La tregua catalana

G. K. Chesterton tuvo la suerte de no vivir para comprobar que tenía razón. En numerosos artículos escritos durante más de una década, este genial escritor, tan habituado a trabajar con pistas en sus novelas detectivescas, se esforzó por dar a conocer las señales que permitían pronosticar la Segunda Guerra Mundial.

Con gran lucidez, Chesterton hizo notar que el término comúnmente empleado para referirse al acuerdo que puso fin a la Primera Guerra Mundial fue el de "armisticio", y no el de "paz". Sus artículos, auténticas joyas, eran muy explícitos con respecto a algo que todos sabían en el fondo, pero que muy pocos querían reconocer: que lo que se había firmado con Alemania no era una paz duradera, sino una tregua.

La clave que dio Chesterton para vaticinar el desastre fue la incapacidad que demostraron las potencias aliadas a la hora de aislar el agente causante de la Primera Guerra Mundial, un virus que no dejó de alimentarse en el período de entreguerras y que acabaría siendo el causante asimismo de la Segunda Guerra Mundial. Para Chesterton, incluso Hitler y su circunstancia no eran sino efectos de este virus, no su causa.

Chesterton llamó "prusianismo" a este virus, y lo describió en unos términos que a quienes padecemos el catalanismo nos resultan muy familiares. El enfoque del mundo desde un prisma único, prusiano, que aspiraba a ser transversal entre todos los alemanes, la confusión entre Alemania y esa determinada manera de ser alemán impulsada por el espíritu prusiano, y el obsesivo über alles, Alemania por encima de todo, la exaltación de lo propio como principal motor de la política que de ello seguía.

Hoy nos hallamos en España en una situación semejante, a las puertas de un armisticio con las fuerzas del separatismo golpista derrotado, y resulta sorprendente comprobar hasta qué punto los posicionamientos mayoritarios coinciden con esos posicionamientos también mayoritarios —mayoritariamente equivocados, como se demostró— entre los compatriotas de Chesterton, que el escritor trató de corregir.

Aquellas políticas de contentamiento tienen su traducción a nuestra realidad en esa búsqueda de salidas airosas para quienes han quebrantado el orden constitucional.

"Pista de aterrizaje" es la metáfora de moda para referirse a esa vía que se supone debemos construir para los independentistas que tengan a bien bajar de las nubes. La oímos con insistencia, la expresión gusta, y su éxito no sorprende: tiene todo el aspecto de esos clichés construidos para crear marco mental que tanto gustan a los opinadores —como aquel famoso del "choque de trenes", que ocultaba la del tren que avanzaba en vía muerta—, y además tiene la virtud de conectar con una idea positiva, sin necesidad de explicitar las consecuencias de esa idea —como aquella otra metáfora no menos famosa de la necesidad de "hacer los deberes", que desviaba responsabilidades y ocultaba el alcance de los "deberes" que ponían los hombres de negro.

Con estas propiedades tan útiles para la creación de atmósferas de opinión, se entiende que la metáfora sea esgrimida por los grandes popes del catalanismo. Su difusión, previsible y creciente, la debe a que conecta con los buenos sentimientos de la ciudadanía, mayoritariamente dispuesta a hallar soluciones de consenso, y apela al pragmatismo y al posibilismo que deben regir las decisiones de los políticos razonables.

Bien interpretada, la metáfora de la "pista de aterrizaje" viene a decirles a los separatistas: abandonad la vía unilateral, sin abandonar vuestros objetivos, y os facilitaremos una vía para que podáis alcanzarlos más adelante sin que tengáis que cometer ningún delito.

Y viene a decirnos al resto: pelillos a la mar y volvamos a la casilla de salida. Y a una casilla de salida, por añadidura, en que las posiciones soberanistas de donde surgieron las iniciativas secesionistas se ven reforzadas.

En efecto, todos los grandes movimientos que con respecto al problema territorial se están dando tanto en Cataluña como en el resto de España, van en esa línea. La apuesta por la estrategia plurinacional y la legitimación de las políticas abiertamente secesionistas por parte del PSOE, el blanqueo de los partidos abertzales que nunca han condenado el terrorismo o el fortalecimiento de un PSC que jamás ha renegado —ni renegará, pues es la esencia del partido y está en sus Estatutos— del soberanismo, son los trazos más vigorosos con que se pinta el nuevo escenario.

Lo del PSC merece párrafo aparte. Políticos como Iceta, Batet o Cruz, sin parangón en el páramo intelectual que rodea a Sánchez, son a estas alturas, no cabe duda, quienes elaboran la doctrina sobre el modelo territorial que consume la inmensa mayoría de la izquierda española y una buena porción de la derecha que se siente o necesita sentirse moderada. Su OPA amistosa al PSOE se ha completado con una OPA hostil a Ciudadanos, que en Cataluña se ha dejado robar candorosamente la cartera.

Su catalanismo endémico acude una vez más en rescate del nacionalismo, su ideología hermana pero sin disfraz, para dar a los catalanes la solución más innovadora, más inesperada y más definitiva de cuantas podía imaginar el cráneo más privilegiado… ¡el retorno de la sociovergencia, con revival de Artur Mas incluido!

O sea, regreso al oasis, reparto de cargos, blindaje de las competencias necesarias para que siga su curso el proceso de construcción nacional y "pista de aterrizaje" para recuperar con el menor daño posible —para ellos, pues el país roto y empobrecido así se queda— a los autores de un golpe de Estado fallido por precipitado, de modo que la próxima vez puedan llevarlo a término con mayores garantías de éxito.

Es comprensible, como digo, que este plan manifiestamente mejorable acabe seduciendo a la mayoría. Y también es compresible que caigan en saco roto las advertencias de quienes señalan el peligro que supone dar alas al catalanismo y presentar como solución el regreso a un escenario que ha sido el origen del problema.

Porque la gente quiere paz cuando está cansada de pelea, igual que quiere pan cuando tiene hambre, aunque el pan de hoy sea hambre para mañana.

Pero no debemos confundir paz con tregua. La paz es buena; la tregua puede serlo, o puedo no serlo en absoluto. Desde luego no lo es cuando la tregua facilita que quien te ha declarado la guerra sobre la base de unos designios, y no ha abandonado esos designios, se rearme con todo tu apoyo para volvértela a declarar.

Chesterton se cansó de advertirlo en artículos de una enorme calidad. Sin el menor éxito, por cierto.

Pedro Gómez Carrizo es editor.

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