La tontería es contagiosa

Una de las frases que con más frecuencia se repiten en los últimos tiempos es que «no cabe un tonto más». Y resulta extraordinariamente preocupante no sólo por la constatación de ese hecho sino porque nos hemos acostumbrado, primero, y asumido con normalidad, después, que tal conclusión es una verdad incontestable. De hecho, si subsistiera «La Codorniz» y su inolvidable sección de «la cárcel de papel», el redactor exigiría al director multiplicar el espacio disponible en el semanario satírico, para dar cuenta de las decenas de condenas a penas de confinamiento o de estricta clausura a tantísimo autor del delito de tontuna en concepto de autor, de cómplice o de encubridor.

Cuenta una delicada novelista, en una suerte de memorias que titula «Léxico familiar», que su padre durante las comidas solía hablar de las personas que había visto ese día; era muy severo en sus juicios y todo el mundo le parecía estúpido. Y añade Natalia Ginzburg: «Para él, un estúpido era “un tonto”». Con frecuencia afirmaba: «Me ha parecido un grandísimo tonto». Además de los tontos estaban los «palurdos» que eran las personas que se comportaban torpe y tímidamente. También estaban los «dementes», los «mostrencos» o los «mentecatos», entre otros.

Pero entre las diferentes categorías de «tontos» catalogados por el profesor Beppino Ginzburg, son notorias ausencias notables como la de los «tontos útiles», incautos arrastrados por el borreguismo ambiente, los «tontos del bote», que -a pesar de su nula sesera- tienen la suerte que hace bueno el refrán, o los «más tontos que Abundio», simples hasta el extremo, o los «tontos de baba», tan ingenuos que se dejan comer el terreno por listillos aprovechados. Se atribuye a Manuel Azaña la frase de que «la tontería es la planta que mejor se desarrolla», y, desde luego, es una planta regada con esmero que crece a vertiginoso ritmo en todos los niveles y culturas. Es un virus contagioso que se expande tenebrosamente, pues como decía Nicolás Boileau, «un tonto encuentra siempre a otro más tonto que le admira».

La sátira que transcurre por uno de los libros capitales, aunque menos conocidos de Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet, contiene una escenificación delirante de la tontuna cual fue el descubrimiento de la moda de la mesa de las tres patas: «Por entonces, en toda Europa, en América, en Australia y en la India, millones de mortales se pasaban la vida haciendo girar las mesas, y se había descubierto la manera de convertir a los tontos en profetas, de dar conciertos sin instrumentos, de comunicarse por medio de caracolas. La prensa, que presenta con seriedad estas patrañas, afianzaba la credibilidad del público».

La tontería ambiente que se ha instalado en nuestros días -y amenaza con quedarse- es más voraz y, sobre todo, mucho más peligrosa que las memas ocurrencias descritas por el autor de Madame Bovary. La tontería hoy institucionalizada es agresiva pues pretende la lapidación de verdades incontestables. Es destructiva, como el más mortífero acorazado, de débiles conciencias. Es una lavadora industrial, en funcionamiento a máxima potencia, que convierte almas en trapos desechables. Es manipuladora, hasta la extenuación, de almas poco sutiles. Es falaz, por encima de todo, además de ruin. Es un tsunami asolador manejado por oscuros agentes de la política de masas, con el fin de someterlas a sus dictados y, de esta manera, imponer el pensamiento único.

La tontería hoy institucionalizada es ahistórica (¿de nuevo el fin de la historia?) y profundamente antiliberal en cuanto, por carecer de fe en el individuo, lo diluye en la masa desangrándolo. No pretende una mera restricción o limitación de los derechos individuales sino apropiarse de ellos, hacerlos suyos para dominar voluntades a sus anchas. Es amoral, en cuanto prescinde sin escrúpulos de principios y valores. Se ha convertido en una pandemia alimentada por falsarios que transitan en la opacidad de las redes y que, aunque abominan de la monarquía, son reyes en la categoría, que descubrió Solzhenitsyn, de «hacernos tragar mentiras de un modo omnímodo y obligado». Demasiados, desde luego, se las tragan y no nos ha de extrañar pues ya Víctor Hugo advirtió que los tontos son un público. El problema, que es al que nos enfrentamos, se exacerba cuando ese público se convierte en mayoritario y es el que marca el paso al conjunto.

El letal virus de la estupidez, propagado por la telebasura y otros terminales con sede en vertederos varios, se muestra en manifestaciones distintas, aunque todas apuntan a la misma portería. Unos derriban estatuas de descubridores, conquistadores, predicadores o gobernantes que fueron. Otros pintarrajean edificios, muros o bustos (como el del Dr. Fleming, en la plaza de las Ventas, al que osan calificar de «asesino»). Otros, en fin, descalifican a Platón o a Washington por esclavistas, a Mozart por misógino o a Felipe II por declarar la guerra «al infiel».

Triunfa la camiseta impresa con la cara del ultimo chiripitifláutico, la bobada del penúltimo famosete, el tuit de cualquier descerebrado, el exabrupto de un ignorante, la mentira de uno de los voceros de la propaganda.

En el teatro del absurdo queda escaso margen para la esperanza. Alguien rememoró hace unos días al desánimo que traslució Bertolt Brecht cuando escribió aquello de que «desgraciado el país que necesita héroes». Hay que empezar el casting, a marchas forzadas, o los efectos letales de la tontuna serán irreversibles.

Enrique Arnaldo Alcubilla es Catedrático de Derecho Constitucional.

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