La traición de España a sus jóvenes

Un hombre ondea la bandera española durante la marcha por el Día de la Hispanidad, el 12 de octubre de 2018. Credit Manu Fernández/Associated Press
Un hombre ondea la bandera española durante la marcha por el Día de la Hispanidad, el 12 de octubre de 2018. Credit Manu Fernández/Associated Press

Si la mayor desgracia de la juventud es “no pertenecer a ella”, como decía Salvador Dalí, su mayor frustración debe ser serlo en lugares donde supone una desventaja. España se ha convertido en uno de ellos.

Los jóvenes españoles tienen la segunda tasa de desempleo más alta de Europa —36 por ciento—, ocupan los primeros puestos en fracaso educativo y los últimos a la hora de independizarse del hogar. A esto se suma el bajo índice de natalidad en España, que está provocando un envejecimiento de la población y que inclinará la balanza de las decisiones políticas aún más a favor de los mayores.

Mejorar la situación de los jóvenes en España es uno de los grandes desafíos para los próximos años de la nación que, para 2040, será la más longeva del mundo. No se trata de entrar en batallas generacionales, pero la baja participación de los menores de 30 años en las elecciones y su desinterés en la política hacen más difícil la incorporación de sus problemas al debate nacional. Si los jóvenes españoles quieren ser tenidos en cuenta, tendrán que hacerse escuchar.

Los dos partidos que han gobernado más tiempo España en democracia, el conservador Partido Popular (PP) y el progresista Partido Socialista Obrero Español (PSOE), lo han hecho tradicionalmente gracias a la población mayor de 60 años, quienes hoy representan uno de cada tres votantes. No es casual que la inversión en la tercera edad haya sido desde la década de los ochenta hasta 35 veces superior a la destinada en políticas de infancia, juventud y educación.

Un país que deja atrás a sus jóvenes compromete su futuro y pone en riesgo sus logros. Cuando ese abandono se hace, además, para beneficio de su población mayor, se fomenta una fractura generacional que impide que la sociedad reme en la misma dirección. España podría enfrentarse a décadas de estancamiento y oportunidades perdidas si no revierte una situación que ha sido agravada por su clase dirigente, incapaz de movilizarse en cuestiones que no aportan rédito electoral inmediato.

La primera consecuencia de la falta de políticas en favor de la juventud es que uno los motores del milagro español, el optimismo que llevaba a cada generación a creer que viviría mejor que la siguiente, se ha desvanecido.

Ser joven en España solía ser una suerte en vísperas de la crisis económica de 2008. Nadie prestó atención a lo que ocurría en la trastienda de la fiesta, con un abandono escolar en máximos y un sistema educativo anticuado que no estaba preparando a los estudiantes para el mercado laboral con el que iban a encontrarse. Una década después, la resaca de aquella irresponsabilidad colectiva sigue ahí: uno de cada cinco jóvenes forman parte de los ninis, que ni estudian ni trabajan.

El Consejo de la Juventud de España (CJE) describe en su último informe a una juventud dividida entre quienes no han sido preparados para el futuro y los que, estando cualificados, se ven obligados a ocupar puestos menores o a aceptar sueldos que no les permiten incorporarse a la vida adulta. Al menos dos millones de españoles entre 16 y 29 años se encuentran en situación de pobreza, según el mismo estudio.

Lejos queda el mito repetido hasta la saciedad por los gobernantes españoles de que el país contaba con la generación mejor preparada de la historia. La confusión vino de la idea de que cuantos más másteres, cursos y títulos se acumularan, aunque fueran inservibles y asignaturas clave en un mundo global como el inglés se dejaran de lado, mejor sería la entrada en el mundo laboral. La realidad es que las trece reformas educativas en las últimas tres décadas —el Gobierno prepara una nueva para este año— solo han conseguido desmotivar a los profesores y hurtar a los alumnos la formación que necesitaban. Los intereses partidistas, la ideología y las inercias del pasado se han impuesto al interés de estudiantes que son formados para el siglo XXI en un sistema educativo del siglo XIX.

Los mejor preparados empezaron a emigrar tras el estallido de la crisis, llevándose su talento a países dispuestos a aprovecharlo, lo que provocó el mayor éxodo de jóvenes migrantes en democracia. Desde 2008, nada ha cambiado: a pesar de que la economía ha mejorado, el modelo que sobreprotege a los mayores e ignora a los jóvenes permanece intacto. Mientras, el debate político sigue centrado en cómo mejorar la pensión de los jubilados, algo en lo que los partidos sí se ponen de acuerdo. Las urgencias de la juventud han visto pasar de largo el tren de las oportunidades.

“La sociedad española tiene una deuda pendiente con nuestros jóvenes”, decía el mes pasado el rey Felipe VI, admitiendo que el país les ha fallado. Lo que no se sabe es cómo piensa la clase dirigente saldar esa deuda, en caso de que haya intención de hacerlo. Lo más probable es que sea tarde para los hijos de la Gran Recesión —la ironía duele: no la provocaron ellos, sino sus mayores—, pero España está a tiempo de no repetir los mismos errores con las generaciones que vienen detrás.

Ha llegado la hora de dejar a un lado sectarismos e ideologías para lograr un gran pacto nacional por la educación que renueve y modernice escuelas y universidades. La innovación y el emprendimiento, obstaculizados por la burocracia, el enchufismo y la promoción del funcionariado, necesitan políticas que premien el empuje y el arrojo empresarial. El mercado laboral, diseñado para proteger a quienes tienen empleos de larga duración, debe incorporar medidas que fomenten la contratación de los jóvenes y que les protejan de quienes les utilizan como becarios indefinidos, convirtiéndoles en parias laborales.

El gobierno ha propuesto algunas medidas que van en ese camino, pero la historia reciente no invita al optimismo en cuanto a su puesta en práctica.

Relanzar el optimismo de las nuevas generaciones y acabar con la desidia de los políticos también exige que los jóvenes pongan más de su parte. Lamentarse no es una estrategia de acción. Uno de los motivos de que los dirigentes españoles presten atención a los mayores es que temen su capacidad para castigarles electoralmente. La participación a través del voto, una mayor implicación en la sociedad civil y la movilización frente a las injusticias serán claves para que los jóvenes sean tenidos en cuenta.

Si España no quiere arriesgar los logros de las últimas cuatro décadas en democracia, sus dirigentes tendrán que empezar a escuchar a quienes deben consolidarlos o mejorarlos. La alternativa es un futuro en manos de una generación desencantada y resentida hacia el país que les traicionó.

David Jiménez es escritor y periodista. Su libro más reciente es El lugar más feliz del mundo.

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