La transición en Colombia peligra

 Un miembro de las Farc cuelga un cartel del líder fallecido de la guerrilla Alfonso Cano en Colombia, en enero de 2016. Credit Rodrigo Abd/Associated Press
Un miembro de las Farc cuelga un cartel del líder fallecido de la guerrilla Alfonso Cano en Colombia, en enero de 2016. Credit Rodrigo Abd/Associated Press

La transición a la paz de un país es motivo de celebración, pero también es un proceso incierto que requiere diligencia y compromiso. En Colombia, donde un acuerdo de noviembre de 2016 puso fin a un sangriento conflicto interno de 52 años, la presión va en aumento.

Está afectando la idea de poner fin a las guerras intestinas por medio de negociaciones. Recientemente, un diplomático europeo me dijo que “los grupos insurgentes de las guerras civiles están pendientes de lo que ocurre en Colombia, para ver si el gobierno cumple sus promesas”. En una reunión, un militar estadounidense de alto nivel escuchó comentarios preocupados de algunos colegas míos y, exasperado, preguntó: “¿Pueden darme un ejemplo de algún lugar donde el proceso de paz realmente haya funcionado?”.

Colombia debería ser uno. El año pasado, el grupo guerrillero de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, o las Farc, entregó sus armas a una misión de las Naciones Unidas, con lo que puso fin a una guerra en la que murieron unas 260.000 personas. Siete mil combatientes de las Farc acudieron a veintiséis zonas del tamaño de un campamento, denominadas Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR), por todo el país. Permanecieron ahí por cerca de seis meses hasta agosto del año pasado, cuando estuvieron en libertad de irse. Los “grupos paramilitares” más urbanos, que sumaban 2800 personas, se registraron por cuenta propia y alrededor de 3000 guerrilleros fueron liberados de prisión.

Las Farc se convirtieron en un partido político llamado Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. De pronto, fue seguro visitar áreas enormes que antes eran intransitables y los homicidios cayeron a una cifra récord. Tras cuatro décadas de vigilancia policial financiada por Estados Unidos a las áreas de producción de cocaína, rocío de herbicidas para destruir cultivos de coca y la pérdida de muchas vidas debido a la violencia relacionada con las drogas, fue posible hablar de una solución permanente para la producción ilícita de cocaína, que alimentó la violencia e hizo que el conflicto se volviera una prioridad para Washington.

Sin embargo, en casa, pocos apoyan con entusiasmo el acuerdo de paz con las Farc, aun cuando el presidente Juan Manuel Santos ganó el premio Nobel de la Paz en 2016 por la negociación. Los guerrilleros no eran vistos con buenos ojos después de años de radicalismo agresivo y militante, masacres, secuestros, minas terrestres y reclutamiento de menores. El acuerdo que logró el presidente Santos fue rechazado en un referendo de octubre de 2016, lo que obligó a una renegociación acelerada.

El esfuerzo para implementar el acuerdo nunca se recuperó. Arrancó en desventaja, como un corredor con un esguince en el tobillo. El congreso no pudo aprobar varias leyes necesarias para cumplir las promesas que se hicieron en el acuerdo. Los exguerrilleros languidecieron en los campamentos rurales de desmovilización, muchos de los cuales el gobierno ni siquiera terminó de construir. En las elecciones legislativas de marzo de 2018, Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común se topó con la cruda realidad: sus candidatos obtuvieron un porcentaje combinado de 0,3 por ciento del voto nacional. Los exinsurgentes se enfrentan a la posibilidad de más derrotas si, como las encuestas indican que podría ocurrir, un opositor del acuerdo de paz, Iván Duque, candidato del partido de derecha Centro Democrático, gana la elección presidencial de Colombia el 27 de mayo.

La incertidumbre pesa más sobre los cerca de 13.000 exmiembros de las Farc, la mayoría de los cuales pertenecen a las bases, además de que muchos de ellos fueron reclutados a muy temprana edad. Su principal habilidad es la guerra y muchos tienen contactos en el bajo mundo criminal de Colombia. Sin ayuda, podrían regresar a la violencia y volver ingobernable buena parte del país. Una Colombia ingobernable sería un desastre para los intereses de Estados Unidos porque un aliado inestable —y el tercer país más poblado de América Latina— podría producir más cocaína, ahuyentar a los accionistas y exportar más delincuencia organizada.

