A primera vista, la caída de Evo Morales, expresidente de Bolivia, podría parecer una victoria para la democracia. Después de todo, su gobierno populista se había vuelto cada vez menos democrático. Luego de ocupar la presidencia durante tres periodos, Morales convocó un referéndum en 2016 con la idea de eliminar las restricciones a los mandatos que establece la constitución. Cuando los bolivianos votaron en contra de la propuesta, el Tribunal Constitucional, repleto de partidarios de Morales, le permitió postularse al cargo de todas maneras con el argumento absurdo de que las restricciones a los mandatos violaban su “derecho humano” de contender a la presidencia.
En octubre, Morales “ganó” una elección que, según un informe de la Organización de los Estados Americanos, estuvo mancillada por la manipulación de votos. Esto detonó manifestaciones generalizadas y un amotinamiento de la policía, que los políticos opositores exigieran a las fuerzas armadas la expulsión de Morales y que los líderes del ejército le “sugirieran” renunciar. Morales huyó a México y una senadora de la oposición, Jeanine Áñez, asumió la presidencia. Para efectos prácticos, la caída de Morales sucedió porque fue víctima de un golpe de Estado.
Muchos bolivianos querían a Morales fuera del cargo. Sin embargo, renunció solo después de que la policía se rebeló y el jefe del ejército solicitó su renuncia, una solicitud hecha cuando Morales ya había aceptado que se realizaran nuevas elecciones con nuevas autoridades electorales, lo cual ofrecía una salida viable de la crisis sin necesidad de que interviniera el ejército.
El golpe de Estado pone de manifiesto una tendencia alarmante en América Latina: sin tomar en cuenta las trágicas lecciones del pasado pretoriano de la región, muchos políticos están recurriendo a las fuerzas armadas para resolver crisis e incluso derrocar gobiernos.
En Ecuador en 2000, Venezuela en 2002, Honduras en 2009 y ahora en Bolivia, los grupos de la oposición aplaudieron cuando el ejército intervino para expulsar a los gobiernos electos que ellos consideraban ineptos, corruptos o una amenaza para las instituciones democráticas; en cada caso declararon que la intervención militar era un medio para defender la democracia.
Estas perspectivas son equivocadas. Los golpes militares rara vez conducen a transiciones democráticas; cuando lo logran, casi siempre se debe a que el objetivo es un dictador establecido, como en Venezuela en 1958, Filipinas en 1986 y Paraguay en 1989. Los golpes de Estado contra gobiernos electos —incluso si son populistas con tendencias autoritarias— casi siempre guían a los países en una dirección menos democrática.
Para que un golpe de Estado derive en el establecimiento de la democracia, los gobiernos interinos deben practicar una moderación extraordinaria. Como no fueron electos por la ciudadanía y no tienen mandato popular, deben limitarse a forjar un consenso en torno a las reglas democráticas de la nación y supervisar que las nuevas elecciones sean limpias.
No obstante, es muy poco común que los golpes de Estado contra gobiernos populistas produzcan ese nivel de moderación. Como llegan al poder en un ambiente polarizado, en el que muchos simpatizantes están consumidos por una ira y una hostilidad intensas en contra del gobierno anterior, los líderes interinos suelen sentirse tentados a incurrir en un revanchismo partidista, es decir, darse el gusto de revocar políticas, deshacerse de los partidarios del gobierno anterior que siguen formando parte de la burocracia, así como procesar a exfuncionarios y a sus aliados.
Estas medidas casi siempre dan paso a una nueva ronda de polarización y conflicto. Los simpatizantes del gobierno anterior tienden a cerrar filas, radicalizarse y movilizarse en contra del nuevo gobierno, que, a su vez, los reprime. Esta espiral de movilización y violencia suele fortalecer a los funcionarios gubernamentales de línea dura que exigen la encarcelación, el exilio e incluso la inhabilitación de los populistas, lo que conduce a un regreso al autoritarismo.
Eso fue lo que ocurrió en Argentina tras la deposición de Juan Perón en 1955. El apoyo que Perón le dio a los sindicatos y las generosas políticas de asistencia social que impulsó, le valieron el respaldo de la clase trabajadora argentina. Sin embargo, gobernó de una manera polarizadora y autocrática, con lo que engendró una férrea oposición en la clase media, los círculos adinerados y los sectores de la milicia.
Tras la salida de Perón, muchos creyeron que Argentina volvería a la democracia. Estas esperanzas pronto se vieron truncadas cuando el nuevo gobierno militar intentó erradicar al peronismo de la sociedad argentina. Perón salió al exilio, sus partidarios fueron enjuiciados y su partido —el más grande del país— fue inhabilitado. Incluso pronunciar su nombre se volvió un delito penal. La iniciativa para erradicar el peronismo produjo casi tres décadas de inestabilidad, que incluyeron tres golpes más y dos periodos de dictadura militar.
