La transición colombiana

En medio del desarme de las FARC, Felipe González dijo: “La superación del conflicto en Colombia probablemente es el acontecimiento más importante de los últimos 30 o 40 años en la historia de este continente..., comparable con la caída del muro de Berlín”. No le faltaba razón. El conflicto colombiano agota todos los superlativos: el más antiguo, el más amplio y, sobre todo, el que más víctimas dejó. Después de Siria, Colombia tiene la mayor población desplazada. Y probablemente también el mayor número de desaparecidos. La nueva Unidad de Búsqueda acaba de anunciar que sus cuentas suman 136.000. En Chile los desaparecidos fueron 1.100.

Nada obligaba a que las cosas pasaran así, como diría de la caída del muro Helmut Kohl. Se requirió un acto de lucidez histórica de Juan Manuel Santos y una estrategia para encauzar la realidad hacia la paz y una agotadora negociación que nos tuvo sentados más de cuatro años en La Habana. Pero una cosa es lograr la transición, y otra, consolidarla.

Cierto, los criterios clásicos de “transición democrática” no se aplican en Colombia. No se trata de un cambio de régimen. Pero sí de la garantía de los derechos constitucionales de millones de personas que durante demasiado tiempo han vivido en el desamparo y padecido la violencia en la periferia nacional. Es decir, de una profundización de la democracia en el territorio, y también de un cambio de costumbres que expulse la violencia de la competencia electoral. En el lenguaje del Acuerdo Final, eso se llama garantías de no repetición.

La consolidación ahora está en riesgo. Las expectativas con el nuevo Gobierno de Iván Duque no eran altas (construyó su base política oponiéndose a la paz), pero cabía la posibilidad de que la responsabilidad de gobernar atemperara los espíritus. Por unos meses mantuvo un precario equilibrio, al menos verbal, entre las exigencias de los extremistas de su partido, el Centro Democrático, y las necesidades de la paz.

Eso se acabó con las objeciones que presentó a la Ley de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Se trata del estatuto que regula los temas sustantivos de la JEP, que a su vez constituye junto con la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda el más ambicioso sistema de justicia transicional salido de un acuerdo de paz.

Como siempre en Colombia, estrategias políticas se esconden tras malabarismos jurídicos. La Constitución concede al presidente el derecho a objetar cualquier ley por inconveniencia. Las leyes estatutarias sin embargo pasan obligatoriamente primero por una revisión de la Corte Constitucional y los presidentes en la práctica no suelen objetarlas. Pues bien, Iván Duque no solo objetó la ley, sino que dirigió sus objeciones al texto de la sentencia de la Corte Constitucional, que, como señaló el procurador general, es “cosa juzgada constitucional”.

Las objeciones atizan la incertidumbre de las FARC en proceso de reincorporación a la vida civil, en momentos en los que crecen las disidencias y que importantes comandantes se hacen a un lado porque sienten que el Gobierno no les da garantías. Si son aceptadas por el Congreso volverán a ser revisadas por la Corte, que dirá lo mismo. Si este es un ejercicio inútil y peligroso, ¿cuál es el objetivo? Uribe ha dicho que lo mejor sería “derogar la JEP”, y eso hay que tomárselo muy en serio. En 2016 hizo campaña contra el Acuerdo agitando la bandera “paz sin impunidad”, para proponer dos años más tarde en el Congreso que se redujeran las penas para quienes no dicen la verdad en la JEP de 20 a 5 años (lo que además destruye los incentivos para confesar). Una propuesta de mayor impunidad no ha habido durante todo el proceso de paz. Y ahora piensa presentar una reforma constitucional para “sustraer a los integrantes de las Fuerzas Armadas de la JEP”, a pesar de que los sumiría en la más grande inseguridad jurídica. Evidentemente, hay otros intereses en juego.

También está en juego el interés electoral del Centro Democrático en revivir la polarización del plebiscito para hacer campaña en las elecciones regionales. El CD, a pesar de ser el partido de gobierno, se comporta como un partido de oposición radical, porque para eso fue creado. En cualquier país europeo sería identificado como una expresión más del neopopulismo extremista. No es coincidencia que José Obdulio Gaviria, ideólogo del CD, declare que siente “mucha simpatía” por Vox, ni que como Vox propongan la supresión del Tribunal Constitucional.

La pregunta es si las estructuras institucionales de Colombia aguantarán la presión de la transición cuando la política se hace a los gritos y los vientos en contra soplan desde el mismo partido de gobierno. Yo creo que sí. Pero necesitamos con urgencia algo que hizo posible la transición española: un poco de grandeza y de moderación. Y recordar también, como dijera el gran Adolfo Suárez, que “entre los derechos y los deberes de la convivencia figura el de aceptar al adversario”. Respetarse sin quererse y respetar las reglas, de eso se trata la paz.

Sergio Jaramillo fue alto comisionado para la Paz en Colombia entre 2010 y 2017.

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