La tiranía de la memoria

Eu una entrevista publicada en Le Progrés de Lyon, Albert Camus afirmaba que «hay una filiación casi biológica entre el odio y la mentira. La libertad consiste sobre todo en no mentir. Allá donde la mentira prolifera, la tiranía se anuncia o se perpetúa». La reciente aprobación –sin un solo voto en contra– de la Ley de Memoria Histórica y Democrática de Andalucía, constituye un hito trascendental en el proceso imparable de institucionalización de la mentira y el sectarismo en nuestra sociedad, promovido y consentido por acción u omisión por todo el arco parlamentario. Dejando al margen el carácter claramente inconstitucional de diversos preceptos de la citada ley, que vulneran frontalmente derechos fundamentales consagrados en la Constitución, su Preámbulo constituye una colosal muestra de manipulación histórica que impregna su articulado y sirve como elemento teleológico de la misma: «El 18 de julio de 1936 se producía el golpe militar contra el Gobierno de la República. Como consecuencia, y en defensa de la legalidad constitucional de la Segunda República Española, se desencadenó la Guerra Civil, que acabó destruyendo el Estado Republicano que pretendía llevar a cabo la necesaria reforma agraria y que estaba culminando nuestro primer reconocimiento como autonomía. Para Andalucía, la República supuso el empeño de modernizar y hacer más justas sus arcaicas estructuras económicas, junto con el intento de superación del secular dominio ejercido por la oligarquía agraria, con el beneplácito de la jerarquía eclesiástica».

Que los grupos parlamentarios socialista y comunista aprobasen este Preámbulo, redactado al más puro estilo literario de los panfletos elaborados por los siniestros «Comités Provinciales de Milicias» de la izquierda chequista de 1936, se entiende porque, en definitiva, el odio de clase (ahora llamada «casta») y el sectarismo están en el ADN de la extrema izquierda, que ha fagocitado a la socialdemocracia civilizada. Pero que la representación del centro y la derecha, supuestos representantes de la moderación y la concordia, haya permitido la aprobación de una ley cainita que establece la condena de la mitad de España que se alzó contra un proceso revolucionario que, primero mediante el fraude electoral y luego con extremada violencia pisoteó el estado de derecho, eliminando cualquier atisbo de legitimidad democrática republicana, constituye una colosal irresponsabilidad histórica.

En su obra «1984», Orwell advertía que «quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controla el futuro». Mientras la izquierda extrema avanza inexorablemente en su proyecto de ingeniería social que persigue ganar en el Boletín Oficial y en los textos escolares, una guerra que perdió en el campo de batalla, los partidos del centro y la derecha se ponen irresponsablemente de perfil ante lo que constituye un agravio intolerable hacia las víctimas de un terror comunista que parece no haber existido.

Y esta estrategia cainita de la izquierda tiene consecuencias. La primera excrecencia de esa infame Ley, es el miserable intento por parte de la Junta de Andalucía de criminalizar el entierro de un hombre bueno y leal como mi padre por el hecho de que se le despidiera por sus deudos como lo que fue, un falangista fiel a sus principios hasta el final. Un país en el que se puede despedir tranquilamente a un asesino etarra cantando el Eusko Gudariak, o a un comunista entonando la Internacional puño en alto, y se considera una «provocación intolerable» cantar el Cara al Sol en el entierro de un falangista, debe hacérselo mirar muy seriamente porque empieza a caminar bajo la tiranía de una memoria impuesta por el odio, la mentira y el rencor, que amenaza con eliminar cualquier espacio de libertad a quien no esté dispuesto a comulgar con las ruedas de molino de lo «políticamente correcto» que cada vez resulta más éticamente reprobable.

En 1972 fue enterrado en Madrid Melchor Rodríguez con la bandera rojinegra de la CNT y a los sones de «A las barricadas». La Policía Armada y las autoridades escucharon el himno anarquista hasta el final en riguroso silencio como muestra de respeto. Y aquello –según dicen– era una «tiranía».

Termino citando a Niemoller, como aviso a esa legión de acomodados navegantes que se ponen de perfil ante el clamor de la injusticia: «Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista. Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío. (…) Luego vinieron por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada». La memoria de mi padre y la de tantos hombres honestos que sirvieron a España bajo un ideal tan respetable como el que más, me impide callar ante tanta indignidad. Tal vez mañana sea tarde, pero al menos podré mirar a los ojos de mis hijas para decirles que no todos estuvimos de acuerdo en vivir plácidamente bajo la tiranía de la mentira.

Luis Felipe Utrera-Molina, abogado.

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