voluntad de hegemonía de un sector sobre la comunidad entera, en la educación autoritaria que tiene raíces centenarias y que reaparece una y otra vez con rostros nuevos.
En los cuatro discursos que pronunció durante la semana que va del 25 de marzo al 2 de abril, la presidenta (a la que nombraré por sus iniciales CFK) supuso que el cielo se le venía abajo porque el gobierno trata, dijo, de cambiar el viejo modelo de distribución injusta y desigual de la riqueza por otro más equitativo.
Ese cambio de modelo es plausible y es necesario para que Argentina aspire a sacudirse el polvo de su atraso ancestral y empiece a ser una potencia moderna, como ya lo son Chile y Brasil. Pero el cambio de modelo económico exige también -y quizá sobre todo- un cambio radical de modelo político. O, si se prefiere, una renuncia definitiva a la consolidación de un pensamiento único que se exaspera cuando el menor atisbo de disenso asoma la cabeza.
La presidenta ha insistido en que gobierna para toda la comunidad, sin distinciones. Pero fue ella misma quien, en su discurso del 25 de marzo, empezó por establecer diferencias entre los que llamó "piquetes de la miseria, que cortaron calles y rutas por falta de trabajo", y "los piquetes de la abundancia", que atribuyó a "los sectores de mayor rentabilidad".
De la misma manera, muchos de los que defendieron apasionadamente los piquetes rurales de finales de marzo denostaron con furia a los que antes cortaban las calles de las ciudades.
No ha sido fácil ver con las luces de la razón lo que sucedió en la Argentina de las pasadas
semanas, porque las sombras de la sinrazón dominaron tanto a los que se alzaron contra las medidas económicas de la presidenta como al lenguaje del Gobierno, que fue votado también para mantener la calma y para protegerla.
La presidenta pidió "humildemente" que se levantaran los cortes de rutas que impedían la llegada de los alimentos básicos a los centros de distribución. Su ruego llegó a destiempo, o bien llegó tan deslucido por otras formas de incomprensión e intolerancia, que también tardó en ser atendido.
Tampoco es sencillo desentrañar los argumentos de todas las partes porque, aunque se expongan con inteligencia, hay en ellos demasiados intereses que no se enuncian pero se intuyen.
La presidenta se ha quejado con exceso de los desacuerdos con que algunos medios de prensa han recibido sus decisiones y sus mensajes. Hace mal, porque la libertad de expresión es uno de los atributos fundacionales de la democracia y el sustento imprescindible de las instituciones. Si está tan segura de que sus medidas son correctas, no tiene por qué irritarse.
Se ha quejado de los insultos que se leyeron en algunas pancartas de las rutas y en los blogs y mensajes de texto que circularon profusamente. Y en eso sí acierta, porque muchas de esas diatribas imbéciles denigraban una persona y una investidura que deben ser respetadas. Hace bien porque hasta quienes no la votaron la acompañarán en la repulsa, porque también ellos saben que esos epítetos -casi siempre anónimos- no merecen ser reprimidos.
Si la presidenta gobierna para todos los argentinos, como lo ha dicho con tanta frecuencia, también debe prepararse para que algunos no la quieran.
Más de una vez, durante los días finales de marzo, la Argentina volvió a sentirse cerca de un abismo sin nombre: no el abismo de diciembre de 2001, cuando la economía y las instituciones se derrumbaban al unísono, porque CFK no adolece de la debilidad ni la parálisis que aquejaba a Fernando de la Rúa.
Nadie digno de ser oído discute la legitimidad de su mandato ni la fortaleza de su carácter ni su capacidad para ejercer el mando. Tampoco discute su derecho a imponer a la economía el rumbo que le parezca más adecuado dentro de los límites que ella misma ha establecido: el del consenso y la discusión entre las partes.
Lo que se discute es la intolerancia que se le escapa en las improvisaciones, el afán de poder hegemónico que asoma en el pliegue de sus palabras y de sus actos.
La Argentina ha sido civilizada a golpes de barbarie. Desde sus orígenes estuvo regida por la ley del más fuerte. Las elecciones democráticas tienen una antigüedad inferior al siglo y ese siglo está maculado, como se sabe, por proscripciones, golpes militares cruentos, dictaduras. Y aun en los momentos históricos que parecieron más saludables, la tentación de hegemonía -es decir, la exclusión o la reducción de los opositores a la insignificancia- rondó a gobernantes demasiado seguros de su fuerza.
Los 22 días de resistencia del sector más tradicional de la economía argentina tienen consecuencias más graves que el desabastecimiento y las incertidumbres de la población. CFK tuvo que cancelar o postergar su viaje a Londres, el primero de una agenda internacional en la que cifraba sus sueños de estadista. Puso al descubierto un resentimiento creciente con las críticas de la prensa a su gestión.
Ahora también deberá hacer frente a problemas pendientes que están desatendidos pero no olvidados: la acusación por el trasiego de dinero en las valijas del venezolano Guido Antonini Wilson, la devolución de los cuantiosos fondos de la provincia de Santa Cruz que el ex presidente Néstor Kirchner envió al exterior y que nunca fueron devueltos.
El 10 de diciembre de 2007 la presidenta se declaró orgullosa de la herencia que recibía de su marido. También debe mostrarse dispuesta a pagar los costos.
Le queda por recorrer la parte más larga y la más ardua del camino. Todo le resultará más fácil si, mientras avanza, deja caer los lastres de la tentación autoritaria.
Tomás Eloy Martínez, escritor y periodista argentino. © Tomás Eloy Martínez, 2007. Distribuido por The New York Times Syndicate.