La tragedia del Sahara

La tragedia del Sahara«La cuestión del Sahara es el resultado de una serie de errores, ambiciones y cortedades por parte de todos, empezando por los españoles y terminando por los propios saharauis», así empezaba mi crónica en ABC el 22 de septiembre de 1977, para añadir que era hora de exponerlo para que no se repitiese y pudiera llegarse a una descolonización real del territorio. Han pasado 44 años y seguimos en las mismas, sólo que peor para todos: marroquíes, argelinos, mauritanos y españoles.

Nuestro error fue creer que podíamos descolonizar el Sahara convirtiéndolo en una provincia más. Incluso enviamos a varios jeques con sus vistosas capas azules a declarar ante el Comité de los 24 «que ya estaban descolonizados, pues eran procuradores de las Cortes españolas». Provocando un tragicómico incidente: uno de los ‘peticionarios’ marroquíes dijo: «El señor que les acompaña es un oficial español que me metió a patadas en un calabozo». Como la palabra ‘oficial’ en inglés sirve igual para civiles que para militares, la delegada holandesa preguntó entre sorprendida y escandalizada: «¿Quiere decir que el señor Piniés le encarceló brutalmente?». Las risas en la sala disolvieron la tensión y el equívoco. Pero al fondo había una seria grieta en el Gobierno español. El Sahara, con Ifni, Fernando Poo y Guinea Ecuatorial, no dependían del Ministerio de Asuntos Exteriores, que había aconsejado contra ese envío, sino bajo el organismo Marruecos y Colonias que llevaba Carrero Blanco, convencido de que el Sahara era la primera defensa de Canarias. En lo que no se equivocaba. Aunque las capas azules no volvieron a verse por la ONU y España rehizo su estrategia, apoyando una auténtica descolonización basada en un referéndum de sus habitantes. Temiendo perderlo, Marruecos se opuso de todas las formas posibles, para terminar aceptando la propuesta de Argelia de llevar el asunto al Tribunal de La Haya, pensando tal vez que no lo resolvería nunca y pudiera anexionarlo de facto. Las políticas argelina y marroquí para el Sahara tienen más de negativo que de positivo: impedir que el otro se haga con el Sahara, lo que lo convertiría en el señor del Magreb. En cuanto al otro personaje del drama, Mauritania, a quien pertenece realmente el Sahara, como arroja un simple vistazo al mapa, su única obsesión es que ninguno de los dos se apodere de él. Mientras, los saharauis cometieron el inmenso error de enfrentarse a España, incluso cuando ésta había comprendido que lo mejor que podía hacer era salir de allí lo más dignamente posible, es decir, tras un verdadero referéndum con un gobierno estable, que buscase la seguridad y bienestar de su pueblo.

Pero basta leer los informes de las distintas comisiones que la ONU ha enviado a aquel país para darse cuenta de que se trata de una tarea imposible. De entrada, el pueblo saharaui suele cambiar de lugar, con lo que hacer un censo es dificilísimo. Está luego el hecho de que bastantes viven en los países vecinos, actualmente buena parte en Argelia, como refugiados, con todo tipo de problemas. Y para colmo, tampoco están de acuerdo con cuál vivirían mejor. El mejor ejemplo lo dio el Polisario, formado especialmente por jóvenes policías y militares que rechazaban pertenecer tanto a España como a Marruecos y aspiraban a tener su propia nación. Sueño legítimo, pero dificilísimo de alcanzar dado, primero, la extensión del territorio, la mitad de España; su escasa población, 200.000 habitantes; la falta de infraestructuras, educación no ya superior, sino media, y, sobre todo, los dos vecinos que se lo disputan con idéntico ardor, lo que los condena a vivir eternamente en la precaria situación de campos de refugiados en que se encuentran la mayoría de ellos. Seguro que bastantes habrán pensado que, a estas alturas, podrían ser una comunidad autónoma española, elegir su propio gobierno, recibir las atenciones de un Estado social, estar defendidos de vecinos rapaces y ser ciudadanos europeos, sueño de la inmensa mayoría de los africanos, al haberse dejado llevar por ese trastorno mental que es el nacionalismo. Algo que alcanza tanto a Marruecos como a Argelia, que gastan sus mejores energías en esta rivalidad cutre, que no les trae más que disgustos. Pero está visto que el hombre tropieza no dos, sino doscientas veces en la misma piedra.

La ONU no es ajena a tal estropicio. Si su Asamblea General hubiese aceptado la oferta española de celebrar un referéndum en el Sahara bajo los auspicios y supervisión de Naciones Unidas durante el primer semestre de 1975, la descolonización del territorio se hubiera hecho por su vía normal y posiblemente a estas alturas el Sahara sería un país independiente. De qué tipo, ya no me atrevo a señalar, pero mejor de lo que está hoy, seguro.

Me queda justo el espacio para abordar lo que ha venido siendo un baldón para nuestro orgullo e incluso un cargo de conciencia: la salida del Sahara, con las banderas arriadas sin los deberes hechos. Pero ¿qué podíamos hacer? Nadie había actuado con dignidad, sólo atendiendo a sus intereses más bastos. Marruecos el primero. Contra toda ley de paz y de guerra, lanzó una marcha multitudinaria de mujeres, niños y viejos desarmados contra las líneas fronterizas saharianas, como hoy contra Ceuta por mar. ¿Qué iba a hacer el Ejército español? ¿Ametrallarles? Puede que a su Gobierno no le importara mucho, dado el desprestigio que significaría para España. Recuerdo aquella noche triste, con el Consejo de Seguridad de la ONU siguiendo minuto a minuto los acontecimientos. En una pausa, me encuentro a Fernando Arias Salgado, que ha sustituido a Piniés, en el hospital. «He pedido a los argelinos -me dice- que unan un regimiento a nuestras tropas. Solos no podemos detener la avalancha». Pero ellos, muy cucos, se niegan. Su viejo sueño es que el Ejército español destroce al marroquí, sus grandes enemigos. Pero el Ejército español no puede prestarse a tales bajezas y pronto llega la orden de retirada, amarga, pero sin mácula, y hoy acogemos tanto a saharauis como a marroquíes, siempre, cómo no, que cumplan los requisitos. Por cierto: el oficial que organizó la Marcha Verde se había formado en la Academia española de Intendencia. Todo un triunfo para ella, pues no era fácil abastecer durante varios días a una multitud caminando por el desierto.

Para resumir: cuatro naciones, con Túnez, que de haber unido esfuerzos y con la ayuda de sus exmetrópolis hubieran formado la Confederación del Magreb, la más pujante de África, se dejaron llevar por la fiebre nacionalista para malgastar sus esfuerzos combatiéndose entre sí. La yihad islámica, con su terrorismo teocrático, encendió la mecha. Mientras uno de los protagonistas del drama, Abdelaziz Bouteflika, embajador de Argelia en la ONU, acabó de mala manera su mandato como presidente de su país. Es el mejor ejemplo de que la descolonización de África se hizo mal, hasta el punto de convertirse en el continente enfermo del planeta.

José María Carrascal es periodista.

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