La tentación de los intolerantes

Hoy vivimos en la época del «relato», en la que la verdad importa menos que un buen envoltorio. Esto permite el regodeo de quienes ven en «el fin de la concertada» una supuesta victoria de lo público frente a lo privado y una derrota de los ricos -y los creyentes- frente a los pobres y los que ya se han liberado del yugo de la superstición. Si en el plan de reconstrucción social que se está pergeñando para esta nueva sociedad de la distancia, surgida tras el Covid-19, se decide no financiar las reformas exigidas en la escuela para los centros concertados, se está condenando a la mayoría a una casi segura desaparición. Y esto lo saben bien quienes proponen que toda la ayuda destinada a educación vaya a centros de titularidad pública.

Los titulares tramposos, en el caso de la educación concertada, juegan con ideas similares a estas: Quien quiera educación privada, que se la pague. El estado no tiene por qué financiar centros privados. La concertada es para los ricos. Al privilegiar a la educación concertada, se está haciendo en detrimento de los centros públicos. Hay una simplificación burda al dividir la educación en pública y privada, con el añadido de identificar la concertada con privada. He ahí la primera gran mentira. Decir sin más que la educación concertada es educación privada financiada por lo público es tan reduccionista como sería decir que es educación pública encomendada a la empresa privada. Curiosamente, en ambas descripciones hay destellos de verdad. Pero ambas obvian que la concertada sería una tercera pata del sistema educativo, con su entidad propia.

La afirmación de que la concertada es para los ricos choca con la terca realidad, cuando se ve la existencia de centros concertados en muchos de los barrios más depauperados de nuestras ciudades. Y lo mismo se puede decir cuando se estudian cifras, y no tuits, sobre diversidad en las aulas de la concertada. Escuelas católicas, por ejemplo, ofrece abundantes datos en sus documentos sobre la diversidad familiar, socio-económica o el origen migrante de los alumnos. Datos que son obviados.

Hay dos tipos de argumentos sobre los que cabe la pregunta de si el Estado puede o debe seguir financiando la educación concertada. El primero tiene que ver con el descenso de los alumnos. La disminución de la natalidad en las últimas décadas aboca el sistema al colapso. Si el Ministerio de Educación argumentase que no hay alumnos para llenar al tiempo centros concertados y centros públicos y que tiene que elegir, habría ahí puntos para un diálogo. Otra cosa es que los centros concertados tienen derecho a acudir a la ley y al acuerdo que está en su origen, y es que debería darse prioridad al derecho de los padres a elegir, y en consecuencia, a la demanda parental sobre el tipo de centros a los que quieren mandar a sus hijos.

El segundo argumento es económico. Si no hay recursos para todos, pues hay que cortar. Ahí empieza la dificultad: ¿Dónde recortar? ¿Cuándo hacerlo? ¿Cómo? Y ahí, de nuevo, los datos piden, al menos, prudencia, pues lo cierto es que el Estado paga menos por los alumnos que estudian en la concertada que en la pública. Sin embargo, el tema creo que es otro. Es el derecho de los padres a elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos. Educar es mucho más que transmitir contenidos. Es dar herramientas, y es enseñar a pensar. Y no hay que ser ingenuos, la educación no es una transmisión neutra, sino que parte de una concepción del mundo. Hay diversas concepciones científicas, filosóficas, espirituales y religiosas. En la educación no solo se transmiten contenidos, hay valores. La educación marca a las personas. Por eso la libertad para elegir unas coordenadas u otras es muy importante. Los padres que quieren dar a sus hijos una educación abierta al hecho religioso tienen todo el derecho a hacerlo. De otro modo solo los ricos tendrán libertad para elegir, mientras que los demás quedarán a expensas de la ideología de las autoridades del momento.

Lo que está en juego aquí es la tolerancia y el pluralismo. Esto es lo que supuestamente dicen defender quienes con más inconsciencia se congratulan con un posible horizonte de desaparición de la concertada. Llevamos décadas asistiendo a un ataque sistemático a la diversidad (en nombre de la misma diversidad que se dice defender). La demonización del otro lleva a buscar su aniquilación. Esto está provocando situaciones cada vez más crispadas y una polarización que solo es río revuelto para ganancia de demagogos.

En este momento, defender la concertada es defender el derecho de los ciudadanos, en la sociedad civil, a que el Estado no decida por aspectos de la vida personal que deberían quedar bajo la esfera de la familia. Defender la concertada es reconocer la diversidad -que lo es especialmente para aceptar que hay otros que piensan de manera diferente-. Y defender la concertada es, también, negarse a dar al Estado la impunidad de romper unilateralmente las reglas del juego.

José María Rodríguez Olaizola es secretario de comunicación de la Compañía de Jesús.

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