Todas las naciones se definen como excepcionales. EEUU gusta de imaginarse a sí mismo como la bíblica reluciente ciudad en la colina a la que todos los peregrinos aspiran llegar para abrazar la libertad. Rusia ha pretendido recurrentemente ser la Tercera Roma que heredará la antorcha de la milenaria civilización cristina. Francia se representa orgullosa como la forja donde un pueblo levantado en armas fundió los derechos del hombre y la democracia. Y así sucesivamente. Pero, de entre todos los relatos que unen a las comunidades humanas, y que son imprescindibles para dotar sus destinos de sentido, pocos pueden competir en excepcionalidad con el de Israel.
Desde los albores de su historia, el pueblo judío ha sobrevivido a eventos catastróficos que han puesto en entredicho su existencia. El templo de Salomón fue destruido por primera vez por Nabucodonosor en el 587 A. C. y luego, el mismo día del año 70 A.C, por el emperador Tito. El cristianismo también persiguió a los judíos con saña, incluso decretando su conversión forzosa o su expulsión, como hiciera la Corona española. En los siglos XIX y XX fueron víctimas de atrocidades sin límite en toda Europa, comenzando por los terribles pogromos en Europa del Este, que desencadenaron oleadas masivas de emigración a EEUU, y terminando con el intento de exterminio masivo por parte de Alemania, que encontró en el Holocausto la «solución final» para el problema judío, todo ello con la complicidad de muchos gobiernos europeos.

A todos esos eventos los judíos sobrevivieron sin tener un territorio ni instituciones de autogobierno, mucho menos un Estado. Lo hicieron solo armados de su cultura y religión, que lograron preservar allá donde fueron. Hasta que, en 1947, lograron el amparo de la comunidad internacional para fundar un Estado bajo la inédita cobertura tanto de Estados Unidos como de la URSS. El Estado judío se encontró el mismo día de su proclamación, en mayo de 1948, con un ataque coordinado de siete vecinos árabes. Lejos de perecer, Israel ganó aquella guerra, como todas las siguientes que sus vecinos emprendieron contra él. Tuvieron que llegar 1973 y otra nueva derrota militar para que Egipto reconociera y aceptara la existencia del Estado de Israel, y firmara en 1978, auspiciada por EEUU, los Acuerdos de paz de Camp David.
La tenacidad de Israel logró la admiración de muchos, incluso de una parte de la izquierda europea, fascinada por líderes laboristas israelíes como Golda Meier y por los experimentos socialistas puestos en marcha en los kibutz. Ese pueblo milenario mostró que podía sobrevivir a las circunstancias más adversas. Todavía hoy, aunque son minoritarios en número y habitan en un territorio disputado y bajo un Estado rechazado por muchos, lejos de ser débiles o estar sometidos a sus vecinos, más numerosos, son más fuertes militarmente que nunca.
Paradójicamente, este Israel tan poderoso desde el punto de vista militar es el más débil y aislado de su historia. Y lo es porque en su respuesta a un evento terrible, los ataques terroristas del 7 de octubre, que revelaron cuán profundamente están asentados en algunos de sus vecinos la mentalidad genocida y el antisemitismo, ha perdido la complicidad y el apoyo de la mayoría de las democracias liberales. Muchos israelíes de bien expresan estos días su frustración porque tantos y tantos Gobiernos otrora amigos les estén considerando a ellos, que se ven víctimas de un pogromo calcado de aquellos que sufrieron a lo largo de la historia, los victimarios de sus verdugos e incluso genocidas de pueblo palestino. Cómo es posible, se preguntan, que los jóvenes universitarios del mundo libre se solidaricen con aquellos que masacraron tan brutalmente a sus iguales en un feliz festival al aire libre como los que ellos atienden y disfrutan todos los años. Cómo es posible, inquieren, que una organización terrorista teocrática como Hamas no solo se haya convertido en el líder de los palestinos, sino que esté consiguiendo el reconocimiento de una causa olvidada e, incluso, de un Estado cuya existencia todos daban por imposible el día antes de que lanzaran a sus comandos (y a otros civiles henchidos de odio) a matar atrozmente y secuestrar a todos los civiles israelíes que encontraran a su paso.
