La transición como guinda final

Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB (LA VANGUARDIA, 20/07/06):

Anteayer se cumplieron setenta años de los inicios del franquismo. Ciertamente, en aquel 18 de julio todavía no se podía calcular el papel todopoderoso del general Franco en los años siguientes. Ahora bien, aunque es justo que este largo periodo lleve su nombre, creo que es equivocado considerar el franquismo como un sistema inmutable, en el que nunca pasaba nada. Cuando menos, deben distinguirse en él dos grandes etapas para comprender bien las causas de su final y, sobre todo, la forma en que se desarrolló la transición política a la democracia.

En efecto, en el franquismo encontramos factores constantes y factores variables: unos y otros deben tenerse en cuenta para entender el periodo en su globalidad. El factor constante de mayor importancia, el que da unidad a todo el franquismo, es el hecho de que Franco fue, casi desde el mismo golpe de Estado, un dictador omnímodo con todos los poderes: jefe del Estado, del gobierno, del ejército, del partido y del sindicato. El nombre de caudillo es perfectamente adecuado a su estatus legal y político: legalmente fue el titular de la soberanía, en virtud de la ley de 30 de enero de 1938, hasta su muerte; políticamente, estuvo legitimado por ser el máximo jefe militar del ejército vencedor de una guerra civil.

Por tanto, la dictadura franquista no tiene legitimación democrática alguna, sino que su autoridad, simplemente, le viene dada por una victoria militar. Franco es un jefe carismático, algo impresentable políticamente en la Europa de la posguerra mundial y ello le irá restando apoyos entre muchos de sus iniciales partidarios. Con esta legitimidad tan precaria y tan al margen de los valores de nuestro tiempo, es lógico que la violenta represión de la posguerra resultara durísima y las medidas dictatoriales fueran imprescindibles para mantenerse en el poder. Recordemos que pocos días antes de empezar a morir todavía firmó, por motivos políticos, cinco penas de muerte.

Pero bajo esta apariencia externa de que el régimen franquista apenas cambiaba, en la sociedad española se estaban produciendo, a una velocidad vertiginosa, unas transformaciones económicas, sociales y culturales que están en la raíz misma de cualquier explicación razonable sobre la relativamente apacible transición política. Explicarlo con algo de detalle sería demasiado prolijo; basten, pues, unas pinceladas.

El cambio fundamental es, muy probablemente, el giro radical en política económica que produce el Plan de Estabilización de 1959. De una España económicamente autárquica se pasa a una España que se dispone a integrarse en la economía europea y mundial. Por esta época, comenzarán a intensificarse también las tres fuentes principales del crecimiento económico español: el turismo, la inversión extranjera y las divisas generadas por el ahorro de los emigrantes españoles en Europa. La prosperidad europea de la posguerra era el humus que hacía posible este desarrollo económico, muy mal repartido y fundado en el gran coste social que ocasiona la emigración campo-ciudad. No obstante, ello da lugar al desarrollo de una nueva burguesía europeísta, a la ampliación de la clase media - el seiscientos como símbolo- y a la concentración en núcleos industriales de una nueva clase obrera: se estaban creando las bases electorales de la UCDy del PSOE. Pero este cambio económico y social va acompañado de unas transformaciones culturales muy profundas: el turismo renueva las costumbres, la emigración exterior abre los ojos a nuevas formas de vida política y sindical, la necesidad económica de una mejor preparación técnica hace crecer las universidades, el contacto con los países de nuestro entorno regenera el mundo intelectual, etcétera. En definitiva, una cosa lleva a la otra: los cambios económicos a los sociales y éstos a los cambios culturales, también de cultura política. Obreros, estudiantes, intelectuales, fueron las puntas de lanza contra un régimen que ya se tambaleaba.

Dos factores más serán determinantes: el concilio Vaticano II y la ley de Prensa de 1966. Mediante el primero, la Iglesia dejó de ser un puntal del régimen y pasó, en muy buena parte, a ser un temido adversario; mediante la segunda, por muy limitada que fuera la esfera de libertad que la ley concedía, empezaron a darse a conocer las distintas corrientes e ideologías políticas con las que se identificaban los ciudadanos. De todo este conjunto de transformaciones se deduce fácilmente que si bien las instituciones políticas de la dictadura continuaban prácticamente inmutables, la sociedad española había cambiado velozmente debido, sobre todo, al impulso inicial generado por las transformaciones económicas y sociales. Cuando Franco murió en la cama, los cimientos del franquismo habían sido ya socavados: bastaba un empujón hábil e inteligente. Era lo que la mayoría deseaba y lo pusieron en evidencia el referéndum del 15 de diciembre de 1976 y las elecciones del 15 de junio de 1977. La democracia podía encontrar, momentáneamente, obstáculos; pero ninguno podía resultar crucial.

En realidad, el proceso final del franquismo había comenzado, por lo menos, en 1959, más de quince años antes, con la segunda etapa a la que hemos hecho referencia, sin la cual su final es ininteligible. Así, la transición sólo fue la decisiva guinda final.