'La tregua de Dios'

La iglesia romana de la Alta Edad Media, con excelente criterio, había conseguido convencer a los señores de la guerra, verdaderas estirpes asesinas, que detuvieran durante algunos días sus reyertas, o moderaran sus ansias sanguinarias, o sus saqueos continuos de la depauperada y humillada clase campesina. Esos remansos de no agresión, o de cese de la violencia interminable, fue llamada por los eclesiásticos la tregua de Dios.

No contentos con esa medida benefactora, los eclesiásticos terminaron convenciendo a esos personajes temibles para que volcaran hacia el exterior su instinto criminal. De ahí nacieron las Cruzadas, que aunque crearon un horrendo precedente de lucha contra el Infiel, sirvieron para apartar de sus tierras a los más taimados de sus señores feudales.

A veces pienso que esa transición que hace unos años se terminó, y que duró aproximadamente 30 años, fue también una suerte de tregua de Dios. Un tamiz de idealidad la rodea; como si se tratase de un paysage moralisée. ¿O se trató, sencillamente, de un esperanzador arranque de convivencia que hoy día, cuando empieza a tenerse distancia respecto a esos años apacibles, puede revelarse como un hermoso espejismo?

Los que vivimos parte de nuestra vida bajo el régimen franquista teníamos la conciencia clara de que España era diferente. O de que no era posible, bajo ningún concepto, homologarla a Europa. De pronto, con el inicio de la Transición, tuvimos que cambiar de opinión. A ello contribuyó el esfuerzo conjunto de toda una generación que desplegó su actividad durante los años de la recién estrenada democracia. No hablo sólo de los políticos. El mérito fue compartido por todos los españoles. Pero, repentinamente, todo comenzó a resquebrajarse. Todo, con excepción de un solo (importantísimo) aspecto de la vida social, política y cultural.

¿Quién fue el personaje, el sector social, el partido, el grupo humano que mayor responsabilidad tuvo en esa ruptura del pacto? ¿Fue el cansancio de unos, la irresponsabilidad de otros, la mala fe, la frivolidad, la desconfianza de unos y de otros, o de unos con los otros?

La célebre frase de Antonio Machado fue insuficiente. No es una de las dos Españas la que puede helar el corazón del españolito que llega al mundo.

No sólo hay dos Españas. Hay tres. Hay, desde luego, las dos Españas en que Machado piensa. Luego está la España que ejerce el papel de Anti-España. Algo así como la Anti-terra de los antiguos pitagóricos, pero sin el aura cósmico-musical de aquellos grandes pensadores.

Está la España que gobernó con mayoría absoluta en la anterior legislatura, y que nos embarcó en una absurda guerra exterior. Está la España que ahora nos gobierna. Está la España que no se quiere reconocer como tal: la de los nacionalismos periféricos. Una de esas tres Españas, o las tres a la vez, helará el corazón de todo españolito que viene al mundo.

Una sociedad está enferma si se halla dividida en todos y cada uno de los ámbitos que la constituyen. Mal futuro tiene un país en el que no es posible que exista sector alguno en el que rija la tregua de Dios. Si la división se halla en todas partes, socavando y carcomiendo el edificio, esa sociedad se tambalea. Y eso sucede ahora: por doquier se halla la ponzoña de la división y del odio, del partidismo y de la violencia latente, de la desconfianza y del mal talante (también el de aquéllos que alardean de lo contrario): en la legislatura, en la judicatura, entre las Fuerzas de Seguridad del Estado, en los principales medios de comunicación, en la política exterior, en la educación, en la cultura, en la política de inmigración, en todo.

Todos son culpables de esos desafueros: las derechas, las izquierdas, los nacionalistas que actúan de partidos bisagra, todos.

Cada vez resulta más insoportable hablar con colectivos adictos a uno u otro de los grupos que pertenecen a una de esas tres Españas. Nadie está dispuesto a interiorizar un solo atisbo de culpa. ¡Todos son maravillosamente inocentes! La culpa siempre es del contrario, del enemigo, del hostis.

El sentimiento de culpa, que nos humaniza y hace mejores -por mucho que lo quieran negar los filósofos postmodernos-, parece no existir en la conciencia y voz de esos colectivos (de derechas, de izquierdas, de tendencia nacionalista). Actúan poseídos por la verdad, con un sectarismo y una intransigencia que, hoy por hoy, se halla en todas partes, en perfecta equidistancia y en sorprendente identidad en la dosis tóxica. Hoy son todos sectarios e intransigentes: derechas, izquierdas, nacionalistas.

