La trampa de Anápolis

«No habrá más asentamientos ni más confiscaciones de tierra». Estas palabras no han sido pronunciadas por ningún dirigente palestino, sino que han salido de los labios del propio primer ministro israelí, Ehud Olmert, en un intento desesperado por evitar el fracaso de la cumbre de Anápolis que se celebrará entre los próximos días 26 y 27. La experiencia nos obliga a observar este movimiento con suma cautela, sobre todo si tenemos en cuenta que hace tan sólo un mes se anunció la expropiación de 11.000 hectáreas de terrenos palestinos en el entorno de Jerusalén Este para construir 3.500 nuevos apartamentos. Como en el pasado, la congelación de la actividad colonizadora se supedita a que los palestinos detengan la violencia y desarmen a las milicias armadas, es decir, que se produzca un choque frontal de trenes entre Fatah y Hamás, algo no del todo improbable.

Dichas declaraciones se inscriben en un intento de resucitar la caduca Hoja de Ruta, que preveía el establecimiento de un Estado palestino difuso y sin fronteras, como medio para frenar las reclamaciones palestinas de un Estado viable en las líneas de 1967. Todo parece indicar, pues, que nos encontramos ante un nuevo ejercicio israelí de relaciones públicas tendente a mejorar su imagen en el ámbito internacional y vencer las resistencias de Arabia Saudí, renuente a tomar parte en la cita de Anápolis al considerar que no persigue promover una paz definitiva entre israelíes y palestinos, sino sondear una eventual normalización de relaciones entre Israel y los países árabes cercanos a la órbita estadounidense.

Como se ha repetido hasta la saciedad en las últimas semanas, la cumbre árabe-israelí que tendrá lugar la próxima semana tiene escasas, por no decir nulas, posibilidades de coronarse con éxito debido a una serie de razones: la debilidad de la Administración de Bush enfangada en Irak, la negativa del Gobierno de Israel a aceptar un Estado palestino viable y, por último, las diferencias palestinas en torno a cuáles son las líneas rojas que no deberían sobrepasarse en las negociaciones. Una muestra evidente del bajo perfil de la reunión es que las delegaciones han sido incapaces de consensuar una declaración de mínimos que allane el terreno para las negociaciones sobre los asuntos más espinosos -fronteras, asentamientos, refugiados y Jerusalén Este-, que se pretenden resolver antes de que George W. Bush abandone la presidencia.

Como algunos de sus antecesores en el cargo, el actual inquilino de la Casa Blanca ha sucumbido a la tentación de intentar pasar a la historia como el estadista que selló la paz definitiva entre israelíes y palestinos. Es importante destacar que, entre unos y otros, existen notables diferencias. Al contrario que los demócratas Jimmy Carter y Bill Clinton, el republicano George W. Bush se ha mantenido al margen del conflicto, dando luz verde a Israel para resolver a su manera la cuestión palestina por medio de la construcción del denominado 'muro del apartheid'. La errática lucha contra el terrorismo ha absorbido todas las energías de la Administración norteamericana y sus iniciativas en Oriente Medio se miden por fracasos, como el registrado en Irak que ha permitido a Irán acrecentar su peso en la región, por no hablar de la explosiva situación en Pakistán o Afganistán, donde los aliados estadounidenses se encuentran en una situación cuanto menos delicada. Su respaldo sin fisuras a las medidas expansionistas de Ariel Sharon y su apoyo a la ofensiva libanesa emprendida por Ehud Olmert descalifican al presidente Bush como el mediador honesto que tanto necesita el proceso de paz.

Por lo que respecta a la escena israelí tampoco parece que se den las condiciones necesarias para abordar una paz definitiva con los palestinos, toda vez que no existe un consenso político en torno a la necesidad de volver a las fronteras de 1967, tal y como exigen las resoluciones internacionales, ni tampoco de crear un Estado palestino viable y libre del control absoluto ejercido durante las últimas cuatro décadas. Ehud Olmert padece una grave enfermedad y, además, deberá afrontar en los próximos meses varios procesos judiciales por corrupción, hecho que le hace especialmente vulnerable a las cada vez más intensas presiones de los radicales de su Gobierno, incluido el ministro de Asuntos Estratégicos, el ultra Avigdor Lieberman, quien en más de una ocasión se ha pronunciado a favor de la 'limpieza étnica': la expulsión del millón de árabes que viven en Israel. Así las cosas, no debe extrañarnos que se haya emprendido la lucha para reemplazarle. El 'halcón' Benjamín Netanyahu, conocido por su defensa a ultranza del Gran Israel, es el que cuenta con mayores posibilidades para sustituirle, según pronostican la mayoría de las encuestas. ¿Respetará, de llegar a la presidencia del Gobierno, un eventual acuerdo con los palestinos cuando a mediados de los noventa hizo todo lo posible por dinamitar el Proceso de Oslo?

La división palestina no es menor que la israelí. La fragmentación territorial entre Gaza y Cisjordania, con un 'Hamastán' controlado por los islamistas y con un 'Fatahland' bajo mando de Fatah, es una muestra más del abismo ideológico existente en la sociedad palestina. En este contexto, la cumbre de Anápolis puede ser la última oportunidad del presidente Mahmud Abbas de frenar el creciente descontento en la calle palestina y, así, mantenerse en el cargo frente a las presiones no sólo de Hamás, sino de cada vez más sectores de la propia Fatah. De volver con las manos vacías, sería su apuesta por la moderación la que saldría derrotada. De darse esta situación, Abbas podría verse obligado a presentar su dimisión, dado que su inquebrantable respaldo a la negociación tan sólo habría cosechado premios de consolación por parte de Tel Aviv (como la liberación de unos centenares de presos palestinos) y vanas promesas por parte de Washington (en torno a la creación de un Estado de mínimos sobre los territorios autónomos situados entre los asentamientos israelíes).

Ignacio Álvarez-Ossorio