La torre de marfil y los vientos de la guerra

Este año, tengo la inmensa fortuna de encontrarme en el Instituto de Estudios Avanzados de Nantes, junto a 23 investigadores de todos los campos de la investigación filosófica, histórica y social en las cinco partes de la Tierra. El clima de entendimiento y los proyectos comunes no han podido ser mejores hasta ahora. De pronto, los atentados de París irrumpieron en nuestro cielo como un meteoro. Casi todos participamos de la ceremonia que se extendió a toda la ciudad a las 24 horas de los ataques: prendimos una vela en las ventanas de casa y Nantes se iluminó de un cabo al otro. Quisimos luego acordar una declaración común, pero no logramos el consenso necesario para redactarla. Me permito aludir a la discusión sobre ese texto, que nunca existirá, y citar algunas de las partes discutidas, pues entiendo que los lectores de una sociedad abierta y plural tienen el derecho de conocer los dilemas, entre triviales y desgarradores, risibles y trágicos, que los hechos actuales de guerra producen en el horizonte de la vida intelectual. Simplemente porque cualquier persona fuera de esta “torre de marfil”, según calificó el sitio uno de los colegas, algo indignado frente a nuestra incapacidad de escribir dos parágrafos de consuno, podría enfurecerse y producir el texto testimonial que buscábamos. No mencionaré los nombres de los fellows que participamos del debate, ya que deseo evitar los abusos de confianza.

Las cosas marchaban a buen puerto cuando concluimos un primer parágrafo de expresión de tristeza, condolencias y acompañamiento del dolor colectivo del pueblo francés, que es nuestro anfitrión en este lugar privilegiado. Pero, el segundo parágrafo despertó resistencias inmediatas. Decía lo siguiente: “En momentos de tantas pérdidas humanas y de tanto daño infligido a una nación, no es fácil conservar el sentido de equilibrio y no ser arrastrado por pasiones como la ira y la venganza. Medidas razonables para mejorar la seguridad pueden ser necesarias y seguramente habrá de adoptárselas. Al mismo tiempo, es imperativo no actuar en un sentido que sólo perpetuaría un ciclo interminable de violencia y contra-violencia y pondría en peligro nuestros valores de libertad, igualdad y fraternidad para todos los seres humanos. Prestemos oídos al consejo atemporal de Buda: ‘El odio que se alimenta del combustible de las justificaciones debe ser conjurado por el agua de la compasión, no alimentado con la leña de las razones y las causas”. La línea divisoria aproximada se sintetiza así, a grandes rasgos: los europeos (en un sentido amplio, que supera el espacio de Schengen), un norteamericano y un africano manifestaron su desacuerdo; los asiáticos (indios en su mayoría), otros africanos, los árabes, los latinoamericanos, dos europeos y un norteamericano se pronunciaron a favor. Téngase presente que también hubo personas de los horizontes de cultura que acabo de trazar a uno y otro lado, sucesiva y alternativamente, de esa frontera porosa. Las razones del rechazo eran múltiples e iban desde la inoportunidad de dar ningún tipo de consejo o advertencia a los franceses o a su Gobierno en medio de la catástrofe, hasta el hecho de abrir el camino a interpretaciones muy dispares que podrían proporcionar argumentos a los partidos de extrema derecha en Francia y en Europa. Alguien dijo que citar a Buda era contradictorio respecto de nuestras pretensiones de aparecer como “representantes de cinco continentes y varias fes e ideologías”. Un fellow filósofo, procedente de un país castigado por los terrorismos de las minorías y su contraparte del Estado, atacó el lazo necesario que el segundo parágrafo anudaba entre violencia y no violencia. Cito la objeción por la densidad argumentativa y cultural que posee: “La violencia y la no-violencia no forman una pareja indisoluble en la que la una genera a la otra; la violencia, especialmente ejercida contra civiles, es una cosa por sí misma, y cualquier respuesta contra ella, por más fuerte que sea, procura destruir la violencia inicial. ‘Las cenizas de Klaas golpean mi corazón’, escribió Charles de Coster en 1867. ¿Deberíamos ‘relativizar’ acaso las cenizas de las víctimas de París o de los niños en el avión ruso en Egipto u otras muchas víctimas alrededor del mundo?”.

