La traición de Zeus

Afrodita le dijo: «¿Tal vez ignoras que eres esposa de Zeus? Contén tu llanto y aprende a hacerte digna de la elevada suerte a la que estás llamada. De hoy en adelante una parte del universo llevará tu nombre». Y la joven Europa, la muchacha de Oriente raptada por Zeus transmutado en un enorme toro blanco, se sometió a la voluntad del todopoderoso dios griego.

Así nació la idea de Europa cuando el mundo necesitaba mitos para aplacar la incertidumbre. La literatura y el arte se pusieron al servicio del relato y la muchacha fenicia a lomos de un toro se convirtió en el icono de un mundo que aún no tenía fronteras, pero sí voluntad de imponerse. De los sentimientos de la joven, poco se sabe. La mayoría de los autores la imaginaron feliz en la aventura. Otros le concedieron lágrimas y lamentos que se acallaron rápidamente ante el regio porvenir que le ofrecía Afrodita.

Los mitos antiguos están hechos del mismo material que los sueños, pero sin su inocencia. Sirvieron para explicar todo lo que se desconocía, pero también para modelarlo a voluntad de quienes los imponían. Eran una herramienta de identidad, de definición de los pueblos. El mito de Europa nace con un rapto, con el sometimiento de Oriente, y con la determinación de imponer el predominio griego. Europa era Grecia. Europa se explicaba frente a los otros y el dolor de ellos ni siquiera se consideraba. ¿Acaso sienten los otros? ¿Acaso sufrió la joven fenicia?

Y pasaron los siglos. La humanidad ingenió respuestas donde antes solo hallaba oscuridad. Vinieron guerras y periodos de paz. Los mapas se hicieron, se rehicieron y se volvieron a trazar. Los límites del mundo se ampliaron hasta más allá de lo imaginado. Y Europa siguió explicándose y construyéndose, demasiado a menudo, frente a los otros. A veces, los otros apenas eran visibles, negados en su identidad. Otras veces, los otros eran señalados y odiados en las calles europeas. El antisemitismo tiñó de vergüenza y horror la civilización que se había creído superior.
Hemos construido una sociedad en la que valoramos a las personas según su rentabilidad. Y ‘los otros’ solo poseen el dolor de la pérdida

Después de la segunda guerra mundial, una Europa herida necesitó volver a explicarse. Y así nació otro mito. Esta vez sin dioses ni doncellas, sino como una tierra de protección, un proyecto de paz, el lugar donde se defendían la solidaridad y los derechos humanos. Llegaron días de bienestar, de alianzas entre estados, de compromisos con los trabajadores, de orgullo de la identidad europea. Hasta que el pacto se rompió. La crisis económica ha hecho algo más que empobrecernos, ha cuestionado nuestra protección, los pilares del mito. El capitalismo financiero se ha impuesto. Instituciones que no votamos imponen sus normas, mientras los estados se debilitan y pierden soberanía. La austeridad robó el orgullo de los pueblos del sur y, de repente, temimos habernos convertido en los otros. Llegó el miedo, la desconfianza. Zeus había traicionado de nuevo a Europa.

Hoy, los refugiados mueren en nuestras fronteras. Cientos de miles de personas huyen de todos los nombres del horror. Seguimos en directo el relato de su tragedia. Y, a veces, nos revolvemos y tratamos de hacer algo, lo que sea. Unos se enfrentan al mar para rescatar vidas. Otros dedican palabras, donativos, ropa de abrigo… Individualmente, nos duele. Colectivamente, seguimos impasibles. Como si aún nos preguntáramos si ellos, los otros, también sienten como nosotros. Señalamos a los gobiernos de los países, a las instituciones europeas como los únicos culpables de la barbarie, pero ellos no hacen más que obedecer el eco de las calles. Son nuestros votos los que alientan a la ultraderecha. Es nuestra sensación de desamparo, nuestra desprotección la que nos instiga a no acoger a los que nada tienen. No es una cuestión de religiones, no es un asunto cultural. Simplemente, hemos construido una sociedad en la que valoramos a las personas según su rentabilidad. Y ellos, los otros, solo poseen el dolor de la pérdida.

No los queremos y les negamos su condición de ciudadanos. Nos sentimos autorizados a privarles de su dignidad, de su libertad, incluso de su vida. Y dejamos a nuestros hijos el legado de la crueldad y la discriminación. A imagen y semejanza de Zeus, permitimos que el dolor de una multitud agonizante no nos incumba moralmente. Su grito nos resulta ajeno. ¿Qué nuevo mito inventaremos para perdonarnos? Europa se desmiembra. Los enemigos son poderosos y los ciudadanos están demasiado cansados y atemorizados. Si hemos perdido el orgullo, ¿qué nos queda? ¿Seremos capaces de articular un proyecto político, también cultural, que se enfrente a la oscuridad?

La madre de Europa, Telefasa, hija del dios del Nilo y reina de Tiro, nunca aceptó la pérdida de su hija y partió en su búsqueda. Durante años trató infructuosamente de encontrarla. Murió de agotamiento en Tracia, región enclavada entre Bulgaria, Grecia y Turquía. Hoy, sigue muriendo allí mismo tratando de llegar a Europa.

Emma Riverola, escritora.

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