La Torre de Babel, en el Congreso

Pedro Sánchez accedió a la Secretaría General del PSOE en 2014. Dos años después, su fracaso en las elecciones de 2016 le condujo a la dimisión de su cargo tras una rebelión de los barones del partido. En el 39 Congreso de PSOE, celebrado en junio de 2017, fue reelegido secretario general. Antes de su celebración, Sánchez reveló su proyecto político en un documento titulado Somos socialistas. Por una nueva socialdemocracia. Con un lenguaje marxista proponía alcanzar una sociedad postcapitalista después de batir al neocapitalismo liberal y al conservadurismo del Partido Popular. La nueva sociedad nacería en el marco de la revolución tecnológica y de la lucha global contra la desigualdad. Pero tumbar el sistema capitalista requeriría tiempo. Veinte años al menos. Porque la transición hacia la nueva sociedad "no será repentina, ni será violenta, llevándose por delante el orden democrático; no es necesaria una revolución..".. El camino es implantar de forma progresiva "las reformas necesarias para que la propia realidad social camine en la dirección adecuada". No es "un parche, es un legado". Esta aparente renovación ideológica manteniendo los principios fundacionales del socialismo es un plagio del pensamiento de Friedrich Engels, autor junto a Carlos Marx del Manifiesto Comunista de 1848, que al final de su vida (murió en 1895) revisó la profecía marxista del hundimiento súbito del capitalismo y abogó por una revolución que se apoyara en la democracia para incorporar otros sectores de la sociedad enemigos de la burguesía capitalista en un proceso necesariamente largo. El Congreso extraordinario de 1979 asumió las ideas de Engels, con el apoyo de Felipe González, aunque a su llegada al poder en 1982 decidió guardar en un cajón esta ponencia ideológica. De modo que el proyecto mesiánico de Sánchez de 2017 es un doble plagio.

La Torre de Babel, en el CongresoEl sanchismo parte de un axioma a su juicio indiscutible. La Constitución de 1978 sirvió para la transición a la democracia, pero en la actualidad se encuentra totalmente agotada, especialmente en el plano autonómico. Por eso, Sánchez incluye la reforma constitucional y preconiza la transformación de España en un Estado federal plurinacional. Y puesto que ninguna reforma puede hacerse sin su consentimiento del pueblo español, titular único de la soberanía nacional, resulta imprescindible debilitar los pilares de la Constitución, poniendo en cuestión el Estado de las autonomías para implantar una conciencia federalizante que culmine en la conversión de España en un Estado federal. De ahí, por ejemplo, el empeño en debilitar la capitalidad de Madrid. En un delirio sin precedentes, en sintonía con Pedro Sánchez, el presidente valenciano Puig acaba de proponer que el Senado se traslade a Barcelona, el Tribunal Supremo a Castilla y León, el Tribunal Constitucional a Cádiz, el Tribunal de Cuentas a Aragón, el Consejo de Estado a Castilla-La Mancha y repartir todas las instituciones públicas a lo largo y ancho de la geografía nacional. No es de extrañar que Sánchez haya dado comienzo a la descentralización de nuevas agencias estatales, vetando que Madrid sea la sede de la nueva Agencia Espacial Española.

El proyecto federalizante niega que España sea una nación. No hay un pueblo español sino un conjunto de pueblos. La Constitución parte de la idea contraria. Somos una nación, plural si se quiere, donde se integran nacionalidades y regiones a las que se reconoce y garantía el derecho a la autonomía (art. 2 de la Constitución). Pero esa España plural ha alumbrado, desde hace siglos, un Estado único, que no unitario, dotado de facultades suficientes para garantizar la libertad y la seguridad de los españoles, asegurar el libre ejercicio de sus derechos fundamentales y promover su bienestar y prosperidad, en el marco de una sociedad democrática.

Pues bien, el pasado 21 de junio en el Congreso Sánchez tuvo la oportunidad de oro para avanzar en su proyecto político de una manera espectacular. Sin embargo, por fortuna, le temblaron las piernas y se sumó a los grupos constitucionalistas, que no quieren que el Congreso se convierta en una nueva Torre de Babel que, según el famoso relato bíblico, provocó la confusión de lenguas para desgracia de la humanidad.

