La tiranía del mérito

Michael Sandel, uno de los exponentes de la causa comunitarista en Estados Unidos, acaba de publicar un libro, ‘La tiranía del mérito’, en que arremete contra el egoísmo de los ricos y los valores vigentes dentro de la sociedad americana. Su requisitoria se abre con un relato sobre las argucias que gastan los pudientes para introducir a su prole en las universidades de élite: Harvard, Princeton, Yale y otras por el estilo. Ese será el nicho, el ecosistema, en que los jóvenes cachorros forjen las amistades y alianzas que más tarde les propulsarán hacia el dinero y el éxito social. El libro de Sandel es edificante y reiterativo, y, haciendo balance, manifiestamente mejorable. Pero tiene interés, menos en sí mismo que por motivos, llamémosles así, contextuales. En primer lugar, parece cierto que en Estados Unidos está cristalizando una nueva oligarquía. En 1970, el 1% más rico retenía un 9% de la renta nacional. En 2010 ese porcentaje había pasado al 20%. A despecho de las turbulencias que trajo la Gran Recesión, la tendencia se ha acentuado desde entonces. Esta deriva explica en parte el malestar actual y también que se escriban obras como la de Michael Sandel.

La tiranía del méritoPero existe otro factor, filosóficamente más profundo. Sandel se dio a conocer por sus críticas a John Rawls, uno de los padres intelectuales del liberalismo americano contemporáneo. En ‘Una teoría de la justicia’, Rawls remite la constitución de un orden político justo a individuos que deberían comportarse como si estuvieran a oscuras sobre su carácter, sus aptitudes, su posición en la sociedad, su sexo o, incluso, su concepción del bien. No sujetos a contingencias de tiempo y lugar, carecen de la información que les permitiría elucidar en qué difiere cada uno de los demás. Es comprensible que el modelo rawlsiano haya suscitado suspicacias en los liberales convencionales. Los agentes, incapacitados para determinar qué le tocará a quién cuando se firme el contrato social, optan por minimizar riesgos y acuerdan redistribuir los frutos indiscernibles de su talento o su laboriosidad. De resultas, se abre la puerta a tipos de reparto incompatibles con la integridad de la persona. Este desenlace infausto logra evitarse gracias a cláusulas en que están contenidos principios constitucionales básicos, como bien conocen los lectores de ‘Una teoría de la justicia’. El peligro, sin embargo, no se conjura por entero. Como una gota de agua, amenaza con cobrar espesor y desprenderse del alero.

No partía de aquí, no obstante, la crítica de Sandel. El argumento del último fue que los agentes que Rawls imagina en su libro son individuos abstractos, o, por emplear sus mismas palabras, «yos» desencarnados, «disembodied selves». Esos individuos que deliberan y deciden, pero que carecen de concreción psíquica, no pueden hacer nada de verdad. En esencia, no pueden construir una comunidad que merezca el nombre de tal.

Lo asombroso de ‘La tiranía del mérito’, es que Sandel parece haber olvidado sus anteriores reparos, al extremo de que el libro, en ocasiones, parece reducirse a un mero estrambote a la doctrina rawlsiana clásica. A lo asombroso se une lo aleccionador: si algún mérito reúne la homilía de Sandel, es la de dejar al descubierto las raíces criptorreligiosas de Rawls, un hombre que estuvo a punto de profesar como pastor de la Iglesia Episcopal.

En ‘La tiranía del mérito’, opera a modo de ‘leitmotiv’ la tesis desarrollada por Weber en ‘La ética protestante y el espíritu del capitalismo’. Según Weber, un puritano del siglo XVI (y de los sucesivos) vivía aterrado por la noción de que había sido predestinado, esto es, de que los méritos no podrían ayudarle a salvarse. ¿Cómo vencer la consiguiente, insoportable angustia? El puritano excogitado por Weber busca en el éxito económico señales de que Dios le ha otorgado la gracia: el rédito favorable termina por mudarse para él en un alivio comparable al que experimenta el católico al ser absuelto por el confesor. Sandel retoma este fabuloso trampantojo, que no sabemos hasta qué punto responde a la verdad, pero que resulta sugestivo, y lo contrae a su premisa original: el americano propone que nos encomendemos a la gracia del Señor, o su equivalente laico, y desistamos de todo orgullo mundano. No somos, en el fondo, propietarios de nada. Ni de las cualidades que nos hacen medrar, ni de nuestra energía para el trabajo, ni de la buena o mala suerte en los negocios que emprendemos. Somo solo hijos de Dios, o, en su defecto (Sandel no se dirige, por fuerza, a los creyentes), de la comunidad en que nos hemos formado. Con ella estamos endeudados, y a ella debemos entregarnos.

En Rawls, circunstancias anejas al contrato fundacional impiden que adquiera cuerpo un comunitarismo integral: los contratantes, a fin de cuentas, son individuos que miran por lo suyo. Al tiempo, Rawls no duda en concebir las superioridades específicas de X o Y como algo que, en rigor, X o Y no han hecho nada por merecer, y que deben asumir por tanto la condición de ‘collective assets’, activos a disposición del todo social. El individuo se encuentra en la obligación de ‘compensar’ a sus semejantes por esos excedentes moralmente ‘arbitrarios’.

Rawls publicó ‘Una teoría de la justicia’ en 1971, cuando la socialdemocracia estaba iniciando su declive. Aunque el libro ha ejercido una influencia enorme en los círculos académicos, no contribuyó en absoluto a cambiar la política efectiva. En un periodo en que la connivencia entre los administradores de los recursos públicos y sus votantes clientelares había adquirido dimensiones peligrosas, lo urgente era salvar la economía, no exponerla a los mismos agentes corrosivos que estaban minando la viabilidad del sistema. Sandel escribe menos a contrapelo de los acontecimientos: el modelo neoliberal está dañado y la desigualdad se ha desbocado. Pero su pentecostalismo maximalista (fuera el mérito individual; fuera las carreras abiertas a los talentos; fuera una política que se restrinja a promover una mayor movilidad social) es retórico y, en el fondo, vacío. Ignoramos quién nos sacará de esta. Me temo que los sermones de Sandel no den para tanto.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *