La tibetanización krausista de España

Por José María Lassalle (ABC, 05/05/04)

Hay que empezar a hablar claro. La devaluación del lenguaje por el empleo de una corrección política en torno a su uso nos sitúa en una peligrosa debilidad que España no puede permitirse en estos momentos. La matanza de Atocha es una circunstancia que debe estar presente en cualquier análisis sensato de la realidad política nacional. De lo contrario incurriremos en una somnífera beatitud de la que pueden despertarnos, de nuevo, los orejas del lobo hobbesiano que asomó detrás del efímero «fin de la historia» inaugurado con la caída del Muro de Berlín.

El 11-S fue el comienzo de una guerra no declarada, nos guste o no. Con aquella operación kamikaze el integrismo islámico incubado a finales del siglo XVIII adquirió el estatus de una amenaza global para todo el Occidente libre, laico, igualitario, desarrollado y técnico. De hecho, como explica con acierto Abdelwahab Meddeb: los terroristas de Al Qaida son el producto mórbido de un islam resentido que trata de frenar desesperadamente el avance imparable de la globalización y la amenaza que ésta significa para una doctrina totalitaria que trata de reislamizar la civilización musulmana. La alianza tejida en los años 80 del siglo pasado entre los petrodólares y wahhabismo se ha convertido en una hidra con muchas cabezas que están dispuestas a dar sus dentelladas sobre la expuesta carnosidad planetaria de la sociedad abierta.

La Guerra Fría nos hizo amigos de los enemigos de nuestros enemigos, no lo olvidemos si queremos desentrañar autocríticamente las causas del totalitarismo que nos amenaza. Dimos aliento a un monstruo y, éste, vencido el enemigo común soviético, reorienta su violencia contra nosotros: los impíos occidentales que, con nuestro modo de vida y nuestro bienestar, hacemos imposible el ideal arcaico de una Medina mítica añorada por los integristas. De ahí que la primera tarea que tenemos por delante los defensores de la sociedad abierta sea comprender que no estamos ante un enemigo «occidental» que exige una estrategia de confrontación, también occidental. Sé que para los seguidores de Edward Said este comentario es demasiado orientalista, pero es necesario que tratemos de mudar las claves de nuestra reflexión y de nuestra acción estratégica. Por un lado, releyendo a quienes como Ali Bey, Burton, Lawrence o Thesiger, entre otros, convivieron con los horizontes físicos, los escenarios teóricos y los resortes emocionales que están detrás de los complejos laberintos interiores y exteriores que entrecruzan la faz del islam. Y por otro, urdiendo acciones inteligentes que nos aproximen hacia los elementos modernizadores que larvadamente aloja en su seno la civilización islámica, al tiempo que contribuimos a desactivar eficazmente los frentes que lastran la permeabilidad del discurso occidental en el seno de los países musulmanes.

Hay que decir bien alto que la elección por los integristas del Trade World Center neoyorquino, de una discoteca repleta de australianos en Bali o de varios trenes de cercanías en Madrid no es el producto de una azarosa casualidad. Como explica Bernard Lewis: hasta que el planeta no sea santificado completamente por el Corán aquél permanecerá dividido entre los territorios del islam y de la guerra. Para los integristas, entre ambos territorios existe un estado de violencia moral, legal y religiosamente necesaria que sólo puede concluir con la victoria final del islam. De ahí que Al Qaida y sus franquicias islamistas tengan un doble objetivo: primero, provocar el terror y la desolación de Occidente con el propósito de forzarle a aceptar un «statu quo» mundial que permita al islam transformarse en una ciudadela totalitaria que someta a mil millones de personas al fanatismo de una fe convertida en la única ley posible; y, segundo, regenerada y virilizada esta base operativa, retomar la inconclusa islamización del mundo porque, aunque no nos guste recordarlo, la palabra de Alá fue dada para toda la humanidad, no sólo para quienes ahora la hacen suya. Precisamente estos objetivos secuenciados están recogidos polisémicamente en la palabra árabe elegida por Bin Laden para su grupo terrorista, pues, «qaida» combina la disposición para esperar algo con la firmeza emboscada para actuar resueltamente en su consecución.