El caso es que los socios del Gobierno (ERC, Podemos, PNV, Junts Per Cat, CUP y Bildu) habían presentado una propuesta de reforma del Reglamento del Congreso para reconocer el derecho de los diputados procedentes de Comunidades con lengua cooficial a realizar todas sus actividades orales o escritas en el Congreso en dicha lengua. Con traducción automática y reflejo en el Boletín Oficial y el Diario de Sesiones de la Cámara. De esta forma, el Congreso reflejaría la imagen de un Estado plurinacional.

No hace falta ser jurista para entender lo que dice, con claridad meridiana, el artículo 3º de la Constitución. El castellano es la lengua oficial en todo el territorio nacional. Los constituyentes tuvieron en cuenta que con el devenir de la historia la lengua de Cervantes se había convertido en el idioma común de todos los españoles. Y no solo en España. El castellano -al que llaman español- es oficial en los países hispanoamericanos. También habla español un porcentaje muy elevado de la población norteamericana.

Pues bien, la imagen del Congreso reflejando cómo sus diputados se colocan audífonos o pinganillos para entender al orador que utilice la lengua oficial de su respectivo territorio autonómico transmitiría la idea de que España no existe. Es un mero conglomerado confederal o federal de pueblos diferentes que, por el momento, aceptan pertenecer a un Estado multilingüe al que llaman "polifónico" y "policéntrico". Una imagen semejante transmitiría la idea de que nuestra Constitución ha quedado obsoleta cuando establece que la titularidad de la soberanía nacional corresponde al pueblo español (art. 1º, 1) y proclama que el fundamento mismo de aquélla es la unidad indisoluble de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles (art. 2º).

Por otra parte, se vulneraría el derecho de los diputados monolingües a que los debates se realicen en el idioma oficial común de los españoles y no tengan que enterarse de lo dicho en la tribuna de oradores por los diputados bilingües a través de un traductor que puede errar en la traducción o no saber cómo traducir las numerosas modalidades o frases hechas propias del castellano que no responde a la literalidad de sus palabras. Todo esto destrozaría la fluidez del debate.

Durante el debate, los proponentes trataron de convertir el rechazo en una nueva demostración de la imposición del castellano mediante la persecución del Estado español contra las lenguas propias de las Comunidades. Se produjeron algunas escenas grotescas como la protagonizada por el portavoz de Podemos Pablo Echenique, de origen argentino, que leyó unas palabras en la fabla aragonesa que, por cierto, no tiene carácter de lengua oficial en el Estatuto de Aragón.

Los proponentes tampoco hicieron mención alguna al dispendio económico que supondría la introducción del multilingüismo (medios personales y técnicos), al inevitable retraso de las publicaciones oficiales ni tienen en cuenta que, como hace el Parlamento de Cataluña respecto al texto en catalán, sólo tendría valor oficial el texto en castellano.

Esperemos que al sanchismo, tras su batacazo en Andalucía, le sigan temblando las piernas ante futuras citas electorales y no se trate de un mero repliegue táctico. La verdad es que su trayectoria impide confiar en su credibilidad. La única forma de no engañar a los españoles es que el PSOE renuncie a su utopía revolucionaria y sea fiel a los principios constitucionales de libertad, igualdad, justicia y solidaridad. Me temo que no va a ser así y, por el contrario, quiere acelerar el proceso revolucionario. Si el Parlamento aprueba la ley que permita al CGPJ nombrar a los dos magistrados del Tribunal Constitucional se habrá consumado el asalto a la democracia. Sin necesidad de reformar la Constitución, con una mayoría progresista en el TC, Sánchez y sus socios podrán ponerla boca abajo. El presidente del CGPJ, Carlos Lesmes, deberá decidir si quiere pasar a la historia como el Kérenski de la Justicia española.

Jaime Ignacio del Burgo fue senador constituyente, diputado y primer presidente democrático de la Diputación Foral o Gobierno de Navarra.

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