La transparencia, un derecho oculto

El otro día me invitaron a dar una charla en el País Vasco sobre transparencia y corrupción. Como ya he escrito mucho sobre el primer tema, me centraré un poco más en el segundo, especialmente en la importancia de la transparencia como herramienta para combatir la corrupción o, para ser más exactos, para prevenirla y sancionarla.

No está de más recordar que siendo la transparencia un valor fundamental en una democracia avanzada, el derecho a la información pública (más allá de que esté literalmente reconocido o no como tal en un texto constitucional) es un derecho democrático fundamental. La democracia no se reduce a un procedimiento de gobierno y menos todavía a un procedimiento electoral cada cuatro años, como parecen preferir nuestros representantes. La democracia es también y sobre todo un sistema de derechos. En particular, el derecho a la información pública permite que el ciudadano alcance una comprensión ilustrada de lo que ocurre en su país en un momento dado. Comprensión es imprescindible para entender los problemas institucionales y para intentar corregirlos. Y lo cierto es que en España las disfuncionalidades son tantas que casi puede considerarse el funcionamiento normal de las instituciones la excepción y no la regla general. El esfuerzo de la propaganda política por convencernos de lo contrario es enorme, pero no hay más que abrir los ojos y ver lo que tenemos delante de nuestras narices, aunque esto requiera, como ya advirtiera Orwell, una lucha constante. Por poner un ejemplo reciente, cabe referirse al nombramiento de un magistrado del Tribunal Constitucional propuesto por el Gobierno por su proximidad al PP gracias al voto de calidad del ex presidente saliente (nombrado a propuesta del PSOE) conocido por su complacencia con el establishment en este y en cargos anteriores.

Pues bien, a estas alturas ya sabemos que no podemos esperar demasiado de una Ley de Transparencia «otorgada» ya sea a nivel estatal o a nivel autonómico en un país donde la cultura reinante es la de la opacidad. Puede suceder perfectamente que terminemos con muchas leyes de transparencia sin haber avanzado nada en la práctica de la transparencia. En España es frecuente que las leyes se incumplan, o por lo menos que se incumplan por los que tienen el poder de hacerlo, que es precisamente a los que más interesaría controlar. Porque hay que tener claro que no basta con garantizar derechos democráticos por escrito, aunque sea en una ley o en un texto fundamental. Los derechos deben de ser realmente efectivos y estar realmente a disposición de los ciudadanos.

A mi juicio con el proyecto de Ley de Transparencia que entró en el Congreso no pasaba esto y tampoco confío mucho en que vaya a pasar tras la promesa gubernamental de modificar el proyecto. No podemos confundir declaraciones con hechos. Recordando los requisitos que un grupo de expertos considerábamos esenciales para tomarnos en serio el proyecto (reconocimiento como derecho fundamental, órgano independiente de supervisión, procedimiento sencillo y ágil para atender las demandas de los ciudadanos, extensión subjetiva del ámbito de aplicación de la ley, reducción de los límites al derecho, establecimiento de un régimen efectivo de incentivos positivos y negativos para favorecer su cumplimiento) parece que la mayoría no van a ser tenidos en cuenta. En conclusión, no es realista esperar que esta la ley suponga el giro copernicano que este país necesita para eliminar la cultura de la opacidad de los políticos, de los gestores públicos y hasta de los empleados públicos. No se aprecia la ambición de la ley antitabaco o de la ley de Seguridad Vial, leyes que sí tenían el objetivo claro de provocar un cambio cultural en los colectivos de fumadores y de conductores. Y lo han conseguido, sin duda, aunque para eso han tenido que imponer incentivos bastante «agresivos», tales como la pérdida de los puntos del carnet de conducir o la prohibición general de fumar en espacios cerrados.

No hay nada parecido en el proyecto de Ley de Transparencia, que por no establecer, no establece ni las sanciones por incumplimiento. Compárese, por ejemplo, con la Ley de Transparencia chilena que establece para los superiores y directivos de los organismos públicos que incumplan las obligaciones de transparencia (no para los «curritos») sanciones de reducción de sus salarios de entre el 30 y el 50%. Y es que si somos honestos tendremos que darnos cuenta de que la transparencia produce horror a nuestros políticos y gestores públicos por la sencilla razón de que ya no podrían seguir haciendo las cosas como hasta ahora, en la oscuridad y entre bambalinas, que es donde se manejan estupendamente. El problema es que probablemente no saben ya hacerlas de otra manera. Además en España hasta los funcionarios tienen miedo de la transparencia porque piensan –probablemente con razón– que es mucho más fácil que les sancionen por exceso de transparencia que por defecto. En cuanto a las responsabilidades políticas por falta de transparencia mejor no hablar. Ni están ni se las espera.

