La tiara vacía

Llevo varios días preguntándome por qué la renuncia del Papa me está produciendo una desazón creciente, si no soy católico practicante y en materia de creencias mi espíritu crítico se impone casi siempre al legado confortable de una educación religiosa pacífica. Sí, ha sido un notición, pero después de haber vivido tantos en primera línea, ¿a qué viene que me sienta mucho más concernido por ese paso atrás del jefe de la Iglesia que por la elección y reelección de Obama, por los escándalos políticos que EL MUNDO desvela casi a diario o por la propia situación económica que nos mantiene a todos contra las cuerdas?

Puede deberse a que el domingo por la noche, pocas horas antes del sorprendente anuncio de Benedicto XVI, estuve en el teatro viendo la potente interpretación de nuestra columnista Cayetana Guillén en El Malentendido de Camus. Toca elogiar también a sus compañeros de reparto, con Julieta Serrano a la cabeza, y la inteligente puesta en escena que a la vez que acerca a los personajes al público, los aleja entre sí, creando una paradoja de distancia física en su intimidad. Pero al final lo que te queda es la patada en el estómago de un texto salvaje que podría servir de biblia del existencialismo.

Sensu stricto El Malentendido es la macabra historia de una madre y su hija que asesinan a los huéspedes de su hotel para robarles y, cuando están a punto de dejar el oficio, matan sin saberlo al hijo pródigo que vuelve de incógnito a casa. Es la historia de Cristo y el pueblo judío pero también la de la chapucera y trágica condición humana que tan banalmente nos lleva a destruir a menudo aquello que más amamos. Puesto que en toda vida hay siempre un «malentendido», o si se quiere forzar el nihilismo, puesto que toda vida es sustancialmente un «malentendido» ¿dónde está el parapeto protector o al menos el consuelo después de cada naufragio? La joven viuda del inocente cordero sacrificado por sus ignorantes madre y hermana lo busca con angustiosos alaridos en medio de las ruinas: «¡Oh, Dios mío, no puedo vivir en este desierto! … ¡Ten piedad de mí, vuelve a mí tus ojos! ¡Escúchame, Señor, dame tu mano!». Pero el único que comparece es el viejo criado mudo que recupera el habla para pronunciar un único y feroz monosílabo mientras se apaga la luz: «¡No!».

Cuando al día siguiente deliberamos en la redacción sobre el título de la Edición Extra que estábamos a punto de colgar en Orbyt, hubo inmediata unanimidad sobre una propuesta de Cuartango: «Y el Papa se hizo hombre». No era sólo un juego de palabras con reminiscencias de catequesis. Desde nuestra perspectiva de periódico laico que respeta activamente las creencias religiosas era el tobogán perfecto hacia una valoración positiva de un gesto de renuncia a un cargo de poder temporal. Entre bromas y ocurrencias -¿Por qué dimite el Papa si ni siquiera está imputado? ¿Es cierto que le van a colocar en Telefónica?- se abría paso la admiración ante un acto de lucidez y sentido de los propios límites sin ningún precedente homologable en la historia de la Iglesia. El tal Celestino V era un pardillo que se cayó del guindo del convento y sólo aguantó cinco meses sirviendo de marioneta del rey de Nápoles en 1294. Y más vale no hablar de lo que era el Papado dos siglos y medio antes cuando al libertino Benedicto IX lo sentaron y levantaron tres veces de la silla de San Pedro.

Es de por sí significativo que para aquilatar la dimensión de la renuncia del Papa haya sido necesario buscar la vara de medir en la historia de dos grandes imperios terrenales. Gibbon rinde homenaje simultáneo a Carlos V y Diocleciano, que cedieron la corona antes de llegar a los 60, pero se esmera en precisar que mientras el uno se retiró a Yuste a causa de las «vicisitudes de la fortuna y los fracasos de sus proyectos», el segundo se recluyó en su palacio dálmata «tras haber cumplido con éxito todos sus designios». Al margen de que su admiración por el paganismo le lleve a incluir en este saco de «éxitos» la cruel persecución contra los cristianos, el gran historiador de la caída del Imperio Romano acierta al subrayar el contraste entre la forma prepotente en que Diocleciano ejerció el poder como Dominus et Imperator, obligando a todo súbdito a postrarse a sus pies, y la sencillez y humildad de su retirada. Por eso Gibbon valora tanto su apelación a la felicidad, ligada a las coles que crecían en su huerto, como motivo para negarse a volver a tomar la púrpura.

