La traición en España

En todos los campos de la vida social existe un componente que es esencial: la relación de confianza. Si cualquiera de nosotros va a una tienda a comprar confía en que el vendedor le ofrezca un producto en buen estado, y este, a su vez, da por hecho que el dinero con el que pagaremos será verdadero. Lo mismo sucede en el campo de la economía, donde el valor de una moneda se devalúa si no goza de solidez financiera y de la confianza de un mercado cada vez más interconectado. Es una noción que domina tanto el ámbito familiar como el laboral, el amoroso y, en definitiva, todas las relaciones entre personas, creándose por último un vínculo.

Una vez que se produce la ruptura del vínculo de confianza es cuando comienzan los recelos, las desconfianzas y en no pocas ocasiones la infidelidad, es decir, la traición. Ya en la Edad Media, durante el reino visigodo, la confianza se sellaba a través de la unión entre el rey y los vasallos, y la quiebra de ese pacto por parte de los segundos conducía a su consideración como traidores al soberano, precisamente porque todo el poder estaba concentrado en torno a su figura y, además, era el representante de Dios en la tierra.

La idea según la cual un vasallo mantenía la fidelidad a su rey tendió a formalizarse mediante el juramento, acto que podríamos juzgar un mero formalismo sin importancia, al menos si tenemos en cuenta la teatralización que acostumbramos a ver en la vida pública española. Hoy en día es habitual que cada vez que un parlamento se constituye, ya sea en el Congreso de los Diputados o en cualquier otra cámara a nivel autonómico, sus señorías juren o prometan acatar la Constitución por el Rey, por España, por imperativo legal o por repúblicas imaginarias. Este tipo de fórmulas pueden servir para satisfacer el desahogo personal en el escaño, aunque por mucho que se decore, el hecho básico, que es la jura o promesa, se lleva a cabo igualmente.

Sin embargo, esta banalización no fue la tónica habitual, sino que la ceremonia que rodeaba al ritual del juramento se caracterizó a lo largo de la historia por poseer cierta proyección pública y un acusado simbolismo. En el Reino de Aragón, durante los tiempos de Felipe II, se trataba sin duda alguna del acto más importante porque creaba una serie de obligaciones mutuas entre rex y regnum, comprometiéndose el rey, en virtud de ese juramento, a regir con justicia el reino guardando sus leyes y costumbres.

Cuando hablamos de traición no estamos aludiendo a un tema que pertenezca al pasado. Es algo vivo, presente y cotidiano porque forma parte de la condición humana, aunque tal vez sea el político el ámbito donde más llame la atención ya que, de una forma u otra, la traición, el traidor y el traicionado suelen salir a la luz, tal y como tenemos oportunidad de comprobar asiduamente gracias a los medios de comunicación. No es necesario remitirse a evocadoras escenas románticas donde la deslealtad se produce desertando en el campo de batalla o clavando un cuchillo por la espalda, situación esta que todavía pervive en la cultura popular como frase hecha y que tan bien se aprecia en los asesinatos de Viriato o Julio César.

La traición es en el caso español un símbolo trágico, una especie de maldición que se ve más reforzada, si cabe, atendiendo a lo narrado por los grandes historiadores desde hace más de cinco siglos. Vemos así desfilar por la gran sinfonía que es la historia de España tanto episodios de traición como traidores de tipo. Notas discordantes que jugaron un papel clave en la visión que tenemos tanto del pasado como del presente.

Las traiciones están motivadas por diversos intereses. Uno de los argumentos más empleados es la codicia, el deseo de poseer más poder del que corresponde. Si ese poder no es otorgado, el sentimiento de agravio florece y se trata de obtener el objetivo sin importar los medios. La biografía del príncipe Don Carlos es un ejemplo perfecto de cómo la codicia, quizá llevado por sus políticos ardores, propios de la juventud, puede llevar a un hijo a traicionar al padre. Pretendió Don Carlos, con apenas veinte años y sin experiencia, gobernar el reino español arrebatándoselo a Felipe II, verdadero rey. La sed de poder llegó a nublar de tal modo su mente que no dudó en aliarse con los enemigos de España con el fin de colmar sus ansias personales de poder.

Otro esquema interpretativo recurrente fue el de los pueblos que ven en España al enemigo externo, como sucede con los nacionalismos gallego, vasco y catalán. Una de las partes -siempre la misma-, estima que está siendo injustamente tratada, que las ofensas padecidas van desde la imposibilidad de lograr la independencia política, al expolio de los recursos naturales o la creencia, directamente, de esa versión autocomplaciente basada en que la culpa siempre es del otro. Así nombraron los catalanes conde de Barcelona al rey francés Luis XIII tras una rebelión para, una vez bajo su autoridad, comenzar a plantear las mismas quejas que referían con respecto a Felipe IV y el conde-duque de Olivares unos años antes.

Tal vez alguna de estas escenas pueda resultar familiar al lector. No en vano planea sobre el Tribunal Supremo la sombra de la rebelión, delito que en otros códigos penales europeos se asocia con la alta traición. Pero quizá lo más fácil sea tropezar de nuevo en la misma piedra, la del odio y la traición que lleva caracterizando a España durante siglos y que parece querer volver a dominar la vida pública, ignorando los avisos que la historia nos envía. El problema es que para identificar esas señales es necesario conocerla y nadie parece estar dispuesto a hacerlo, sino que prefieren apelar a los sentimientos colectivos y quedarse en los símbolos y los mitos que tan provechosos son desde el punto de vista político.

Bruno Padín es historiador.

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