Dijo Flaubert que si los gobernantes de su tiempo hubieran leído La educación sentimental, la guerra franco-prusiana jamás se habría producido. Hoy, en España, yo sólo pediría a los nuestros que se tomaran en serio lo que en aforismo de prodigiosa claridad escribió Juan Ramón Jiménez: «Menos cultura, más cultivo.» Hoy, en España, yo sólo reclamaría a los nuestros que se dedicaran a hacer mejores carreteras y más hospitales, que se empeñaran en perfeccionar las escuelas, frenar la especulación inmobiliaria... y olvidaran su cómica afición a ser respetados como pontífices y mecenas de la literatura, del arte, de la historia.
Porque resulta descorazonador ver cómo se intenta configurar lo que ha de ser la cultura entre nosotros: cómo se dicta quién es y quién no es escritor, a quien se debe hacer homenajes, quién ha de recibir elogios, apoyos, subvenciones... quién no. Resulta desolador ver cómo la esquizofrenia de nuestra vida política ha ocupado las parcelas que deberían ocupar las artes y las letras, y en ellas ejerce el despotismo, impulsando la cultura en una sola dirección, orientándonos hacia los mitos de una historia distorsionada, muchas veces hacia el pasado más oscuro y triste.
Los lectores que recuerden La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells, con sus monos, perros y caballos transformados por el cirujano loco en formas aproximadamente humanas, no tienen más que pensar en esas mismas criaturas en atuendo de gala para hacerse una pequeña idea de lo que burócratas mediocres y cerriles están haciendo con el cuerpo cultural de España. Si el año pasado era a Baroja a quien, en el cincuenta aniversario de su muerte, había que ignorar como vasco por ser Baroja - es decir, por escribir sus novelas en castellano y satirizar la afición del nacionalismo vasco a cultos y liturgias, banderas, fórmulas, etiquetas, leyendas falsas...-este año la castigada ha sido la literatura catalana en lengua castellana, a la que los políticos sectarios de la Generalitat han negado el visado para Frankfurt.
Hace tiempo el novelista Saúl Bellow vio en los esfuerzos por elevar nuestra conciencia y mejorar nuestra sensibilidad la nueva tiranía de las sociedades occidentales, y expresó su temor hacia los profetas de la respetabilidad y la corrección porque su proyecto nos obliga a nacer otra vez sin color, sin raza, sexualmente neutros, políticamente purificados y con el cerebro configurado y programado para rechazar lo malo y afirmar lo bueno. No menos asfixiante me parece la lealtad de campanario que nacionalismos y proteccionismos absurdos quieren imponer a la cultura. No menos cancerígena me parece la política de recluir la cultura en la caverna, de fomentar un régimen de servilismo cuando ya nos creíamos liberados de hipotecas y servidumbres.
Por desgracia, este es el ecosistema cultural en el que vivimos. O escribes en una lengua pre-determinada o renuncias a los honores. O compartes una lealtad pre-establecida o quedas desposeído de tus propias raíces. Y todo ello en medio de un gran silencio y de una palabrería farisaica. Todo ello en medio de un comportamiento ciudadano aquiescente, sumiso, acoquinado.
Herederos de la mentalidad franquista, han sido los nacionalismos quienes han avivado ese fuego, pero el entusiasmo no les pertenece en exclusiva. A la voz de «protejamos la identidad cultural» gobiernos regionales de un color y de otro han hecho esfuerzos agobiantes y dispendios difíciles de justificar desde una óptica racional para socializar a sus gentes en las pautas de un vulgar localismo que provincializa a sus hijos más universales y reviste de esplendor los pequeños sucesos que tienen lugar en la parroquia, en el campo de fútbol o en la puerta de la taberna. Tomemos como ejemplo Andalucía, cuya clase política se ha lanzado a la búsqueda de las raíces árabes para justificar y sostener una nacionalidad recién inventada. Recordemos el disparate de la Diputación de Valencia cuando en 1996 manifestó su deseo de retirar el monumento a Pizarro, levantado en la plaza de Manises como homenaje a la raza en 1969, para sustituirlo por una estatua - de otra raza, supongo- del poeta Ausias March. Fijémonos en la obsesión de nuestros progresistas por subvencionar y blindar las artes y letras para que prosperen y no se vean adulteradas ni pervertidas por las malas influencias norteamericanas. Me pregunto si entre estas malas influencias se cuentan el cine de Woody Allen, la novela de Philip Roth o el teatro de Arthur Miller.
