La Torre de Babel

Stefan Zweig publicó Der Turmzu Babel en el número de abril-mayo de 1916 de Le Carmel, la efímera revista ginebrina inspirada por su amigo y premio Nobel Romain Rolland, comprometidos ambos en la paz, el humanismo y la idea de Europa. Zweig apelaba en su artículo a la fuerza poética de los símbolos que están en el origen de las civilizaciones, capaces de presagiar el desarrollo de la historia. Y siguiendo la Biblia explicaba cómo, poco después del caos de la creación, los hombres, todavía rodeados por las sombras crepusculares del inconsciente y en medio de un mundo que parecía oscuro y peligroso, se asociaron en una obra común: construir una torre cuya cima llegase hasta el cielo. Modelaron arcilla, cocieron ladrillos y comenzaron a levantar la torre tratando de alcanzar las estrellas y la pálida superficie de la luna, el mundo de Dios, quien los veía afanarse como insectos desde la lejanía. Pero ese Dios, admirado de la grandeza de espíritu que él mismo les había insuflado, tuvo miedo de que los hombres fueran, como él mismo, una unidad. Así que, pensando en cómo dificultar su trabajo, decidió que no entendieran los unos la lengua de los otros y fue cruel: una noche, los hombres dejaron de comprenderse, tiraron los ladrillos y las espátulas, discutieron y abandonaron la obra común. Cada uno se retiró a su patria de casas humildes con techos que ni siquiera alcanzaban las nubes.

La Torre de BabelPasaron miles de años y los hombres vivían en la soledad de sus lenguas. Levantaron fronteras entre sus campos y entre sus creencias, haciéndose extranjeros los unos al lado de los otros. Sin embargo, debía quedar en ellos, a la manera de un sueño, algo de la gran obra del pasado, porque comenzaron a interrogarse mutuamente y a tantear la relación perdida. Poco a poco los pueblos se aproximaron, intercambiaron sus conocimientos y sus valores, y descubrieron que hablar lenguas diferentes no bastaba para alejarlos. Comenzó a edificarse de nuevo, sobre el suelo de Europa, el monumento a la solidaridad de la Torre de Babel, utilizando ahora materiales más refinados e indestructibles: la espiritualidad, la educación, las sustancias sublimes del alma. Cada nación contribuía a la creación del monumento y los pueblos jóvenes, dispuestos a aprender de sus mayores, unieron su fuerza virginal a la experiencia y a la prudencia. Así creció la nueva torre; nunca su cima se elevó tanto, nunca unos pueblos habían tenido tan fácil acceso al espíritu de los otros y nunca los conocimientos habían formado una red tan vasta. En esa borrachera de unidad, Dios, inmortal como la humanidad misma, asustado de ver alzarse una nueva torre quizás más fuerte que él, decidió, dos veces cruel, sembrar la discordia haciendo que los hombres no se entendieran entre sí. Y les envió la confusión en forma de conflictos y guerra. Zweig sitúa en 1916 esta reedición de la vieja leyenda. Estaba en ruina la «unidad moral de Europa» como defendía el manifiesto, equidistante entre el internacionalismo amorfo y el localismo estrecho, que un grupo de intelectuales catalanes redactó contra la guerra civil europea. Romain Rolland lo incluyó en su texto pacifista más conocido: Au-dessus de la mêlée (1915).

Lo más parecido a un líquido es la arena: los granos de sílice huyen como el agua hacia los espacios libres y todo lo ocupa su uniformidad maleable, una marea de corpúsculos o moléculas uno a uno indiscernibles. Lo pienso a propósito de la modernidad líquida que diagnostica Zygmunt Bauman, este tiempo en el que, desorientados, no divisamos el horizonte sobre las olas y apenas dejamos huellas detrás de nuestros pasos. Y lo relaciono con la fragmentación creciente de una sociedad donde el poder es multicéntrico; donde los Estados han perdido el monopolio de la fuerza y, frente a los agentes económicos, grupos de presión y organizaciones transnacionales, ya no dominan el orden mundial; donde la Ley, expresión de la voluntad del pueblo, ha dejado de ser la fuente primaria del derecho ante la eclosión de normas sectoriales y regulaciones infra y supra estatales; donde la geografía milimétrica de las soberanías nacionales se ve superada por movimientos sociales y económicos que juegan en un espacio virtual; y donde los partidos apenas sirven para contener la pluralidad política porque el complejo equilibrio de poderes y contrapoderes, garantías y controles de la democracia constitucional cede ante las reacciones compulsivas de una democracia plebiscitaria donde la supuesta voluntad del pueblo se expresa a través de formas difusas y fácilmente manipulables: encuestas, manifestaciones, mensajes en las redes, o el magma de una opinión pública tamizada por los medios. Personajes ejemplares como Albert Camus resultan unos perfectos desconocidos, o un «imbécil» como recientemente he visto llamarlo en algún manual antisistema al uso. La ignorancia fluye inundándolo todo. Lo que se anuncia para transformar la sociedad no es ya la digna utopía de la Revolución sino «las insurrecciones», en plural y minúscula, muestra de esa desafección frente al sistema incapaz de oponerle una alternativa consistente y verosímil. También el lenguaje se divide: el de los políticos en el poder, cuidadoso con Europa y con la aritmética de la economía, nada tiene que ver con el de quienes aspiran a detentarlo. Priman dentro los dialectos conflictuales, dirigidos a la descalificación recíproca, y fuera, en las instancias comunitarias, una lengua consensual pero distante con la que cuesta identificarse. En general, palabras e ideas adelgazan hasta alcanzar extremos de irrelevancia difícilmente imaginables. La ruptura de los conceptos que conocíamos, de los valores en que creíamos y la multiplicidad desorganizada de sus restos, como basura diseminada en la playa, son el signo de los tiempos. ¿Qué clase de futuro estamos construyendo a base de agua y arena en esta ceremonia de confusión?

Rolland, Zweig y muchos hombres y mujeres de buena voluntad al inicio de la primera guerra mundial, conscientes de que no había llegado aún la hora de la acción común, pidieron que cada uno volviera a su puesto en la cantera, abandonado cuando se abatió la confusión sobre el mundo, a trabajar por la humanidad. La historia posterior es bien conocida: otra guerra mundial (en realidad, una sola gran guerra inacabada), algunos países fuera del terreno de juego por años, una notable reconstrucción económica y, finalmente, un proyecto de integración europea que no hemos sabido rematar limando las excesivas diferencias sociales, políticas y jurídicas entre los países para hacer de la región un referente de paz, progreso y justicia social y un lugar de acogida. Esta Europa de hoy, España incluida, recuerda al mito triste de la Torre de Babel. También ahora, aunque el paralelepípedo invisible de sus instituciones siga en pie, Europa parece condenada al olvido sin una dosis inmediata de esfuerzo colectivo, integrador y solidario. Podría acabar estas líneas haciendo, como Zweig, un llamamiento lírico al coraje de quienes tengan fuerzas para levantar un modesto pedestal, lejos aún de las nubes, desde el que, recordando viejos sueños de fraternidad universal, ver mejor al prójimo y tenderle la mano. Pero prefiero, porque son parte de nuestra historia reciente, las palabras del Preámbulo que supimos darle a la Constitución de 1978, demasiado inocentes para agredirse con ellas, pero muy oportunas si realmente quisiéramos «garantizar la convivencia democrática conforme a un orden económico y social justo; proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones; promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida; y colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra». Todo un programa de lengua franca para una Torre de Babel capaz de derrotar al mito, por fin.

Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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