Por el contrario, la ciudadanía y la sociedad civil están clamando por una mayor transparencia (o sencillamente por algo de transparencia) ya que la gente percibe correctamente que su falta tiene mucho que ver con la corrupción. No solo con la corrupción más burda, tipo Bárcenas o Urdangarin (hay tantos casos que cada uno puede elegir el suyo favorito) sino también con la corrupción light, es decir, con el despilfarro y la mala gestión del dinero público, quizá menos vistosa pero no menos dañina para los intereses generales y absolutamente generalizada a todos los niveles.

Es importante destacar que la corrupción en España está muy conectada con el (mal) uso del dinero público, lo que es llamativo dado que su gestión, al menos formalmente, se encuentra muy regulada. No solo eso, hay muchísimas obligaciones de transparencia en la Ley de Contratos del sector público, en la normativa de subvenciones, en las normas que regulan el acceso al empleo público…

Y sin embargo la corrupción está muy relacionada con la contratación pública, las subvenciones y el empleo público, por no hablar de la regulación o las ventajas más generales que puede proporcionar la proximidad al Poder.

¿Qué ocurre entonces? Sencillamente que las leyes se incumplen sin que pase nada, o, en el mejor de los casos, se cumplen solo formalmente. Está muy extendida la idea de que cumplidos los requisitos formales ya no es exigible responsabilidad jurídica alguna a nadie por el resultado final, por desastroso o delictivo que sea. Además como sabemos, las responsabilidades políticas no se exigen nunca. Y las jurídicas son difíciles de delimitar y de exigir cuando el procedimiento es formalmente correcto. De esta forma, los requisitos formales, incluidos los relativos a la transparencia, se perciben como obstáculos a salvar para que el expediente quede presentable, especialmente si hay que presentarlo en un Juzgado.

El caso es que muchos de estos requisitos han sido introducidos por exigencia de la normativa comunitaria pero no parece que haya calado la idea de que responden a una finalidad: la de evitar el despilfarro, el amiguismo, las comisiones ilegales, las revolving door, las adjudicaciones amañadas, la prevaricación, el cohecho o cualquier otra forma de corrupción. De la misma forma no ha calado tampoco la idea de que la transparencia es esencial para el buen funcionamiento de los partidos, las instituciones, los «agentes sociales» y hasta las empresas por lo menos en sus relaciones con los gestores públicos, dado que la opacidad es terreno abonado para el «capitalismo castizo».

Pero no se nos puede olvidar que, en palabras de Victoria Camps, cuando hay corrupción existe la complicidad del grupo político y también la de toda la sociedad. Si nuestros políticos pueden permitirse ser poco transparentes, generando amplias zonas de sombra donde la corrupción campa a sus anchas es porque los ciudadanos se lo hemos consentido. Hay que tener presente que la transparencia es lo que permite garantizar o y reforzar el deber de vigilancia de las instituciones por parte de los ciudadanos para prevenir o sancionar la corrupción, dado que los controles internos han sido desmontados o no han funcionado.

Los ciudadanos tienen que exigir transparencia ya, con o sin ley. La exigencia activa de transparencia permite desarrollar su capacidad de crítica y de autonomía moral, liberándolos de hábitos obsoletos de dependencia y de deferencia respecto a los líderes políticos. Nos toca ya alcanzar la mayoría de edad en este ámbito como en tantos otros. Resulta que, en democracia, los Reyes Magos somos nosotros y nadie nos va a traer más derechos ni más transparencia que la que seamos capaces de obtener desde la sociedad civil mediante la exigencia de información, la crítica constante y la exigencia de responsabilidades.

En definitiva, no preguntes lo que la transparencia puede hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por la transparencia.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado, fundadora de Iclaves y editora del blog ¿Hay derecho?

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