Medios de comunicación y producciones culturales de todos los niveles y géneros han convertido el relato del proceso de transición a la democracia en España en una Transición pop, capaz de encender conflictivas pasiones. Una avalancha de novelas, películas y ensayos ha inundado al público, obligándole a desplazarse con dificultad entre representaciones e iconos opacos y opuestos.
Por un lado, desde 2001 la televisión pública ha dado a conocer los últimos años de la dictadura y la democratización a través de la exitosa serie Cuéntame cómo pasó con una audiencia media entre cuatro y cinco millones de espectadores por episodio. La nostalgia, el humor y los finales felices caracterizan el retrato de la época: Franco y su régimen aparecen a veces más ridículos que realmente temibles, mientras que la representación de la Transición estimula en el espectador un sentimiento de nostalgia y fascinación consumista por los detalles materiales del periodo. Por el otro, la multipremiada película La isla mínima reconstruye el espantoso asesinato de dos niñas andaluzas en 1980: aquí la España de los primeros años de la democracia aparece al revés, sombría y depravada, todavía profundamente marcada por las prácticas corruptas y caciquiles del franquismo.
Interesante es considerar cómo este irreconciliable contraste de representación tiene orígenes lejanos. Desde el mismo desarrollo del proceso transicional, han aparecido narrativas enfrentadas que se entrelazaron con valoraciones políticas estratégicas del mismo hecho histórico. El riesgo, siempre presente al analizar la Transición, es, por tanto, el de vaciarla de su contenido histórico, es decir, la necesaria búsqueda de la multiplicidad de causas, la contextualización y la comparación con otros casos nacionales. Para captar estos componentes, hay que poner énfasis en distintos factores que se entrecruzaron hasta generar la ausencia de un juicio compartido sobre la Transición.
En primer lugar, las lecturas de la democratización definieron inmediatamente como irreconciliable y, por lo tanto, impensable la coexistencia de la dualidad “reforma” o “ruptura”. Los grandes relatos del proceso quedaron sujetos a las disputas entre las familias políticas de los diferentes proyectos de Transición (reformistas franquistas; la oposición antifranquista del PCE y PSOE; heterogéneos grupos a la izquierda y derecha de los primeros) en competición antes de 1975, y a las distintas ideas sobre los orígenes de la legitimidad democrática —es decir la Segunda República o la reconciliación preconizada desde 1950 por sectores franquistas y comunistas—.
En segundo lugar, un elemento común a las lecturas de la Transición es que rara vez han tenido en cuenta lo que la gente de a pie realmente deseaba o temía en esa fase de incertidumbre, tras la crisis energética y los trastornos financieros de 1973. Según los estudios de opinión pública de la época, en el verano de 1975, lo más importante para los españoles era el “orden”, es decir, no la pasividad y apego a la autoridad, sino que las instituciones tras la dictadura garantizaran la convivencia social (35,3%); se realizara un referéndum sobre la forma monárquica o republicana del Estado (22,3%); se definieran los estatutos para dar mayor autonomía a las regiones (17,9%) y el reconocimiento de los partidos políticos (15,2%). Sin embargo, un buen 38,9% de los españoles vivió el cambio en la perplejidad, deseando la democracia, pero no sabiendo qué responder a esta pregunta.
En tercer lugar, las representaciones divergentes de la Transición han experimentado a lo largo del tiempo, aunque de forma peculiar, los tortuosos caminos de la memoria europea. España, con su incapacidad para crear una narrativa compartida de su propia democratización, experimentaría así un camino similar al de las difíciles memorias europeas. En Europa, en los años noventa del siglo pasado comenzó, de hecho, la ruptura del paradigma mnemónico de la posguerra: antes de 1989, la memoria europea se basaba en dos grandes pilares, es decir, la exaltación de la resistencia contra el nazi-fascismo y la atribución exclusiva de la culpa a los alemanes por todos los males de la guerra. De este modo, el difuso y bochornoso colaboracionismo y los crímenes de los aliados fueron ocultados estratégicamente con el objetivo último de encontrar una unidad constructiva en los escombros de la guerra.
España vivió la fractura del paradigma de la memoria europea con retraso desde la excepción de un país que fue largo tiempo antidemocrático. Al minimizar muchos aspectos controvertidos de una Transición tras una larga dictadura —que inevitablemente había implicado de forma más o menos directa a una parte importante de la población— a la par de lo que ocurrió también con la reducida depuración en Italia tras el fascismo, los partidos políticos y las élites gobernantes optaron por privilegiar la reconciliación nacional. Sin embargo, la unidad de la época se consiguió a la larga a un precio muy alto, es decir, la ausencia de una consulta popular sobre la forma institucional del país, la ausencia absoluta de purgas franquistas y de reparación de las numerosas víctimas de la dictadura.
Igualmente, la visión rosa de la Transición comenzó a resquebrajarse al mismo tiempo que los mencionados trastornos de la memoria europea al final de la Guerra Fría. Esta erosión empezó a fraguarse no desde las instituciones gubernamentales sino a través de la intervención desde abajo de unas asociaciones cívicas que, a pesar de las limitaciones mencionadas, demostraron la existencia de una sociedad civil como realidad tangible también para España.
Las consecuencias de la Gran Recesión de 2008 en España pusieron definitivamente en primer plano las lecturas críticas de la Transición, generando una verdadera batalla emocional que ha adquirido la naturaleza de choque generacional. Algunos hablan de la visión de los “hijos enfadados de la Transición”. La militancia política no solo ha distinguido a los relatos escépticos de la Transición, sino también a muchos defensores de la interpretación ejemplar de la misma. Parece que en esos relatos enconados subyace el miedo a la experimentación de los cambios sociales, culturales y de poder que se están produciendo rápidamente en el país desde la crisis de 2008.
Varios temas largo tiempo minimizados entran ahora de lleno en la agenda de debates. La historiografía más reciente, por ejemplo, empieza a destacar el papel marginado de las mujeres, donde la mayoría de las veces sigue hablándose exclusivamente de “padres” de la Transición. A pesar de todo, el impacto de estas batallas culturales por el pasado no debe ser sobrestimado. Según una encuesta del CIS de 2019, cerca de 7 de cada 10 ciudadanos se sienten orgullosos de cómo se ha llevado a cabo la democratización. Al mismo tiempo, hasta un 54,4% identifica elementos de insatisfacción y pide cambios que amplíen la democracia a nivel social y económico.
Los males del presente no pueden vincularse exclusivamente a unas dinámicas de hace más de 40 años: en medio están las contradictorias consecuencias de la globalización, los equilibrios de la post Guerra Fría y los efectos de las nuevas tecnologías, solo por nombrar algunos fenómenos. Sin embargo, un reexamen crítico a partir de nuevas evidencias y análisis críticos debe también formar parte de la memoria de la Transición. Hay que comprender que el modelo de Transición obtenido no fue inevitable sino, como todo proceso histórico, el resultado de equilibrios de poder y condicionamientos sociales, que merecen ser discernidos en su complejidad y sus aspectos desagradables para evitar relatos sobre buenos y malos.
Como explica Chantal Mouffe, la categoría de democracia contiene muchas paradojas, una de las cuales es que cualquier proceso que implique el desarrollo de una sociedad democrática está inevitablemente asociado a un punto de vista personal o partidista. Solo entendiendo esta paradoja será posible analizar sin miedo la democratización española como batalla entre ideas antagónicas y experiencias diferentes de la misma idea de democracia.
Giulia Quaggio es historiadora y profesora en la Universidad Complutense de Madrid.