La tentación francesa de Italia

Italia una vez más se está dejando engañar por la falsa esperanza de que si logra "reparar" sus instituciones, su política se normalizará. Esta vez, es el modelo francés el que seduce a los líderes de Italia.

Desde la elección general inconclusa de febrero, los legisladores italianos han logrado acordar sobre un solo tema: la reelección del presidente Giorgio Napolitano de 88 años, lo que lo convierte en el primer presidente en ejercer dos mandatos desde que Italia abolió la monarquía en 1946. Los principales partidos de centro-izquierda y centro-derecha que respaldaron a Napolitano -a pesar de las protestas de Beppe Grillo y su movimiento anti-establishment Cinco Estrellas, que ganó un 25% de los votos parlamentarios- esperan que él pueda supervisar la creación de un gobierno de coalición de base amplia.

Sin embargo, para abordar la infinidad de debilidades institucionales de Italia -que han derivado en una falta de gobernabilidad, una fragmentación endémica, disfattismo (derrotismo) y una frustración pública generalizada con el establishment- hará falta una revisión del sistema político del país. Como Francia superó debilidades similares y un estancamiento político con la creación de la Quinta República, que incluye un ejecutivo robusto liderado por un presidente poderoso, el modelo francés parece un modelo efectivo que vale la pena emular. De hecho, a simple vista, querer llevar a cabo un cambio de esta naturaleza en Italia parece sencillo.

Quizá no sorprenda que los italianos admiren la Quinta República de Francia. Después de todo, sus gobiernos -a diferencia de los de Italia- han sido considerablemente estables y relativamente duraderos ya que perduraron en promedio 643 días. Es más, ningún partido o figura ha dominado la política francesa durante demasiado tiempo, y el poder alternó regularmente entre partidos de izquierda y de derecha, al menos desde la primera victoria de François Mitterrand en 1981.

Sin embargo, para muchos italianos, la característica más atractiva del sistema político francés es que el presidente es la verdadera cabeza del ejecutivo -y, dado que los mandatos presidencial y legislativo se alinearon en 2000, esa autoridad se ha extendido a cinco años cada vez-. Para los legisladores italianos, paralizados y víctimas de la indecisión, la considerable influencia del ejecutivo francés en el parlamento resulta tentadora.

Esa influencia está alentada por el sesgo inherente de las reglas electorales a favor de los partidos poderosos. Por cierto, ningún sistema electoral crea una distorsión mayor entre votos y bancas que el sistema mayoritario de dos vueltas de Francia. Por ejemplo, en 2012, los socialistas obtuvieron casi el 50% de las bancas en la Asamblea Nacional, a pesar de haber ganado sólo el 29% de los votos en la primera vuelta. A la coalición de derecha RPR-UDF le fue aún mejor en 1993, cuando ganó 38,5% de los votos en la primera ronda pero consiguió un sorprendente 82% de las bancas. En Francia, los partidos más pequeños pueden obtener bancas parlamentarias sólo si logran negociar un acuerdo preelectoral con uno de los principales partidos a fin de asegurarse algunos electores.

Se podría decir que este sistema facilita una gobernancia más eficiente y que, así, podría salvar potencialmente a Italia del estancamiento que la debilita. Pero cuesta verle el lado positivo para la democracia. Antes de enamorarse excesivamente de las instituciones francesas, los italianos deberían considerar lo que los franceses piensan de su propio sistema.

De hecho, los franceses están extremadamente frustrados con la política de su país, particularmente con sus presidentes. Esta insatisfacción no refleja un fracaso de François Hollande, cuyo índice de aprobación alcanza apenas el 26% después de haber transcurrido un año de su mandato presidencial; sus dos antecesores inmediatos, Jacques Chirac y Nicolas Sarkozy, también abandonaron la presidencia en desgracia.

De acuerdo con datos de Eurobarometer recopilados en las últimas dos décadas, el sistema político de Italia, sus líderes y sus instituciones democráticas tienen el nivel más bajo de satisfacción ciudadana entre los primeros 15 países de la Unión Europea. Pero Francia viene inmediatamente después. De la misma manera, Francia es el segundo país después de Italia en lo que concierne al deseo de reformar y reestructurar sus instituciones políticas.

Al final de cuentas, no existe ninguna reforma institucional que pueda “salvar” milagrosamente a Italia. Si bien un sistema semi-presidencial como el de Francia podría permitirle a Italia eliminar el bicameralismo simétrico y reformar los peores aspectos de su ley electoral (conocida como porcellum, o “la ley basura”), mejorando así la gobernabilidad, crearía la misma cantidad de problemas de los que resolvería.

La historia francesa demuestra que un poder presidencial excesivo probablemente cree un ejecutivo todopoderoso y, a veces, políticamente inútil, junto con un parlamento débil que, crónicamente, no representa como corresponde a una porción significativa de la población. Más allá de las fórmulas mágicas, los italianos deberían reflexionar exhaustivamente sobre la conveniencia de adoptar un sistema de este tipo.

Sven Steinmo is Professor of Public Policy and Political Economy in the Department of Political and Social Sciences, European University Institute. Camille Bedock is a researcher in the Department of Political and Social Sciences, European University Institute.

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