La tiranía de los hechos

No solo los hechos son tozudos, como, según se dice, proclamó Lenin: toda manifestación de existencia, material o inmaterial, lo es. El hombre puede indagar en la esencia de las cosas y convertirse en metafísico, tratar de explicarlas, expresarlas, o representarlas como científico, literato o pintor, manipularlas como sofista o político trilero, preverlas haciendo de adivino o meteorólogo, juzgarlas e interpretarlas, regular el devenir de los acontecimientos e incluso impedir que los más peligrosos y dañinos sucedan, reforzando los diques un río para evitar inundaciones. Lo que no puede –no debe– hacer el hombre es ignorar la realidad. Hay un monte Horeb, una teología de la realidad: los hechos son lo que son por más que, según algunos sabios, el Ehyeh Asher Ehyeh de Dios a Moisés sobre la zarza ardiendo del Horeb debe traducirse como «Yo Seré El Que Seré», en tiempo futuro y no en presente, opinión que ha acarreado profundas discusiones místicas.

En la lamentable y repudiable invasión de Ucrania por Rusia se ha ignorado una realidad evidente. ¿Es consecuencia de una ignorancia inocente? ¿ Se ha provocado alevosamente con finalidades inconfesables? ¿Se trata de una imprudencia grave, igualmente condenable? Hay opiniones para todos los gustos.

En Rusia ha existido siempre un nacionalismo muy profundo que bajo el régimen soviético se intensificó a la par que la vocación imperial de los zares se convirtió en un sentimiento imperialista. Se pensó que la desaparición de la URSS llevaría automáticamente aparejada el final de ese sentimiento; pero lo cierto es que ha persistido en una gran parte de su población, acompañado –y eso es lo grave– de una sensación de humillación al haber dejado de ser cabeza de uno de los dos polos en los que el mundo se dividió durante la guerra fría. Ahora, pongo por caso, Rusia ya no puede exigir a China apoyo expreso a la invasión de Ucrania, sino que debe de solicitar, educadamente, su silencio.

Así las cosas, la pregunta que surge es la de si la invasión de Ucrania ha sido un suceso sorpresivo. No lo parece. Un análisis desapasionado de los antecedentes inclina a pensar, por el contrario, que se trataba de una desgracia algo más que previsible.

Putin no es una excepción entre los antiguos servidores del régimen comunista soviético, sobre todo los que formaron parte de sus instituciones emblemáticas como la KGB. Como una gran parte de los rusos, Putin identifica el decaimiento internacional del país con el desmembramiento de la URSS, a partir del anuncio de disolución de Gorbachov en 1991. El proceso generó una crisis nacional económica, política y espiritual que fue aprovechada por EE. UU. para impulsar la incorporación a la OTAN de países que habían estado hasta entonces en la órbita soviética. Se rompió así el viejo equilibrio entre ambos polos, y Finlandia, Bielorrusia, Ucrania y, más al sur, Georgia, quedaron –de hecho y bajo diversas fórmulas, también de derecho– como un colchón independiente entre Rusia y los países de la OTAN. La fórmula se agotó pronto. Finlandia había asumido ya desde desde el comienzo de la Guerra Fría una neutralidad activa, la «finlandización»; a la disolución de la URSS se incorporó a la Unión Europea, pero se mantuvo fuera de la OTAN (con un tratado de «relación especial»). Bielorrusia ha seguido desde 1997 un proceso progresivo de unificación con Rusia, conocido como «Estado de la Unión». Georgia dejó en vía muerta sus escarceos para entrar en la OTAN después de una sucesión de conflictos bélicos que finalizaron en 2008 con la segregación de los territorios limítrofes de Osetia del Sur y Abjasia, reconocidos por Rusia como repúblicas «independientes».

¿Y Ucrania? Los problemas comenzaron con el golpe de estado que destituyó al presidente pro-ruso Víctor Yanukovych bajo cuyo mandato se había aprobado una declaración formal de país no alineado. El nuevo presidente Arseniy Yatsenyuk anunció un cambio de política de alianzas orientada a Occidente. Rusia invadió Crimea. En 2019 Ucrania modificó la Constitución para declarar la entrada en la OTAN como objetivo prioritario. Rusia protestó. Al año siguiente Ucrania se convirtió en socio especial de la OTAN con un estatus similar al de Finlandia. Rusia siguió protestando. Haciendo oídos sordos –y es de suponer que con la promesa de apoyo occidental, Ucrania amagó en 2021 con un nuevo paso hacia la integración total en la OTAN. Rusia invadió Ucrania.

Desde hace un siglo a los socialistas dogmáticos les sigue gustando formular sus objetivos de forma gradual con un programa máximo y un programa mínimo. (El PSOE hasta fecha muy reciente seguía ratificando en sus congresos el histórico programa máximo: «Abolición de todas las clases sociales y su conversión en una sola de trabajadores, dueños del fruto de su trabajo, libres, iguales, honrados e inteligentes». El programa electoral (mínimo) es otra cosa.) En lo que atañe a Ucrania el programa máximo de Putin es su «bielorrusización» o, al menos, su «finlandización» . No parece un objetivo realista viendo el desarrollo de la guerra. El programa mínimo, más realista, es la segregación de los territorios de Donetsk y Lugansk, a los que se aplicará la formula de Georgia con las repúblicas «independientes» de Osetia y Abjasia.

Visto lo visto y oído lo oído, no parece razonable acompañar la condena a la invasión de Ucrania con declaraciones de sorpresa y de escándalo, sino, más bien, recordando humildemente los versículos del Eclesiastés: «Todo es indecible fastidio y fatiga. Por más que vemos, jamás nos satisfacemos; por más que oímos, no estamos contentos. La historia es simple repetición. Nada hay realmente nuevo; todo ha sido hecho o dicho antes».

¡Que le vamos a hacer!

Daniel García-Pita Pemán es miembro correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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