Esto se puede evitar. Los expertos en desarme, desmovilización y reintegración nos dicen cómo hacerlo. Un exguerrillero necesita un ingreso básico, al igual que capacitación vocacional —en ocasiones solo alfabetización— o ayuda para iniciar un negocio. El apoyo psicológico ayuda a enfrentar el trauma, a reconciliarse con las víctimas o a aprender cómo estar en desacuerdo sin pelear. Los excombatientes necesitan alguien que los vigile, en especial si pueden ganar más como delincuentes.

Increíblemente, poco de esto está sucediendo en Colombia. A los exguerrilleros se les está entregando un subsidio de dos años equivalente a 220 dólares al mes y casi nada más. Menos de 200 han recibido formación como guardaespaldas y ahora están protegiendo a los exlíderes de las Farc. Algunos han recibido enseñanza básica por algunos meses y a muchos se les han dado unos cuantos días de capacitación vocacional o la posibilidad de participar en proyectos agrícolas, de los cuales pocos han comenzado.

Debido a lo que la Misión de Verificación de las Naciones Unidas llama “la frustración creciente por la falta de oportunidades”, la mayoría de los exintegrantes de la guerrilla han abandonado las 26 zonas de desmovilización. En ellas había unas 8000 personas en mayo de 2017, pero para noviembre quedaban aproximadamente 3600. Hoy son una cantidad mucho menor y no hay nadie encargado de averiguar dónde está el resto.

Entre 1000 y 1500 (incluyendo algunos nuevos reclutas) han vuelto a la selva como grupos “disidentes”. De nuevo se están enriqueciendo con la cocaína, la minería ilegal y la extorsión, intimidando a la población y atacando a las fuerzas de seguridad.

Las Farc tienen algo de culpa. Querían la “reintegración colectiva” para mantener a sus facciones juntas en áreas rurales. Sin embargo, sus líderes no sabían con claridad cómo querían que funcionara este modelo colectivo y el gobierno lo rechazó por completo. El 60 por ciento de los exguerrilleros de las Farc dice querer ser agricultor. Ahora las Farc piden 67 parcelas a lo largo del país, que abarcan 5000 hectáreas.

El costo de la reintegración no debería ser un obstáculo. Ya sea para tierras, capacitación o para mantenerlos ocupados, financiar a un excombatiente a un costo de cuatro veces el producto interno bruto per cápita de Colombia costaría 25.000 dólares anuales. Multiplicado por 13.000 guerrilleros, estamos hablando de 325 millones de dólares al año. Eso representa menos del 0,4 por ciento del presupuesto del gobierno nacional de Colombia para 2018.

Los donantes extranjeros pueden ayudar. Sin embargo, según la interpretación de la legislación actual, el gobierno de Estados Unidos ni siquiera puede comprarle una taza de café a un exguerrillero de las Farc porque la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, el partido político que surgió de las Farc, está en la lista de las organizaciones terroristas extranjeras del Departamento de Estado. Cualquier tipo de ayuda —incluso para la reintegración— se interpreta como “apoyo material a los terroristas” conforme a la ley estadounidense.

Toma su tiempo sacar a un grupo de la lista de terroristas y las Farc permanecerán en ella por un tiempo. La pregunta es si la cláusula de “apoyo material” debería continuar aplicando a todos los excombatientes por separado. Si alguien con habilidades para la guerra quiere dejarla atrás y se está resistiendo a la tentación de la delincuencia, sería más conveniente para Estados Unidos ayudarlo a cambiar de vida. Estados Unidos debería poder ayudar a los exguerrilleros que no son líderes de alto rango, delincuentes buscados por la justicia estadounidense sin juicios pendientes por crímenes de guerra y que hay razones para creer que han abandonado la violencia. Al menos siete mil personas cumplen estos criterios y necesitan atención. No obstante, esa cantidad disminuye día tras día, a medida que los exguerrilleros abandonan el proceso y desaparecen en la provincia.

Los procesos de paz son frágiles, pero pueden funcionar y suelen hacerlo. Los acuerdos negociados ahorran años de derramamiento de sangre y son una iniciativa honorable. Las experiencias pasadas nos dan lecciones importantes para la reintegración de los excombatientes. Colombia y sus aliados deben prestar atención a estas lecciones y demostrar a los escépticos que están equivocados.

Adam Isacson es director del programa que monitorea las tendencias de seguridad y la cooperación militar de Estados Unidos en América Latina de WOLA, una organización que promueve los derechos humanos.

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