La teología de Stephen Hawking

En su libro «El gran diseño» Stephen Hawking concluye que a medida que se han ido descubriendo las leyes que rigen el universo, la figura de un creador benévolo que hasta ahora lo explicaba todo, resulta superflua. Esta es una afirmación que a los profanos nos sugieren un par de preguntas: ¿puede la ciencia, en este caso la física, por sí sola, demostrar la inexistencia de Dios?, y, de creerlo así, ¿no habrá intentado Hawking sustituir a Dios por esa ciencia?

En una ocasión alguien le preguntó a Einstein, mentor de Hawking, si creía en Dios y dicen que contestó que creía en el Dios de Spinoza. Pero, ¿Quién era Spinoza y a qué tipo de dios se refería? Spinoza fue un racionalista holandés del siglo XVII que afirmaba que Dios era la naturaleza y por idéntica razón las leyes que la regían; teoría que desde hace siglos se conoce como panteísmo (pan, todo; theos, dios; -ismo, doctrina).

El Dios de Spinoza se ganaba a sus fieles en plan «colega»: Lo que quiero es que disfrutes de tu vida. Mi casa está en la naturaleza. Lo único seguro es que estás aquí y que estás vivo. No te puedo decir si hay algo después de esta vida, pero vive como si no lo hubiera.

En esta fusión amable de cuerpo y espíritu de Spinoza es en la que al final Hawking, sin reconocerlo, de algún modo ha recalado. Pero mientras buscaba a Dios en las fuerzas gravitatorias y en la «teoría M» o teoría que lo explicaba todo, Einstein ya se le había adelantado de un modo más convencional: Pongámonos en la posición de un niño que entra en una biblioteca llena de libros en lenguajes diferentes. El niño sabe que en esos libros hay algo escrito pero no sabe qué. Sospecha que hay orden en ellos pero no como los han organizado.

Pues bien, la ciencia puede desvelar el listado de los libros de la biblioteca de Einstein o las leyes o modelos de Hawking que admito chocan con nuestra visión superficial de la realidad. Incluso puede llegar a descifrar por qué el cuco pone los huevos en los nidos del carricero para que este se los críe y por qué cuando el cuco se equivoca y los deposita en el de un carricero políglota (especie muy similar, pero mas desconfiada) este se los zampa sin dar explicaciones. La cuestión no es que el carricero común, con el tiempo, haya evolucionado a ser el políglota –que podría decir Darwin– sino que ambos comportamientos corresponden a leyes genéticas distintas. Pero he aquí la extrañeza: después de descubrir la ciencia infinidad de estas microleyes, Hawking parece incapaz de aceptar que hubo un legislador.

Es curioso que el físico inglés diga que el mundo se creó de la nada (por generación espontánea) como consecuencia inevitable de las leyes de la física y desdeñe averiguar que aconteció en un nanosegundo anterior a esa espontaneidad. La razón, especulo, de que Hawking termine recurriendo al cajón de sastre del panteísmo, es que en sus últimos años halló algo que le llenó de zozobra: no existe un solo universo, que es donde vivimos, sino diez elevado a quinientos universos que podrían tener leyes distintas. De ser así, las cosas se complican y el razonamiento sobre la necesidad de un «legislador» sería aún más obligado.

Stephen como físico quizá no debió haber dogmatizado sobre el tema de Dios, la filosofía ha muerto fiándolo todo a su prestigio para encontrar un «blockbuster», cuando Dios no es un blockbuster. En este sentido Menéndez y Pelayo recordaban que en la mayoría de los heterodoxos españoles se reproducía ya esa tentación facilona del germen panteísta. Por supuesto, podríamos argüir, que tampoco se trata de asumir a Dios con la fe indubitada del carbonero porque, entre otras cosas, carboneros ya no quedan, pero sí con el discurrir de un librepensador acuciado por los interrogantes.

Desde el otro extremo de la pizarra, los creacionistas como Agustín de Hipona, más conocido como san Agustín, no lo redujeron todo a la fe, sino que arriesgaron la comodidad de sus certezas formulándose preguntas inverosímiles: ¿qué hacía Dios antes de crear el universo? Tal vez de haber conocido la teoría de la relatividad (el tiempo forma parte del espacio) y su aportación al «antes» y al «después», habría podido ofrecer una respuesta más sólida que la que dio, como reconocería en sus retractaciones. El intento de Hawking, sin embargo, de ningunear con gracietas los conocimientos de los teólogos cristianos no se ha visto correspondido por una actitud revanchista por parte de estos, pues ninguno de ellos ha incurrido en la temeridad de negar, que hace miles de millones de años el universo tenía unos pocos milímetros. Es más, con la seguridad que les infunde la fe revelada, han dado la bienvenida a los avances de la ciencia para explicarse mejor. Sobre este particular, Tomás de Aquino concilió la teología de Agustín con la física aristotélica, la psicología del momento y continuas referencias a la biología de distintos seres vivos. Tal vez en ese enfoque multidisciplinar haya residido su solvencia. La verdad es que cuando se lee a Hawking y a Aquino hablando de Dios, es fácil valorar –ecuaciones aparte– la profundidad de cada uno.

Spinoza no ha envejecido bien porque junto a ideas progresistas firmaba otras de difícil presentación, como que la mujer era inferior al hombre. Darwin, cuya teoría de la evolución de las especies mantiene su vigencia, está empezando a sufrir el concepto de esa evolución en sus propias carnes: hay especies que no evolucionan desde hace 3.800 millones de años, por estar perfectamente adaptadas a su medio (la hormiga, el tiburón) y otras lo hacen no con la continuidad gradual que él pronosticó, sino con la brusquedad del actual cambio climático, como ha acontecido con el pájaro pinzón hallado en las Galápagos, el año pasado. Algo parecido le podría ocurrir a Hawking con sus teorías del Gran Diseño, que tal vez no lleguen a confirmarse, lo que para algunos explicaría el por qué nunca le otorgaron el premio Nobel.

Hablar de que no hay excepciones a las reglas en la naturaleza –una de las tesis medulares del libro– nos hace pensar sobre la vida milagrosamente prolongada del propio Hawking, dado el pronóstico efímero de supervivencia en su enfermedad. De aquí que el concepto de prodigio, que él combatía, podría obedecer a una ley todavía por descubrir. Ahora bien, prima facie, da la impresión de que el Legislador no está por la labor de conceder facilidades para que tal hallazgo se produzca. ¿Sería esa la teoría M o la teoría del todo?

José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado.

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