Las referencias del todavía Papa a las «rivalidades y divisiones en el cuerpo eclesial» durante la ceremonia del miércoles de ceniza enlazan con las reflexiones de Diocleciano en su retiro: «¡Cuán frecuente es que cuatro o cinco ministros se pongan de acuerdo para engañar al soberano!». Pero si queremos entender el motivo sustancial de la renuncia de Benedicto XVI vayamos al tributo que Montaigne presta a «la hermosa acción de Carlos V, al saber reconocer que la razón nos ordena desvestirnos cuando las ropas nos pesan y estorban; y acostarnos cuando las piernas nos fallan». A ello añade el sabio consejo de Horacio: «Ten la sensatez de retirar a tiempo el caballo envejecido, si no quieres que al final tropiece y se sofoque de manera ridícula».

Yerran quienes creen en la Zarzuela que tras nuestras críticas a episodios concretos de las andanzas y achaques del rey Juan Carlos late mi deseo de verle abdicar en el príncipe Felipe. Hace 18 años ya denunció eso mismo Vilallonga en su aparatoso artículo de La Vanguardia sobre la «conspiración republicana»; y era tan verdad entonces como ahora. Excepto que el deterioro de su salud sea tan extremo que le impida cumplir con sus funciones representativas, o que se produzca una situación límite de otra índole, un Rey que -a diferencia de Diocleciano y Carlos V- reina pero no gobierna debe morir en el trono. Al margen de lo que ocurra en la tierra de los tulipanes, la principal aportación de la Corona a la vida española es el contrapunto de estabilidad y continuidad institucional frente a las mutaciones de la política. Si los gobernantes están destinados a inmolarse en el altar de la coyuntura, los reyes deben permanecer sobre el escenario como ese elemento del decorado que nos recuerda siempre que la acción sucede en el mismo sitio. Si el Rey está cansado, que se siente un poco. Al «caballo envejecido» no hay por qué llevarlo al galope. Basta mostrarlo con sus mejores galas en las grandes ocasiones de Estado como los venecianos paseaban por el Gran Canal la imponente góndola del Dogo, sin pretender que fuera el más rápido o ágil de los barcos.

Hay instituciones cuya modernización encierra tantos riesgos como oportunidades. Si los reyes han de casarse por amor y con quien quieran, si debemos respetar lo que por analogía con cualquier commoner ellos mismos llaman su «vida privada», y si toca pedir que se bajen del trono en cuanto estén algo cascados, pronto empezaremos a verlos como a simples funcionarios públicos y nos quedaremos sin argumento alguno para objetar a que la plaza se cubra de forma temporal y electiva o incluso a través de un concurso-oposición.

Todo esto, elevado a la enésima potencia, es aplicable al Papado. Es cierto que el vicario de Cristo es también Chief Executive Officer del Estado vaticano pero por muchos cuervos, vatileaks y mayordomos infieles que genere, las intrigas de esa monarquía absoluta nos importan poco. Cuando Juan Pablo II murió, como ha dicho su secretario, «sin bajarse de la cruz», yo escribí una de las cartas -El Papa que nos cubría las espaldas- que más eco han tenido entre los lectores. Es lógico que así fuera porque en el fondo reflejaba un planteamiento bastante egoísta que muchos compartían: «Puesto que no vamos a renunciar a probar ninguno de los frutos del árbol prohibido, tengamos lo más a mano posible al mejor suministrador de antídotos, no vaya a ser que alguno de los bocados termine siendo venenoso… Seremos multitud los no practicantes que vamos a echar de menos el aliento en el cogote, a la vez cálido y severo de este polaco tozudo e infatigable».

