La tozudez de Sarkozy

Las expulsiones masivas de grupos de personas de etnia gitana en Francia, realizadas con el argumento de que amenazan la seguridad pública, no solamente vulneran el derecho comunitario, sino que ponen en cuestión los principios básicos del modelo de convivencia europeo. Además, dichas deportaciones, por la forma en que se producen y las intenciones que entrañan, no son aceptables desde el punto de vista moral y degradan la dignidad tanto de quien las sufre como de quien las decide. Estas medidas políticas contribuyen a generar un falso debate internacional, que estigmatiza y culpabiliza a las personas diferentes y degrada la calidad de nuestra democracia.

La larga historia de persecución de los gitanos en Europa se tiñe de nuevo de negro con acontecimientos dramáticos en los que grupos de romá rumanos y búlgaros, muchos de ellos menores de edad, son invitados a regresar forzosamente a sus países, de los que, sin duda, retornarán transcurridos unos meses.

Estas expulsiones no son exclusivas de Francia o Italia, pues según los informes de la Comisión Europea, también se han dado en países como Suecia, Alemania o Dinamarca; el agravante en los dos primeros casos es que se hacen de modo masivo, con luz y taquígrafos y sin ningún pudor, en un claro contexto de búsqueda de rentabilidad política a costa del deterioro de las libertades fundamentales.

Los Estados miembros tienen la responsabilidad de asegurar el orden público y la seguridad en sus territorios; pero han de hacerlo respetando las reglas comunes europeas de libre movimiento, no discriminación y de acuerdo a la Carta de Derechos Fundamentales. Toda persona que infringe la ley ha de afrontar sus consecuencias, pero nadie puede ser expulsado de un país solo por el hecho de ser gitano. Los acontecimientos de Francia, con evidente repercusión mediática en toda Europa, suponen una vuelta de tuerca más en la generación de actitudes negativas y prejuicios que degeneran la convivencia. Mientras el debate sobre la población romá y sobre la política migratoria se ha trasladado al campo de la seguridad, algunos gobernantes parecen olvidarse de que el deber primordial de salvaguardar los derechos y el bienestar de toda la ciudadanía corresponde a los Estados y de que un principio jurídico firmemente establecido es que solo puede hablarse de delito cuando se ha determinado la culpabilidad de una persona ante un tribunal.

La Unión Europea es el resultado de décadas de esfuerzos para garantizar el progreso económico y democrático. En su seno no cabe la discriminación por raza, color, etnia, origen social o nacionalidad. Una persona que infringe la ley amenazando la seguridad y el orden público puede ser enviada a su país de origen; pero esto ha de hacerse con claras salvaguardas, siempre caso por caso, respetando el principio de proporcionalidad y basado exclusivamente en la conducta individual. La Directiva Europea de Libre Circulación deja claro que la decisión ha de ser por escrito, completamente justificada y sujeta a apelación;además los ciudadanos europeos han de contar, al menos, con un mes para partir y en toda acción de expulsión los derechos de los niños han de prevalecer.

Tras la II Guerra Mundial aprendimos que no se puede someter a ningún grupo a castigos colectivos o expulsiones en masa por razón de su etnia o nacionalidad. Al vulnerar los derechos fundamentales en nombre de la seguridad, estas expulsiones establecen un precedente preocupante. En la base de los prejuicios y del racismo está el tratar a las personas, no en función de sus actos, sino del color de su piel, etnia o nacionalidad. Con esta conducta, pertenecer a determinadas categorías étnicas o proceder de ciertos países, se convierte en un estigma y motivo de sospecha, prejuzgando así a las personas como delincuentes.

Ni las políticas de asimilación ni las de exclusión han dado históricamente resultados con la comunidad gitana; lo que realmente da resultados son las políticas sociales en las que se garantizan los derechos y se exigen responsabilidades. La comunidad gitana quiere integrarse y aspira a mejorar su bienestar como el resto de la ciudadanía. Lo único que necesita son oportunidades: una vivienda digna, mejor educación para sus hijos, un empleo y, en definitiva, mayor calidad de vida. La experiencia española de los últimos 30 años demuestra que con políticas permanentes de apoyo la mayoría de gitanos a medio plazo se integran.

En mis misiones por Centroeuropa y por los Balcanes he podido constatar cómo tras la caída de los regímenes comunistas la situación de la población romá se ha ido deteriorando progresivamente: a la pérdida de empleo le siguieron la segregación escolar, la aparición de poblados gueto, el rechazo generalizado de la población, etcétera. Los países de los que proceden estos gitanos nunca han mostrado una voluntad decidida por su integración; por eso, sus condiciones de vida empeoran al mismo tiempo que crece el rechazo social.

Francia, Italia, Rumania, Bulgaria, al igual que otros países, tienen los medios y la capacidad para afrontar de una manera decente y decidida la integración de la comunidad gitana. Estoy seguro de que la mayoría de los franceses tienen una idea más noble de la identidad nacional que la que intentan transmitir sus gobernantes, motivados por intereses electoralistas que animan fantasmas. Este conjunto de medidas autoritarias, que confunden inmigración e inseguridad o que buscan chivos expiatorios para mitigar el malestar del país, suponen un grave atropello, al que seguirá la más completa ineficacia. Se trata de un asunto de derechos humanos, algo vital para la paz y la cohesión europea y lo que no se hace pronto, habrá que hacerlo tarde, lógicamente con más costes.

La mayoría de los ciudadanos creemos en el valor de la democracia, que entraña la dignidad de toda persona, independientemente de su origen y condición, y no estamos dispuestos a renunciar a una sociedad en la que se respete a todos sus individuos. Para que esto sea posible, es imprescindible facilitar a toda persona una protección jurídica adecuada y unas condiciones dignas de vida. Por ello no podemos sino repudiar y denunciar el comportamiento del Gobierno francés, al igual que el de otros que calladamente actúan con los mismos postulados o de quienes en nuestro país tengan la intención de bailar al son de esa música. Hemos de exigir que tanto la Unión Europea como los Estados tomen las medidas necesarias para que la población romá pueda vivir en Europa con dignidad, sea aceptada y respetada y se integre definitivamente. De lo contrario ¿qué sociedad nos cabe esperar?

José Manuel Fresno, asesor de la Unión Europea en Minorías y presidente del Consejo para la Promoción de la Igualdad de Trato y la no Discriminación de las Personas por el Origen Racial o Étnico del Ministerio de Igualdad.