Como criatura totalitaria que es, el integrismo islamista sabe muy bien que tan sólo puede triunfar mediante una alianza diabólica de ideología y terror, intramuros y extramuros. La disección de Hannah Arendt es tan eficaz con él como lo fue antes con el comunismo y el nazismo. Al Qaida actúa y espera poder seguir actuando llevado, siempre, por la consecución de su finalidad totalitaria. La aplicación de la doctrina ismaelí urdida por el famoso Viejo de la Montaña y sus asesinos de Alamut ha sido reinterpretada postmodernamente por Bin Laden y sus secuaces. Golpean a Occidente y esperan que prospere nuestro desistimiento de oponernos a sus planes totalitarios. Confían en nuestra debilidad materialista y, sobre todo, en la excesiva sensibilidad hedonista de nuestra piel utilitaria.

No olvidemos este dato porque a sus fanáticos pero astutos ojos, somos un gigante con pies de barro que se fía de su superioridad en el poder técnico, mientras vive instalado moralmente en los antípodas del vigoroso ideal islamista. De hecho, su desprecio hacia nuestra vocación ilustrada de «paz y prosperidad» ilimitadas es absoluta, oponiendo un ideal que tratan de edificar con paciencia beduina siguiendo las pautas de esa «Odisea del rencor» que describió Cioran, y que nuestro racionalismo hedonista no es capaz de comprender ni asimilar; como tampoco fue capaz de hacerlo en nuestros bisabuelos cuando tuvieron que combatir los inicios del totalitarismo comunista y fascista.

Herederos de la Ilustración, vivimos impotentes ante la enorme complejidad sensible que late agazapada en la mente integrista de quienes nos odian por ser como somos. Volver a hojear a Nietzsche no estaría mal para sumergirnos con lucidez en las miasmas del resentimiento islamista. Pensamos que el diálogo apaciguador y el respeto hacia el otro siempre tendrán su reciprocidad. Y olvidamos que con el intolerante no puede haber tolerancia salvo que estemos dispuestos a aceptar el envilecimiento de tener a aquél como un igual kantiano: un agente moral que asume nuestro horizonte categórico de conducta. En este sentido, no hace falta ser hobbesiano ni schmittiano para que podamos justificar moralmente que rehusemos a poner la mejilla a quien es nuestro enemigo por ser racionales, discursivos y tolerantes. Basta estudiar a Locke y a Kant para ver que no son equiparables moralmente los amigos y los enemigos de la barbarie.

Por eso mismo es un peligroso error afrontar el desafío islamista con la retórica de un krausismo redivivo que trate de armar intelectualmente una estrategia de gobierno apaciguadora. La crisis de seguridad mundial que sufre Occidente desde el 11-S no puede ser resuelta aduciendo un ansia infinita de paz, el amor al bien y la voluntad de mejorar a los humildes. España no puede -como apuntaba acertadamente Ignacio Sánchez Cámara citando a Ortega- «tibetanizarse» cultivando un Nirvana aislacionista. Y menos aún si trata de atemperarse esta decisión urdiendo una doble alianza estratégica: con un Marruecos propenso a exhibirnos su fortaleza norteafricana y con una Francia enferma de soberbia pretendidamente europeísta. La Historia vuelve sobre sus pasos cíclicos y no lineales. Vico vuelve a estar de moda y como cuenta Julien Gracq en El mar de las Sirtes: hay que de nuevo interrogar a la Historia para «saber para prever, y prever para prevenir». Desandar la alianza atlántica puede precipitarnos en un error mayúsculo de consecuencias imprevisibles. Uno de esos errores terribles que nuestro afán de libertad no puede permitirse el lujo de correr. Hay que ser fuertes y vigorosos en nuestra libertad frente a quienes desean arrebatárnosla. Y tan sólo quienes aman la libertad tanto como nosotros pueden ayudarnos en nuestro esfuerzo, pues, como diría Pascal: «la justicia sin fuerza se contradice porque siempre hay malvados».