Benedicto XVI nos lo ha puesto más difícil pues no se ha limitado a estar ahí, ejerciendo de contrapeso, sino que ha planteado un desafío intelectual a nuestro relativismo, invitándonos a jugar dos partidas simultáneas y dándonos a elegir entre el tablero de la razón y el de la fe. Nadie honesto consigo mismo podía ser insensible a la inyección de energía positiva que han transmitido sus ideas a través de acontecimientos con tanta trastienda ideológica como la Jornada Mundial de la Juventud que se vivió en Madrid. Si nos convenía tener cerca a Juan Pablo II, no fuera a ser que tuviera razón, con Benedicto XVI te daban ganas de colaborar y compartir proyectos, tal y como lo hizo el oso de su escudo episcopal con aquel San Corbiniano viajero, cuando se ayudaron mutuamente a llegar a Roma.

Desde esta óptica sólo cabría felicitarse por una renuncia que acelerará la reforma de la Iglesia desactivando los frenos de la tradición: una vez que los Papas dimiten será mucho más difícil impedir la ordenación de las mujeres, oponerse al uso de anticonceptivos o mantener la intransigencia ante la homosexualidad. Pero uno también puede pensar que cuando llegue el 28 de febrero los cardenales se reunirán con Benedicto XVI para darle una cena de homenaje y le regalarán un reloj de oro o una bandeja de plata. Y que tal vez el año próximo alguien proponga que se elija un vicepapa para que sustituya al titular cuando esté de viaje o se encuentre enfermo. Y que al siguiente se planteará la limitación de mandatos al modo de la presidencia de los Estados Unidos; y aún nos tocará ver un debate sobre el Estado del Papado en el que la oposición a la curia pida primarias en cada continente y un cónclave abierto con intervenciones televisadas de los candidatos y votación nominal de los electores.

¿Cómo oponerse a cosas tan razonables? Y además, ¿a ti que te importa, si dices que no eres miembro de la Iglesia? Efectivamente no debería bastar que nos cambien los libros de sitio, la dirección de la calle o incluso la decoración de la casa para sentir tanta zozobra. No, el problema estriba en que la renuncia de Benedicto XVI no sólo altera la tranquilizadora rutina de ver a la Iglesia como una roca inamovible que sirve de referencia incluso para alejarse de ella, sino que lleva adosada una bomba de relojería que atañe personalmente a cada ser humano. Su detonación sólo activará el sonido del despertador pero nadie podrá dejar de escucharlo porque, por mucho que tratemos de autoengañarnos, el Papa dimisionario acaba de ponernos a todos ante el espejo en el que Ricardo II contempla su «corona hueca».

Sólo dos de los reyes de Shakespeare -el otro es el imaginario rey Lear- se bajan en vida de su trono y en ambos casos es, como dice el padre de Goneril, Regan y Cordelia «para, exentos de todo cuidado, encaminarnos hacia la muerte». Da igual que el motivo inmediato sea la fuerza de un usurpador o el inicio de un proceso de demencia senil que afecta al sentido antropológico de la condición de Rey. Lo sustancial es que «en esa corona hueca tiene la muerte su corte». «Ya bajo, ya bajo», advierte Ricardo a los más impacientes. «¡Como el brillante Faetón en la imposibilidad de conducir sus indóciles rocines!».

Al hacer suyo el significado de estas palabras Benedicto XVI, el hombre más inteligente que ha llegado a Papa en nuestra era, nos ha recordado que si bien todos podemos guiar de uno u otro modo el carro solar que nos conduce por la vida, la cochera del atardecer aguarda abierta para todos. «Cada uno de nosotros es un rey al que le tocará entregar su reino», ha escrito Susan Snyder. Cicerón citaba a Sócrates para alegar que «filosofar es aprender a morir» y Eugenio Trías lo ha llevado a cabo mientras escuchaba los más exquisitos cantos de las sirenas. Por eso Josep Ratzinger, el Papa filósofo, se despide de nosotros haciéndonos ver que, aunque cada uno sea dueño de sus actos e individual y colectivamente seamos capaces de responder a la desesperación del «¡no!» con el «¡sí!» que ayuda a mejorar el mundo, todos llevamos al final una tiara vacía sobre la cabeza.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo

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