Una idea errónea de lo que impulsa el crecimiento económico se ha convertido en la amenaza más grave para la recuperación en Europa. Los políticos europeos están obsesionados con la "competitividad" nacional y parecen pensar realmente que la prosperidad es sinónimo de superávits comerciales. Esto explica en gran medida por qué se cita habitualmente a Alemania como ejemplo de una economía sólida y "competitiva".
Sin embargo, el crecimiento económico, incluso en las economías tradicionalmente orientadas a la exportación, se ve impulsado por el aumento de la productividad, no por la capacidad de capturar una parte creciente de los mercados mundiales. Si bien es evidente que las importaciones deben ser financiadas por las exportaciones, el énfasis en la competitividad del comercio está desviando la atención del problema subyacente de Europa: el muy débil crecimiento de la productividad. Y esto es un problema tan serio en las economías con superávits comerciales como en las deficitarias.
La idea de que el crecimiento económico está determinado por una batalla por la cuota de mercado mundial de productos manufacturados es fácil de entender para los políticos y de comunicar a sus electores. Las economías con superávits externos son vistas como "competitivas", independientemente de su productividad o su crecimiento. La balanza comercial se ve como el "resultado final" de un país, como si los países fueran empresas. De hecho, tienen poco en común (la balanza comercial es simplemente la diferencia entre el ahorro interno y la inversión o, en términos más generales, entre el gasto agregado y la producción), pero hablar de Deutschland AG o UK plc es conceptualmente atractivo y seduce con facilidad.
Los gobiernos obsesionados con la competitividad nacional tienen mayores probabilidades de impulsar políticas económicas perjudiciales. Si el crecimiento económico se considera dependiente de la competitividad en términos de costes de las exportaciones, los gobiernos se centrarán en temas que puede que tengan sentido para los exportadores, pero no para sus economías en su conjunto, como las políticas del mercado de trabajo destinadas a mantener artificialmente bajo el crecimiento de los salarios, que redistribuyen los ingresos del trabajo al capital y agravan la desigualdad.
De hecho, la disminución a largo plazo de la proporción del ingreso nacional correspondiente a sueldos y salarios en los últimos 10 años en casi todas las economías de la UE es un gran obstáculo para una recuperación del consumo privado. Y la otra cara de la disminución de los salarios y sueldos -un fuerte aumento en la proporción del ingreso nacional correspondiente a las ganancias de las empresas- no ha dado lugar a un auge de la inversión.
Esto no debería ser una sorpresa. Una empresa individual puede recortar los salarios sin poner en peligro la demanda de cualquier bien o servicio que produzca. Pero si todas las empresas reducen los salarios al mismo tiempo, la debilidad resultante de la demanda global socavará los incentivos de las empresas para invertir, lo que su vez deprime el crecimiento de la productividad.
En pocas palabras, reducir la proporción del ingreso nacional correspondiente a los salarios, aceptar un aumento importante de la desigualdad y estimular el aumento de la proporción del ingreso nacional correspondiente a las ganancias corporativas no es manera de lograr un crecimiento económico sostenible. Pero eso es precisamente lo que sucede cuando los gobiernos creen que la salvación económica radica en ganar una participación creciente de los mercados de exportación.
No es así. Existe una correlación muy fuerte entre elevar la productividad del trabajo y el crecimiento económico, que vale para los países con superávits comerciales, así como para aquellos con déficit. Por ello, lo que determinará en gran medida las perspectivas económicas de la Unión Europea será el crecimiento de la productividad, no el tamaño de su superávit comercial.
Desafortunadamente, el crecimiento de la productividad está disminuyendo en toda Europa, desde alrededor de 3,5% anual en la década de 1970 a apenas el 1% en la década de 2000. Y ha sido casi tan débil en el núcleo de la eurozona como en su atribulada periferia.
Los gobiernos en toda la UE deberían centrarse en incrementar la productividad no sólo en los sectores más expuestos a nivel internacional, como la manufactura, sino también en sectores menos transables, como los servicios, que ahora representan alrededor de dos tercios de la actividad económica. Sin mayores aumentos de la productividad allí, el crecimiento económico resultará difícil de alcanzar.
Sin embargo, el logro de mejoras supone el diagnóstico de por qué el rendimiento de la productividad de Europa, con unas pocas excepciones notables, ha sido tan malo. Existen dos problemas centrales. El primero son los niveles insuficientes de cualificación, agravados por la complacencia. Algunos países -Escandinavia y los Países Bajos, por ejemplo-muestran buenos resultados en este ámbito. Pero el panorama en otros lugares es fragmentario. Alemania tiene una buena formación vocacional, Gran Bretaña posee una buena cantidad de las mejores universidades, y Francia una buena educación técnica. Otros países, especialmente en el sur, muestran un mal desempeño en la mayoría de las áreas.
El segundo problema es una competencia inadecuada. En muchos sectores, los actuales titulares de un empleo están protegidos. Esto se justifica en términos de mantener la "justicia social" o defender a "campeones de la nación", pero no hace más que impulsar la búsqueda de rentas: la capacidad de determinados grupos de la sociedad de extraer beneficios desproporcionados por su trabajo. En los países en que esta tendencia es más fuerte, los niveles de productividad son más débiles.
Si bien las perspectivas económicas de crecimiento de Europa pueden ser malas, esto tiene poco que ver con lo que está sucediendo en otros lugares. Los líderes europeos se encontrarán con que mejorar la educación y la formación -y abrir mercados hasta ahora protegidos- es una tarea larga y ardua. Pero, a diferencia de la obsesión por la "competitividad", este tipo de reformas llevarían a Europa a la senda del crecimiento sostenible.
Simon Tilford, economista en jefe del Centro para la Reforma Europea. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.