La tercera transición

EL hombre tranquilo ya no dispone de margen para la pausa. Después de una larga carrera política de fondo caracterizada por una sosegada gestión de los tiempos, Mariano Rajoy ha llegado a la meta en un momento crítico, en medio de una severa emergencia nacional que obliga a un proceso urgente de decisiones sin respiro. Va a disponer de un poder sin precedentes pero no tiene tiempo de paladear el éxito ni siquiera para detenerse en el análisis de su victoria; el deterioro de las condiciones financieras está a punto de bloquear el ejercicio mismo de la soberanía. El amplio mandato popular deposita en él una trascendental responsabilidad histórica. Ha sido investido de una holgada confianza para sacar al país del marasmo en unas circunstancias tan comprometidas que su misión requiere sentar las bases no sólo de la recuperación socioeconómica sino de una reconstrucción integral de los fundamentos del Estado. La contundente mayoría absoluta, fruto de una mezcla de hartazgo y de esperanza, no sólo expresa una inequívoca voluntad de alternativa de poder consolidada en la opinión pública a lo largo de los dos últimos años; significa una demanda clamorosa, casi desesperada, de cambio integral de rumbo.

Crisis sobre crisis, España se halla en una encrucijada global, al borde del descalabro. La gravedad de los problemas causados por una etapa de frivolidad institucional y de liderazgo incompetente otorga al programa de reformas pendientes el carácter de una cierta refundación democrática. La crisis ha puesto en evidencia el significativo desgaste del mecanismo productivo y laboral español, pero también ha hecho crujir las costuras del modelo político y administrativo. La herencia del zapaterismo es desastrosa. Deja un país empobrecido y en quiebra social, desmoralizado por una inaceptable tasa de paro, asfixiado por las deudas públicas y privadas e irritado ante la falta de respuestas políticas. A ello se suma la pérdida de cohesión del proyecto nacional, desatornillado en su estructura autonómica y sometido a fuertes tensiones soberanistas; un sistema judicial averiado por el descrédito y unos servicios públicos básicos amenazados de inviabilidad financiera. Por encima de todo eso flota un estado de ánimo colectivo caracterizado por la desconfianza. Una profunda depresión sociológica que ha triturado en muy poco tiempo la autoestima de los españoles y sembrado el pesimismo sobre su capacidad de afrontar el futuro.

Ese múltiple colapso —económico, social, político, institucional, administrativo y moral— exige del nuevo Gobierno una respuesta de mayor envergadura y dimensión que las medidas apremiantes requeridas por el shock financiero y la parálisis de la competitividad. Lo que el Partido Popular y su líder tienen delante no es sólo el esfuerzo de estabilización imprescindible para salir del estancamiento y restablecer el prestigio de la marca España, sino la necesidad de abordar una tercera Transición que redefina las pautas de funcionamiento del país para como mínimo una década. En circunstancias dramáticas, Rajoy ha recibido el encargo de dirigir un proceso de regeneración que trascienda su propio mandato mediante reformas de largo alcance que suturen las heridas abiertas en el Estado tanto por la erosión del modelo a lo largo de treinta años como por la acelerada pérdida de vigor de la etapa zapaterista. Y ha de cumplir ese cometido asentando en primer lugar la confianza y el liderazgo del presidente del Gobierno; en segundo término mediante el planteamiento de un new dealo nuevo pacto social que supere divisionismos ideológicos y ofrezca a los ciudadanos un horizonte claro hacia el que dirigir sus inevitables sacrificios; y por último estableciendo acuerdos transversales que recuperen los consensos básicos rotos en los últimos ocho años por una política ideologizada, banderiza y rupturista.

A la vista del resultado electoral, el consenso puede no ser necesario para respaldar las decisiones inmediatas destinadas a cortar la hemorragia socioeconómica, pero responde a un anhelo ciudadano y resulta imprescindible para las reformas estructurales que garanticen una transición hacia el futuro y creen un marco institucional apto para cualquier alternancia. También para frenar tentaciones autoritarias propias de las mayorías absolutas como la obtenida ayer por el PP. El papel del Partido Socialista en la estabilidad del Estado no puede quedar minusvalorado por su abrumador revés electoral, consecuencia del calamitoso fracaso de su etapa de poder. La recomposición de su liderazgo y la formación de un núcleo dirigente capaz de conducir tanto la oposición parlamentaria como el propio tránsito interno del partido se perfila como necesidad perentoria no sólo para una izquierda ahora más fraccionada ante el crecimiento de IU, sino para el sistema en su conjunto, necesitado de una articulación política responsable y con visión integradora.

Sea quien fuere el encargado de asumir la dirección del PSOE, de su actitud dependerá en gran medida que España camine en los próximos años por una vía sólida de progreso compartido o vuelva a encerrarse en la tradicional y perniciosa dinámica de turnismo y tabla rasa. La legítima tentación de provocar el rápido deterioro del nuevo Gobierno deberá compaginarse con la responsabilidad de establecer acuerdos válidos para el conjunto de los ciudadanos. Una eventual inflamación de protesta callejera en respuesta al ajuste de los próximos meses constituye una hipótesis más que verosímil, que de ninguna manera puede mermar o torcer la voluntad de Rajoy y su equipo para abordar las reformas que considera necesarias y a las que el respaldo electoral otorga un aval inexcusable.

Pero ese esfuerzo reformista deberá contemplar también la recomposición del modelo de Estado, desencajada por el vértigo centrífugo del zapaterismo. Las dos comunidades de mayor sensibilidad nacionalista han resistido la oleada del PP, lo que obligará a un fino ajuste de relaciones políticas. La honda insolvencia financiera heredada por el Ejecutivo catalán necesita una interlocución fluida entre las instituciones autonómicas y estatales que garantice el anclaje en el proyecto nacional de una Cataluña imprescindible para arrancar el motor de la economía española. La identidad ideológica entre PP y CiU debería favorecer a priori un entendimiento que de ninguna manera puede quedar soslayado por planteamientos maximalistas de ninguna de las partes.

El otro gran reto territorial de Rajoy, el del País Vasco, está en gran medida vinculado al post-terrorismo, el proceso de reconversión de ETA y su correlato político. La amplia representación electoral lograda por los continuadores del proyecto etarra es sin duda la peor noticia de la jornada y va a condicionar sobremanera el futuro de la autonomía vasca. La fuerte implantación de Amaiur augura la posibilidad de una mayoría soberanista en Euskadi a medio plazo, cuyo evidente peligro requiere de un delicado esfuerzo de diálogo para sujetar las veleidades secesionistas del PNV y mantenerlo en la legalidad constitucional.

El pilotaje de esta tercera Transición hacia una España reconstruida representa para el Partido Popular y Rajoy un desafío a la altura del que ejecutaron Suárez y la UCD en los albores de la democracia. Más complejo y empinado que los impulsos de modernización desarrollados por González en los años 80 y por Aznar en los 90. Para llevarlo a efecto el presidente electo ha recibido un mandato contundente y explícito, pero no debe malinterpretarlo como un cheque en blanco ni olvidar que el veredicto popular contiene tanta voluntad de pasar página como de desapegado castigo hacia el Gobierno saliente. La dureza de las dolorosas medidas que habrá que implementar a corto plazo augura un horizonte conflictivo de malestar social que puede volver extremadamente volátil la flamante mayoría. Es el momento de comprobar si el largo aprendizaje ha forjado en el flemático Rajoy un temperamento de líder con el temple y la determinación suficientes como para merecer su histórica victoria.

Por Ignacio Camacho, periodista.

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