Tras todo esto late una manía que después de una dictadura y una transición muchos creímos desterrada: la manía de tratar nuestro pasado como algo que puede modificarse aún, o al menos como algo que podemos darnos la satisfacción de reprochar a alguien. De modo que si ayer unos querían resucitar la Inquisición en tiempos modernos, hoy otros quieren poner pelliza a la cultura. Y con este fin nos aturden los oídos con que les duele la España centralista y las invasiones yanquis. Y para curarse ese dolor nos descaminan ruralmente en una vuelta al caserío o al más sonrojante de los anti-americanismos.
¿Tan difícil resulta comprender que la cultura relevante, la que de verdad ha producido el hombre a través de los siglos, no por casualidad ha venido de quienes cerraron la puerta a la particularidad y se la abrieron a lo común, a lo que hay de fundamental, de perdurable, de esencial en el ser humano? Los grandes filósofos, los grandes poetas, los grandes músicos, los grandes pintores... no pueden aprisionarse en las coordenadas de una sola región. Si Platón sobrevive al mármol de Atenas es porque lectores de distintas latitudes y distintas épocas podían hacer suyo su pensamiento, coincidir con él en una percepción, sentir que su alma estaba teñida del mismo color. Todo lo que Shakespeare dice de Hamlet, el muchacho que lo lee en un rincón cree que es aplicable a él mismo. Y lo mismo puede decirse de Cervantes, quien comienza con la sonrisa de su Quijote la crítica de los absolutos y nos muestra con sus personajes que el hombre es un ser precario, complejo, doble o triple, habitado por fantasmas, espoleado por los apetitos, roído por el deseo.
La cultura está hecha secularmente de pluralismo y de mezcla, de cruce continuo entre mundos, religiones y lenguas. Y si la pintura, la escultura, la arquitectura y la literatura producida en España han dado obras de alcance universal se debe a que diversidad, aluvión, contagio, préstamo, mosaico, mestizaje... son palabras que sirven para describir el espíritu de sus mayores representantes. Cuánto no debe el Renacimiento a los traductores de Al Andalus, que trasvasaron la ciencia oriental y la ciencia de la Antigüedad a Europa. Llull alimenta en catalán lo que el místico murciano Ibn Arabi concibe en árabe y más tarde desborda en el éxtasis arrebatado de San Juan de la Cruz, un carmelita castellano por el que corre sangre judía. El soneto de Garcilaso nace de los paseos dialogados del catalán Boscán y el veneciano Navagero por los jardines de la Alhambra. Velázquez bebe de Rubens y de los viajes italianos. Clarín escribe la Regenta mirándose en la Emma Bovary de Flaubert. Y Barcelona, ¿acaso Barcelona no era una ciudad más abierta y liberal, más viva y atenta al mundo, en los años sesenta del siglo pasado, cuando se convirtió en capital y meridiano de la literatura hispanoamericana, que hoy, cuando hay inspectores lingüísticos y la cultura, oficializada por los mandarines nacionalistas, ha pasado a ser un ingrediente de la meritocracia identitaria?
Triste panorama, aunque después de todo, consuela saber que al final, en cuestiones culturales, el proteccionismo y las unanimidades nacionalistas no son más que huellas que se borran en la arena. Porque la vida del político se cuenta en años, la de la cultura en milenios. Y como exclamó triunfalmente el poeta griego Píndaro: «Cuando la ciudad que celebro haya muerto, cuando los hombres a quienes canto se hayan desvanecido en el olvido, mis palabras perdurarán».
Fernando García de Cortázar, Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto.