La trampa de Trump

La trampa de Trump

“There is no Business like Show Business”. (Irving Berlin).

Andan muchos estos días explicando la victoria de Donald Trump con tantas y tan sólidas razones que sorprende que no se hubieran tomado la molestia de contárnoslo antes de las elecciones, aunque sólo fuese por habernos ahorrado un año de certezas infundadas.

Quien escribe sí alertó con la debida antelación en estas mismas páginas (Por qué Trump puede ser presidente) que su victoria no era tan inverosímil como se nos intentaba hacer creer. No voy a ocultar que me sorprendió que se presentase a la nominación ni que pensaba que estábamos ante uno más de sus golpes de efecto que rentabilizaría una vez terminase la campaña. Su temperamento me parecía incompatible con el de los políticos en liza, de los que conocía personalmente a dos, al joven senador Rubio y a Jeb, el segundo hijo del fundador de la dinastía Bush. Ambos me causaron muy buena impresión, particularmente Bush, a quien conocí en París recuperándose de una operación de rodilla.

Dos meses después de que Hillary Clinton anunciara su candidatura, él hizo lo propio con la seguridad de que su demostrada honestidad era suficiente para derrotar su cuestionada credibilidad. Partía además con notable ventaja frente al resto de sus oponentes si bien, a la hora de la verdad, ni su moderación cupo en el marco referencial del Tea Party ni su templanza podía contrarrestar el vendaval dialectico de Donald Trump.

Cuando Bush, el primer republicano que logró la reelección en Florida, tiró la toalla tras las primarias de Carolina del Sur, empecé a visualizar a Trump como el elefante dispuesto a poner la cacharrería patas arriba sin que nadie pudiera evitarlo. Ese no era el Donald Trump de sus inicios, dentro de su arrogancia, mucho más reservado y agradable. Este era una nueva versión del personaje tras ocho años de presencia televisiva semanal que le habían dotado del perfil idóneo para conectar con las audiencias actuales y metérselas en el bolsillo.

La televisión de hoy nos ha acostumbrado a los insultos y a los gritos, a personajes que logran imponerse de manera poco amable –por no decir grosera- y someten al prójimo a una continua humillación so pena de ser nominados y perder sus minutos de gloria. Sinceramente, no veo mucha diferencia entre el “¡Estás despedido!” del programa que protagonizaba Trump con la presión que sufren los concursantes de Master Chef, ni imagino al gran Chicote dando lecciones de coctelería con el tono que utiliza su homólogo en Pesadilla en la Cocina.

Entendí, por tanto, que su reinvención televisiva había supuesto lo que para Reagan significó su paso por Hollywood, sin la que el Gran Comunicador no hubiera podido existir. Antes de que quienes veneran a Reagan me acusen de herejía, vaya por delante mi rendida admiración a su figura. Pero si nos retrotraemos en el tiempo y nos documentamos, veremos hasta qué punto eran pocos los que le tomaron en serio. Ni siquiera sus años como gobernador de California le dotaron de la estatura política para resultar un candidato creíble en su propio partido (que un Míster Universo ocupara el mismo sillón de Reagan años más tarde bastaría para dejar buena muestra de ello sin necesidad de mayores explicaciones).

Para el establishment de Washington y las élites intelectuales norteamericanas, Hollywood es una gran Babilonia de titiriteros donde imperan reglas propias, entre ellas la de meterse de vez en cuando en la tarea de los políticos profesionales. Fue solo a medida que avanzaba su presidencia cuando el desdén se tornó en respeto y más tarde en admiración hasta consagrarse en el merecido puesto que le ha reservado la historia.

La referencia al Once and for all Match entre Tyson y Spikes con el que iniciaba mi anterior artículo, trazaba el paralelismo entre esta campaña y el trepidante primer asalto en el que un Trump transmutado en Iron Mike derribaba no sólo a Hillary Clinton sino que también humillaba a su propio partido, unificando en su persona las dos coronas que logró Tyson tan pronto acabó el recuento de Frank Capuccino.