Dónde se sembraron las semillas de esta destrucción de Israel es objeto de debate. Lo que parece evidente es que el momento de paz, esperanza y convivencia que se abrió tras la Conferencia de Madrid de 1991 y el proceso de Oslo de 1994, que desembocaron en la creación de la Autoridad Nacional Palestina, se malogró. Del lado israelí, Isaac Rabin, laborista y militar de carrera, por tanto, consciente del imperativo de la paz, fue asesinado, lo que abrió el paso a una derecha ultranacionalista religiosa que con Benjamín Netanyahu ha convertido el desprecio y el hostigamiento a los palestinos en su razón de ser. Por el lado palestino, los viejos guerrilleros de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y Al Fatah, encabezados por Yasir Arafat, titubearon, cayeron en la corrupción y fueron reemplazados por la teocracia terrorista de Hamas como estandartes de la lucha contra Israel.
Sea como fuera, el Israel de Netanyahu ha logrado no solo el oprobio internacional, sino que la Corte Penal Internacional sitúe al líder de Hamas y a su primer ministro en el mismo plano como responsables de crímenes de guerra;y que la Corte Internacional de Justicia le ordene detener sus operaciones militares ante el evidente desprecio por las víctimas civiles. Netanyahu ha alienado a sus principales valedores, Estados Unidos y Alemania, agotados de proteger a un Israel que desdeña sus consejos, debilitando a Joe Biden y alimentando una reelección de Donald Trump de consecuencias dramáticas para las democracias del mundo. Ha perdido a los dos países, España y Noruega, que impulsaron los acuerdos de paz que permitieron abrir una ventana de esperanza a la convivencia entre israelíes y palestinos. Ha perdido a la generación joven, que ni conoce la historia ni comparte que justifique el horror que ven sus ojos, incluidos muchos judíos americanos que se manifiestan en los campus de Estados Unidos contra Israel pese al antisemitismo que, como en España, muestran algunos de sus convocantes con el eslogan Del río al mar. Y, peor aún, ha logrado la popularización creciente del término genocidio para describir sus acciones, socavando así el núcleo de legitimidad y excepcionalidad que ampara el nacimiento, la existencia y la pervivencia del Estado israelí.
Israel no puede sobrevivir sin el relato que le ha traído hasta aquí. No puede ser una democracia iliberal en la que solo tienen plenos derechos los judíos mientras que todos los demás, sean árabes de nacionalidad israelí o palestinos de Cisjordania, están sometidos a un estado de excepción sin derechos ni garantías judiciales o, peor aún, como los gazatíes, deshumanizados por ser considerados cómplices y escudos de Hamas y, por tanto, sacrificables. El fantasma de Sudáfrica, que durante tanto tiempo ha perseguido a Israel, se ha materializado, con similares argumentos de superioridad moral, cultural y religiosa (racismo, en definitiva) y manipulación de la historia («estábamos aquí antes que ellos») en una parte importante de la sociedad israelí.
En el Israel de hoy hay críticos, prensa libre, jueces independientes y activistas LGTBi. Todavía hoy, cualquier demócrata con dos dedos de frente preferiría vivir allí antes que en la Gaza teocrática, de la que no sale ni una voz crítica contra Hamas ni un perdón por las atrocidades cometidas ni una reflexión sobre cómo construir una paz justa sobre un territorio compartido. Pero Israel es diferente y tiene que ser diferente. No es viable ni tiene futuro si su único proyecto es ser un paria internacional sostenido por el poder militar y el odio a los palestinos. Los altos mandos del ejército y de los servicios de inteligencia llevaban tiempo avisando de que la ausencia de ataques no significaba que Israel estuviera seguro. Sabían y temían que, sin un acuerdo de paz duradero con los palestinos, su seguridad sería ficticia. Ahora, sin crédito moral ni diplomático, Israel vive otro momento de destrucción, pero en este caso es una autodestrucción.
José Ignacio Torreblanca es profesor de Ciencia Política en la Uned y director de la Oficina del European Council on Foreign Relations en Madrid.
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Israel es por sus leyes un estado étnico, una "etnocracia": es efectivamente "democrático" para sus ciudadanos judíos, pero tremendamente "judío" para sus habitantes palestinos. La lógica sionista , como la de la mayoría de los nacionalismos del siglo XIX, es la que se resume en la frase "Una sola tierra, un solo pueblo, una sola lengua". El sionismo asumió así el principio básico del antijudaísmo europeo (el de que los judíos serían un "cuerpo extraño" en una "Europa aria") y decidió portanto crear su propio etnoestado en lo que se supone que fue su "tierra ancestral". Un estado-ghetto a escala mundial cuyas consecuencias acabaron pagando los palestinos.