La transformación de la universidad pública

El cuestionamiento al que se ha visto sometida la universidad pública como consecuencia del estallido mediático del “Caso Cifuentes”, ha provocado dos grandes efectos colaterales: el primero, no solo negativo sino también injusto, en cuanto indiscriminado, referido al daño a la imagen de la universidad española; y el segundo, positivo en función de cómo se aborde, consistente en plantear la conveniencia de afrontar, con responsabilidad, una notable transformación de la universidad en la que se ponga freno a sus inmovilismos y corporativismos, pero sin caer en la trampa de un cierto sector del poder político y/o económico que bien pudiera tener pensado exportar a nuestros campus universitarios, aprovechando torticeramente la crisis de imagen antes referida, la nada ejemplar gestión de las Cajas de Ahorro.

Son muchas las cuestiones a las que deberá hacer frente la universidad en el futuro inmediato: el replanteamiento de las actuales titulaciones, con especial incidencia en los másteres, depurando lo excelente de lo mediocre y detectando algunos chiringuitos docentes; la simplificación de las estructuras académicas, en especial de las facultades y departamentos, apostando, como ya han hecho, no sin dificultades, pero sí con un notable consenso, tanto la Universidad Complutense de Madrid como, en especial, la Universidad de Barcelona bajo el mandato de su anterior equipo rectoral; la coordinación de las estructuras de investigación, en particular de los institutos, con los departamentos y facultades; el replanteamiento, desde la lógica, del sistema de acceso a la condición de profesorado universitario; la dotación de un presupuesto público suficiente, estable y previsible (ningún estudiante de valía debe quedar fuera de la universidad por su situación económica); la internacionalización; una mayor eficiencia de la gestión administrativa, con el reconocimiento e incorporación de nuevos perfiles; la digitalización; y la reforma de su modelo de gobernanza.

En cuanto a la gobernanza, centraré mi atención en el sistema de elección del rector o rectora. No ha existido ni existe un único modelo, así como tampoco ninguno de los existentes, en Europa y América, se ha revelado perfecto. En el sistema español hemos tenido ejemplos a lo largo de la historia en muy variadas direcciones: la designación del rector por el Ministerio de Educación o la participación del claustro en la presentación de una terna para que el ministro de Educación termine por nombrar al rector (sistema de designación externa); su elección directa por el claustro (sistema colegiado-representativo); la elección directa mediante sufragio universal y ponderación de voto de los diferentes estamentos universitarios (sistema de voto directo); o la llamada Universidad de Patronato (sistema corporativo).

A la vista de estas experiencias cabe concluir, en primer lugar, que cualquier opción seguida en otro país, antes de copiarse miméticamente, debiera ser analizada bajo la luz de la realidad en que deba aplicarse. En segundo lugar, que aun teniendo claro que cada sistema presenta ventajas e inconvenientes, no es defendible apostar por un modelo de dedazo ministerial. En tercer lugar, que el sistema de elección directa por el claustro tiene carácter representativo, pero que éste no solo es mucho menor que el que corresponde al sistema de voto directo mediante sufragio universal de toda la comunidad universitaria, sino que también los presuntos vicios de hipotético clientelismo de los que se acusa a este último son perfectamente aplicables, yo diría que incluso más, en el sistema de elección por el claustro, pues la presunta devolución de favores se concentra en 300 personas de influencia reforzada.

Por otra parte, los sistemas de elección corporativa en que la elección del rector corresponde a un grupo reducido de personas, no todas miembros de la universidad, parecen teóricamente irreprochables en el sentido de acercar la institución al mundo real que la rodea, mitigando el presunto clientelismo interno. Sin embargo, en un sistema político como el nuestro, con amplias ramificaciones sociales y/o empresariales, no dejan de ser una bomba de relojería que pudiera terminar por implementar un clientelismo externo mucho mayor y, desde luego, más peligroso. Con este sistema, las universidades públicas correrían el riesgo de convertirse en instituciones okupadas por externos de presunto prestigio que, en verdad, no sean más que una representación de las cuotas de partido.

Ante la realidad descrita, la apuesta más segura, pese a sus imperfecciones, consistiría en mantener el sistema de elección del rector o rectora mediante sufragio universal y directo. Partiendo de esta premisa, la universidad pública deberá transformarse y abrirse al entorno que la rodea, como ya se intentó con la creación de unos consejos sociales que también conviene reformar para que sean algo más que fiscalizadores económicos. En todo caso, dicha transformación deberá ser racional y respetuosa con la autonomía universitaria.

David Vallespín Pérez es catedrático de Derecho Procesal de la Universitat de Barcelona.

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