En su última carta dominical, Cuando triunfa lo peor del ser humano el director de EL ESPAÑOL, Pedro J. Ramírez, enumera alguna de las más significativas perlas que Trump ha dejado para los anales de la campaña electoral más vulgar y soez de los Estados Unidos. No acierta, sin embargo, al hacer responsable a la familia, la bandera y la Iglesia como origen de los males que acosan a los Estados Unidos.

Muy al contrario, fue la América forjada en torno a esos tres pilares la que brindó al mundo su esfuerzo más generoso, en defensa de unos valores por los que se vertió mucha sangre de esos granjeros que desdeña para salvar a la sofisticada Europa de sí misma en dos ocasiones. Fue esa misma América que encarnaba Reagan la que supo mantener a raya al imperio Soviético hasta contemplar su derrumbe.

Precisamente el olvido de uno de esos tres pilares el que ha llevado a la sociedad americana al vacío existencial en donde se encuentra instalada, asustada tan pronto alejas de ella la tecnología, el bienestar o la codicia. La América actual, tan correcta y tan política, ya no es capaz de plantar cara salvo a través de drones pilotados desde Nueva York o de misiles teledirigidos. En mi anterior artículo constataba los resultados del abandono de esa parte de la moral tradicional, consustancial a la doble alma del conservadurismo americano.

Al soslayarse su peso cuando el mercado o la audiencia lo exigían y arrodillarse ante el altar de lo políticamente correcto, la derecha quedó reducida a una gestora de inversiones y a presumir de su inigualable eficiencia económica. Esa derecha sin alma fue la que se derrumbó en 2008 y mostró las vergüenzas de un sistema tan pagano y materialista como el que existía tras el muro de Berlín.

Fue un gran acierto del director, sin embargo, haber elegido el episodio que describe el odio de aquel fornido granjero de Alabama en los años 80, porque se trata una situación calcada de las muchas que acontecieron en la década de los 60. Quienes hayan tenido un contacto esporádico y superficial con Norteamérica no entenderán hasta qué punto ese incidente de Huntsville retrata el conflicto permanente en el que vive la sociedad americana.

Porque, al igual que ocurre en España con la Guerra Civil, los Estados Unidos no han conseguido superar el marco del choque cultural que trajeron consigo los años del Sex, Drugs, and Rock&Roll. Ninguno de los dos partidos ha querido enterrar el hacha de guerra que se blande en cada elección local, municipal, estatal o nacional, pues les brinda la excusa perfecta para dirimir sus luchas por el poder dentro de un guión preestablecido, aunque por el camino hayan traicionado a sus votantes tradicionales, el país se esté dividido por la mitad y el enfrentamiento de unas generaciones contra otras sea cada vez mayor. Lo importante es que los verdaderos problemas que afectan a los norteamericanos queden fuera del debate (como ven, por cierto, nada distinto de lo que se vive a diario en España).

Si al derrotar a Hillary Clinton hace ocho años Barack Obama dio el primer aviso de que algo había cambiado, Donald Trump, el candidato abandonado por su partido, con 100 millones de dólares para la campaña frente a los 2000 gastados por Clinton, contra todo el aparato mediático del país y las estrellas más rutilantes arropando a su rival, supo leer mejor que nadie de qué iban exactamente estas elecciones y en qué terreno debían disputarse. La trampa que había tendido era tan grande como para que cupieran todos los líderes y formadores de opinión de la nación más poderosa de la tierra y -de paso- los que contemplaban el combate por televisión.

Por ello, y antes de que se reanude el Reality el próximo 8 de enero en el Capitolio, sería de justicia reconocer que Donald Trump ha sido más listo que todos nosotros juntos.

Antonio Camuñas es presidente de Global Strategies y Consejero de EL ESPAÑOL.

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