Más recientemente, un golpe antipopulista en Tailandia demostró ser igual de destructivo para las instituciones democráticas. El derrocamiento del primer ministro Thaksin Shinawatra por parte del ejército en 2006 polarizó a la sociedad tailandesa. Y cuando el ejército respondió a la escalada del conflicto con un intento de erradicar al movimiento político de Thaksin, destruyó la democracia tailandesa.
Hay indicios de que Bolivia podría estar tomando ese mismo camino. Tal como sucedió en Argentina en 1955, el gobierno interino de Bolivia ha sido revanchista. El nuevo gabinete está dominado por conservadores religiosos de las llanuras del este que se oponen con vehemencia al Movimiento al Socialismo, el partido laico y de base indígena de Morales. En lugar de dar prioridad a las elecciones y a la negociación de las reglas democráticas con el partido de Morales —que sigue siendo el más grande de Bolivia—, los nuevos funcionarios han declarado su intención de “perseguir” y procesar a los líderes del partido y sus aliados.
Como era de esperarse, esto generó manifestaciones que fueron reprimidas. Con palabras que recuerdan a la década de los setenta, la época de mayor represión en Sudamérica, los simpatizantes del nuevo gobierno han descrito al Movimiento al Socialismo como un “cáncer”, mientras que los funcionarios del gobierno han amenazado con llevar a juicio a los opositores por sedición y han asegurado que tienen listas de periodistas subversivos. Como un mal augurio, la presidenta Áñez les otorgó a las fuerzas de seguridad inmunidad del proceso penal en relación con las medidas que tomen para mantener el orden público: en la práctica, una carta blanca para que el ejército pueda ejecutar una represión letal.
Al día siguiente, el ejército y las fuerzas policiales abrieron fuego contra los manifestantes en Cochabamba, lo que dejó un saldo de nueve manifestantes muertos y más de cien heridos. Aunque las negociaciones moderadas por entidades internacionales y las nuevas elecciones ofrecen una salida viable de esta crisis, la espiral de movilización y violencia —se han reportado al menos 32 muertes— ha sembrado el temor de que Bolivia esté al borde de una guerra civil de baja intensidad.
Hay otra razón, más básica, para resistirse a la tentación de invocar al ejército para resolver una crisis: la intervención militar socava el desarrollo de las instituciones democráticas.
La mayor parte de América Latina durante los primeros 150 años en su etapa indpendiente, estuvo dominada por episodios de interferencia militar. Los oficiales del ejército tomaban medidas directas para asumir el poder, expulsar o establecer gobiernos, o amenazaban con hacerlo para ejercer el poder tras bambalinas.
Los ejércitos se posicionaban como la máxima autoridad durante las crisis, con consecuencias perjudiciales para la democracia. En vez de valerse de las elecciones y el Estado de derecho para resolver los conflictos, los políticos a menudo recurrían a la fuerza militar. Hay investigaciones que muestran que cada intervención refuerza la norma de que el ejército puede (y quizá debe) intervenir en la política, lo cual aumenta las probabilidades de que haya más intervenciones en el futuro. En muchos países, esto derivó en décadas de inestabilidad y regímenes militares. Por ejemplo, Bolivia, vivió trece golpes de Estado entre 1920 y 1980, más de uno cada cinco años.
Establecer un régimen civil es un proceso largo y difícil. Cada vez que el ejército interviene para resolver una crisis, sin importar cuán inofensivas o incluso democráticas parezcan sus intenciones, socava el proceso de institucionalización del control civil. Apenas en los últimos años América Latina ha empezado a salir de este círculo vicioso. Desde 1980, el número de golpes ha disminuido de manera considerable. Como resultado, al menos en parte, las últimas tres décadas han sido las más democráticas en la historia de la región. El deseo renovado de aceptar e incluso solicitar la intervención militar es sumamente perturbador.
El politólogo Alfred Stepan, experto en la milicia latinoamericana, escribió en la década de los ochenta que la clave para preservar las nuevas democracias de la región radica en garantizar que ningún grupo civil llame a la puerta de un cuartel. En otras palabras, los políticos de todas las posturas e ideologías deben acordar que no buscarán orquestar un golpe de Estado ni lo apoyarán bajo ninguna circunstancia. Sin aliados civiles, los militares rara vez intervienen. Estas lecciones son particularmente importantes ahora que América Latina está entrando en un periodo de intensa polarización y agitación.
Las lecciones también son para la comunidad internacional. Si los gobiernos extranjeros eligen un bando en los conflictos de esta región y toleran golpes de Estado que favorecen a sus aliados ideológicos en vez de defender la democracia de manera constante, motivarán un regreso a la violencia y la inestabilidad que los latinoamericanos tanto han luchado por erradicar.
Steven Levitsky, profesor de estudios latinoamericanos y de gobierno en la Universidad de Harvard, es coautor, junto con Daniel Ziblatt, de Cómo mueren las democracias. María Victoria Murillo es profesora de ciencias políticas y directora del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Columbia.