La tiranía cursi

Vivimos en el umbral, y es pecar de optimismo, de una tiranía. Sin habernos dado apenas cuenta estamos ya sometidos a la imposición y dictados de obligado cumplimiento sobre nuestras vidas, libertades y derechos colectivos e individuales, que cada vez, por mucha blandura impostada, «dicta-blanda», en la que se nos emplatan, atufan más a «dicta-dura».

Una tiranía cursi, ñoña, empalagosa pero no por ello menos feroz, represiva y sepulturera de nuestra libertad. Nos la adjetivan y proclaman como «buena» pretendiendo con ello camuflar el sustantivo. ¿Pero qué dictadura desde el principio de la humanidad no ha negado su existencia como tal y proclamado su intrínseca bondad? Para los dictadores y sus voceros de todos los tiempos, lugares y tendencias, la suya es siempre «irremediable y buena» y, además, apósito esencial por la que debemos acatarla, nos la aplica por «nuestro bien».

Negar su existencia es truco más viejo ya no que el hilo negro, sino antes de que lo hubiera incluso. Es marca de especie y por ello sus próceres y partidarios se afanan en camuflarla colgándole calificativos tan amables como mentirosos, a ver si así cuela. Y en este caso, y tristemente, está colando. Los medios del «agitprop» (agitación, prensa y propaganda) mundial se están encargando de maquillarle a ella la cara y de lavarnos a los demás globalizadamente el cerebro.

Ahí radica más que nunca la empalagosa estrategia, el mantra a cada instante y de continuo repetido, de captación y conversión de las masas, de este totalitarismo, que está descargando sobre el mundo democrático, libre, y crecientemente igualitario, de nunca conocido bienestar y protección en el que vive mayoritariamente la ciudadanía de Europa y Norteamérica. El nuevo absolutismo, eso sí, no trae parafernalia de botas, ni charreteras, ni alza brazos amenazantes, sean de mano extendida o de puño cerrado. Bien al contrario aparenta y publicita mieles, sonrisas y arrumacos. Pero, ojo, la intención no difiere de los demás en su esencial aspecto. Su objetivo es idéntico: Imponer un pensamiento único, aplastar cualquier resistencia y prohibir respuesta o expresión contraria alguna.

Apellidar y emboscar el lesivo y duro sustantivo con adjetivos untuosos y amables para convertir lo negro en blanco es, cada día hay tres casos, la tenaz artimaña que a cada instante nos cocinan para emboscar las prohibiciones que nos quieren imponer y las libertades que pretenden arrebatarnos. Pongamos el ejemplo más visible y ya aceptado como «bueno» y hasta por ley sancionado. La Discriminación. En sí y «per se» es exactamente lo enemigo y contrario a la igualdad. Pero se le coloca el blanqueador adjetivo de «Positiva» y ya esta arreglado. Ahí la tenemos convertida en «buena», como si tal pudiera darse pues siempre conllevara a quien se le aplica su reverso y sufre su consecuencia, el ser rebajado y postergado por ella.

Por ese río y esas sendas nos inundan cada vez más aguas y más polvos y estamos cada vez más sometidos a los lodos dictatoriales resultantes de toda una caterva de sacrosantos «ismos», animalismo, climatismo o hembrismo (me niego a confundir tales aberraciones con conservación, ecología o feminismo) ante los que no se admite oposición ni critica sin que la neo-inquisición, sin derecho a defensa ni a presunción de inocencia que valga, te caiga encima y aplique la hoguera o, como poco, el anatema.

Puede tildarse a todo ello, y como otro elemento distintivo, de una «dictadura cursi». Pero ello no le impide, sino que al contrario le da la perfecta excusa para ser feroz, represora, implacable. Sobre todos los aspectos de la vida, sobre todo nuestro vivir y transitar por ella, afectando hasta los rincones más íntimos del individuo y, lo más grave, estigmatizando a quien se atreve a contradecirla y resistir, consiguiendo nuestra sumisión por la vía del miedo a la exclusión y el ostracismo, forzando la invisibilidad o recluyendo a los disidentes en el lazareto de los leprosos ideológicos e inadaptados. Eso por las buenas. Por las malas: aplastamiento de quien se atreve a plantar cara y combatirla.

Para osar enfrentarla no queda otra que encomendarse a Quevedo, quien hoy sin duda alguna habría sido condenado al ostracismo, arrojado a la ignominia, desterrado a las tinieblas exteriores y sus libros quemados en la hoguera, y acogerse a sus versos: «No he de callar por más que con el dedo/ya tocando la boca o ya la frente/silencio avises o amenaces miedo». Porque es miedo a lo que hay. Miedo a decir lo que se piensa y a expresar lo que se siente. Y son muchos los que acatan la orden de ese dedo. La libertad está en entredicho. En esta España del siglo XXI se es menos libre que al final del siglo XX. Ello puede asombrar pues en ese su último cuarto comenzábamos a salir de la dictadura franquista. Pero aquellos años desde finales de los setenta y hasta completar el siglo éramos, y así nos sentíamos, mucho más libres. Pensábamos, actuábamos, nos relacionábamos, amigábamos, discutíamos con mucha mayor libertad, sin autocensura, sin vetos al otro, sin desprecio a su persona por sus ideas.

Hoy esas libertades, esa libertad, aquí no alcanzada hace tanto tiempo, está en entredicho, está vigilada, sometida a control obsesivo, bajo el escrutinio del ojo totalitario, aunque ahora en vez de vestirse de uniforme, cruces latinas o esvásticas o estrellas de cinco puntas se disfrace de arlequín y se vista de lila.

La libertad está en peligro. La libertad de algunos, claro. La de los demás es la que queda prohibida pues la de los liberticidas, la suya, no solo la ejercen, sino que no le ponen límite alguno pues es «su» derecho y «su» libertad que son por ellos considerados superiores a cualquier otra libertad y derecho, incluidos, por supuesto y de inicio, los derechos y libertades de los «otros». Esos pueden y hasta deben ser impunemente y «positivamente» agredidos en pos de la bondad eterna y la verdad absoluta. Y son esas, las libertades de los «otros», que podemos ser todos en cuanto los «buenos» decidan, estigmatizados como seres indignos, alienados o perversos, y por tanto perdida la condición de plena humanidad, las que están siendo, con mayor o menor descaro, pisoteadas, arrambladas y censuradas.

Es esta la cuestión clave, la línea esencial de la existencia, o no, de la tan declamada palabra. Pues la libertad, «el más preciado bien» en cervantino decir, o es de todos y a todos ampara o simplemente no existe, no es tal libertad. Y es dictadura, se embosque y disimule, bajo las sedas que se quiera, lo que cercena los derechos de quienes no aceptan sus dictados y los priva y les prohibe expresarse en ella. En resumen, y sin adjetivo que valga, la libertad o es de todos y para todos o, sencillamente, no hay libertad que valga. Ejerceré, pues, la mía. Y a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga.

Antonio Pérez Henares es escritor y periodista.

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