La tentación del arbitrismo

El arbitrismo tiene una larga tradición en el pensamiento español, por lo menos desde la época de los Austrias. Ya entonces surgió una pléyade de personas que, ante el desastroso estado de la sociedad y la economía patrias, proponían a la corte remedios sencillos, rápidos e infalibles. En esto consiste el arbitrismo: en propugnar recetas simples y sencillas para problemas complejos. Y de ahí también proviene su atractivo, pues no hay nada más sugerente para el intelecto humano que dar con una solución mágica de los problemas.

Uno de los que podríamos llamar 'tópicos arbitristas recurrentes' en la sociedad española actual es el electoral. Consiste en pensar que una simple modificación de las normas electorales conseguiría producir cambios espectaculares en nuestro panorama político. Es recurrente, por ejemplo, el tópico de las listas desbloqueadas y abiertas como alternativa a las actuales cerradas. Los defensores de esta modificación le atribuyen efectos milagrosos sobre los partidos políticos (que dejarían de ser cotos cerrados de las burocracias) y sobre la actuación de los representantes (que se volvería más cercana y sensible al elector). Sin embargo, estos arbitristas no quieren ver lo que la experiencia española y comparada enseña con rotundidad: que el ciudadano corriente se guía a la hora de votar por su simpatía ideológica partidista, y rehúye el trabajo y la complicación personales que supone componer listas personalizadas, incluso cuando puede hacerlo. Llevamos treinta años de votaciones con la posibilidad de 'panachage' para el Senado, cámara que se elige por listas totalmente abiertas; y la experiencia demuestra que menos de un 2% de los electores hace uso de esta posibilidad. Es decir, que el 98% prefiere votar en bloque la lista que su partido le propone.

Otra receta arbitrista, asumida recientemente como propuesta básica por la plataforma en favor de un nuevo partido ciudadano, es la de modificar la Ley Orgánica del Régimen Electoral para conseguir que los partidos nacionalistas no tengan un peso desproporcionado y superior al que numéricamente les corresponde en las cámaras representativas y, de esta forma, no puedan condicionar la política española. En este caso, el arbitrista incurre simultáneamente en una notable distorsión de la verdad electoral, por un lado, y en una notable miopía política por otro.

Distorsión de la verdad porque, sencillamente dicho, no es cierto que los partidos nacionalistas obtengan gracias a las normas electorales un peso superior al que numéricamente les corresponde. Los argumentos que se utilizan para argumentarlo son pura demagogia. Se afirma, por ejemplo, que Izquierda Unida obtiene sólo dos escaños con 801.821 votos, mientras que los catalanes de CiU logran 10 con un número de votos similar (835.471), o el PNV arranca 7 escaños con la mitad de votos (420.980). El argumento, sin embargo, no prueba lo que sus mantenedores arguyen, que los nacionalistas estén sobrerrepresentados, sino una cosa muy distinta, que IU está infrarrepresentada. Ésta es la verdad, que el sistema electoral castiga fuertemente a los partidos minoritarios nacionales que se presentan en todas las circunscripciones (antes el CDS, ahora IU), mientras que prima descaradamente a los mayoritarios (PSOE y PP) y es prácticamente neutral para con los nacionalistas (globalmente minoritarios, pero concentrados en pocas circunscripciones).

Una vía sencilla para poder determinar quién está sobre o infrarrepresentado es la de comparar el número de votos que a cada partido le 'cuesta' obtener un escaño, pues de esta forma conocemos las desviaciones del principio básico de que todos los votos deberían tener el mismo valor. Y tomando las elecciones de 2004 ,en las que el coste medio del escaño fue de 70.109 votos, observamos que al PSOE el escaño le costó 67.232 votos, al PP 65.996, a CIU 83.547, a ERC 81.524, al PNV 60.140, a Coalición Canaria 78.407, al Bloque Nacionalista Gallego 104.000, a Izquierda Unida 400.000 (¿¿) y a EA 80.905. De lo que se deducen varias cosas: primera, que el gran infrarrepresentado es IU y que los grandes beneficiarios son PP y PSOE; y segunda, que para los partidos nacionalistas en general no existe prima alguna, sino más bien lo contrario: los catalanes de CiU y ERC, los canarios de CC, los gallegos del BNG y los vascos de EA pagan por su escaño más que la media y más que los grandes partidos nacionales. Sólo el PNV es beneficiado neto del sistema, obteniendo aproximadamente un escaño más que lo que le correspondería según costes medios. Y si tomásemos cualquier convocatoria anterior, el resultado sería tan similar que no merece la pena analizarlas.

Por tanto, cuando se afirma que los partidos nacionalistas tienen un peso excesivo en términos electorales se está faltando a la verdad. Y si lo que se propone es modificar las normas electorales para disminuir su peso relativo (como en la propuesta avanzada por Peces Barba de aumentar de 350 a 400 el número de escaños del Congreso, pero reservando los nuevos 50 escaños a partidos nacionales), lo que se está proponiendo en realidad es disminuir el valor del voto de algunos ciudadanos en función de su nacionalidad o ideología (discriminación pura y dura), algo que no parece estar en consonancia con el concepto mismo de ciudadanía que se dice defender.

Cuestión muy distinta de la puramente electoral es la propiamente política, es decir, el amplio margen de influencia en la política nacional que tienen los partidos nacionalistas. ¿Claro que la tienen! Pero lo que debemos preguntarnos, antes de recurrir a la manipulación arbitrista para corregirla, son dos cosas: ¿Por qué la tienen? ¿Es malo que la tengan?

Si los partidos nacionalistas pueden actuar de 'bisagras' o 'condicionantes' en la política nacional ello no se debe a su sobrerrepresentación, como acabamos de ver, sino más bien a la bulimia de los grandes partidos españoles, que sostienen interesadamente un sistema electoral favorable al bipartidismo que excluye a los terceros partidos nacionales (CDS o IU). Claro que en su apetito desmedido llevan su penitencia, pues al no permitir la existencia de partidos nacionales bisagra a los que utilizar como aliados, se ven forzados a recurrir a los partidos nacionalistas cuando no obtienen mayoría absoluta. Son ellos, por tanto, los que han creado las condiciones sistémicas necesarias para que los partidos nacionalistas actúen como árbitros, y sólo una corrección de la prima descarada que tienen los grandes partidos posibilitaría que surgieran otros árbitros. Pero, como es bastante obvio, de esta corrección no quieren ni oír hablar.

La otra cuestión, quizá la más importante, es la de valorar adecuadamente la situación de los partidos nacionalistas periféricos en el sistema político. El régimen electoral se diseñó, precisamente, para integrarles en el conjunto de la política nacional y para ello se les otorgó una adecuada representación, usando la provincia como circunscripción electoral. No cabe duda de que, si nos referimos a la política cotidiana, este objetivo se ha conseguido en gran parte. Los partidos nacionalistas actúan con normalidad en los marcos institucionales y aportan su particular visión al pluralismo ideológico español. Cierto que no se ha conseguido la total integración sistémica de los nacionalismos, que siguen marcando señaladas reticencias a la aceptación del marco constitucional, sobre todo en el caso vasco. Ahora bien, ¿mejoraría en algún sentido esa situación parcialmente insatisfactoria si ahora los 'desintegráramos' de la política cotidiana e institucional estableciendo barreras representativas en su contra? Si comenzamos a discriminar a los ciudadanos nacionalistas periféricos, ¿no sería ello un factor añadido para incentivar su alejamiento y extrañamiento del sistema nacional? Creo que hay que reflexionar sobre esto un poco más antes de echar mano del arbitrismo.

José María Ruiz Soroa.