Los partidarios del segundo parágrafo insistieron en que era imperioso ir más allá del pésame. Decir algo relativo a las consecuencias deletéreas que, para la causa de las libertades públicas, ya habían tenido los hechos terroristas y que podían ser aún más graves a la hora de erigir los mecanismos inevitables de defensa. Alarmaba una de las precauciones que las autoridades de la Universidad de Nantes solicitaron a sus alumnos tener muy en cuenta en lo sucesivo. La transcribo: “Señalar las acciones o comportamientos manifiestamente anormales que podrían hacer pensar que un acto malévolo será cometido”. Recuerdo la película Minority Report. Aclaro que las demás cláusulas del programa Vigipirate conservan su razonabilidad en el contexto de desasosiego social que vivimos. No obstante, es evidente que las experiencias traumáticas de latinoamericanos, árabes, indostánicos y africanos, vividas en los tiempos de sus dictaduras o estados de emergencia del pasado y de la actualidad, pesaban a la hora de discutir en favor de la conservación del parágrafo de los reparos y precuaciones. Un mail, cuya altura de miras todos comprendimos y aceptamos, dio por tierra con esa parte del texto. “Creo que todavía tenemos la chance de suscribir una declaración. Lo digo por una razón práctica. Para quienes pretenden decir algo más siempre será posible hacerlo en otra parte pero, para quienes desean decir menos, sería imposible desdecirse si hubiesen puesto allí sus nombres”. La declaración sigue paralizada. A pesar de que una politóloga y periodista suiza, quien visitó el Instituto el jueves de esa misma semana, nos había instado a emitir una opinión sobre el más allá conceptual y existencial del acontecimiento.

Me atrevo a proponer dos conclusiones provisorias. El límite cultural entre países desarrollados y países en desarrollo subsiste, claro que ahora la situación se habría invertido. Quienes antes clamaban por un núcleo humanista de valores —libertad, igualdad, fraternidad— ahora consideran impertinente recordárselo a sus inventores y defienden las medidas de vigilancia extrema; quienes antes toleraban los regímenes despóticos y hasta totalitarios en aras del desarrollo económico hoy se sienten amenazados por la crisis del Estado de derecho, construido sobre el respeto primordial de las garantías y libertades de los individuos. Es un dato importante el que uno de nosotros se haya sentido amenazado en las calles de la ciudad por lo que el color de su piel despertó en ciertos majines de número nada desdeñable. La segunda conclusión se refiere a una contradicción esencial, profunda, en los materiales que los pensadores más altos de la humanidad tienen para ofrecernos respecto de la guerra y de la paz. En el Enrique V, Shakespeare puso en boca del personaje principal lo que sigue: “En tiempo de paz, nada conviene al hombre tanto como la modestia tranquila y la humildad; pero cuando la tempestad de la guerra sopla en nuestros oídos, nos es preciso imitar la acción del tigre”. En la víspera de Navidad de 1940, Gandhi escribió una carta demasiado ingenua a Adolf Hitler en la que decía: “Sabemos lo que el calcáneo de los británicos significa para nosotros y las razas no europeas del mundo. Pero jamás querremos eliminar el Gobierno británico con la ayuda alemana. Encontramos en la no-violencia una forma que, si se organiza, puede contrarrestar por sí misma la combinación de las fuerzas más violentas del mundo. […] Se trata de ‘hacer o morir’ sin matar ni herir”. ¿Tigres o palomas? ¿Estaremos todavía a tiempo de buscar un tercer animal que nos sirva de modelo? Ojalá. Que cada uno de nosotros proponga el suyo y discutamos. Por ahora, no veo otra alternativa para ocuparnos como Dios manda de nuestra humanidad.

José Emilio Burucúa es historiador y escritor argentino, autor de Enciclopedia B-S (Periférica).

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