Un sentimiento general de desánimo se va apoderando de las personas responsables, o de todos aquellos que se niegan a actuar al compás de la Ley de Lynch (en una lamentable regresión que desde el poder parece alentarse, lo mismo que se alienta también desde la oposición, o desde las minorías nacionalistas). Para acabarlo de arreglar, este Gobierno parece regocijarse en la inquina a través de su campaña de memoria histórica.

Esta sociedad vive la más absurda de todas las paradojas. Se halla más dividida que nunca y parece poseída por un odio cada vez más declarado, presagio de violencias que ya despuntan (por ejemplo, en la nada apacible Cataluña real de estos días, una vez rajado el espejismo de un oasis que nunca existió). Pero eso sucede justamente cuando España disfruta de una situación económica y social envidiable, con un modelo de crecimiento que sorprende a propios y a extraños.

Nada es, sin embargo, casual. Este país únicamente parece haber pactado en un terreno en el cual hay consenso. Ha conseguido, por acuerdo generalizado y sin excepciones, la salida del hambre secular. Ha apostado por el bienestar económico y social. Ése ha sido su único «proyecto sugestivo de vida en común» (Ortega y Gasset). Es lo único que nos une. Es lo que mantiene a este país en su estatuto nacional. Es lo que nadie, ni los más extremos nacionalismos, está dispuesto a sacrificar.

Hemos aprendido a ser listos, como lo son los valones y los flamencos en Bélgica, que se odian mutuamente y se ignoran en casi todo, pero que saben que unidos son más ricos, más poderosos y más temibles que separados.

En un escenario distinto, la situación sería alarmante. Lo que nos distancia años luz del clima previo a la Guerra Civil en los años 30, o de un ambiente semejante al que asoló a la antigua Yugoslavia en los 90, es esa situación económica y social privilegiada que nadie está dispuesto a arriesgar.

Los gobiernos cambian de partido político, las derechas ceden el mando a las izquierdas, pero la política económica y social siempre es, en términos generales, la misma. En este ámbito no hay engaño ni equívoco.

Se puede odiar a José María Aznar o a José Luis Rodríguez Zapatero. Pero todo el mundo confía en Pedro Solbes o en Rodrigo Rato. Podría decirse que esta España áspera y bronca mantiene su vida incontaminada gracias a la fuerza del ladrillo y de la construcción. Ése es nuestro sugestivo proyecto compartido.

Un proyecto que hubiera horrorizado a Ortega y Gasset, demasiado amigo de lo aristocrático para soportar la ética de la pequeña burguesía, contra la cual arremetía con frecuencia. Pero ha sido ésta la que ha terminado venciendo y convenciendo. Nuestro filósofo no pudo prever en qué iba a derivar su célebre definición de nación. España es hoy más nación que nunca, pues todo el mundo está dispuesto a sostener y mejorar, como sea, su status económico y social.

La nuestra es, quizás, la sociedad más volcada en los bienes materiales de todas las que nos rodean, que quizás, una vez consumadas las gestas de reconstrucción tras los destrozos perpetrados por la última gran conflagración mundial, piden bocados más sutiles, o bienes más etéreos (culturales, espirituales). Aquí no. La cultura sólo interesa como ostentación; no como gozo y disfrute.

Eso es lo que una Iglesia (igualmente dividida, como casi todo en España) llamaría «materialismo de nuestra sociedad descristianizada».

Por paradoja e ironía, ese materialismo es, quizás, el mejor antídoto que poseemos contra el espíritu violento y cerril que parece invadir, como un miasma, toda la sociedad española, invitándonos desde todas las tribunas institucionales y mediáticas a que nos odiemos los unos a los otros.

«Odiaos los unos a los otros, tal como yo os he odiado» (podría apostillar el Dios Cruel en el que cree Yago en la genial aria de Otello, de Arrigo Boito y Giuseppe Verdi): un Dios que es Odio y nada más que Odio. Ése es el Dios que parece presidir el altar de la mayoría de las instituciones de este país cainita. Excepto en el ámbito de la economía. Allí todavía rige el Dios Amor (en versión economicista, o en fijación de líbido sádico-anal).

En lo demás, la división es la regla. Pero esa excepción es suficientemente poderosa para sostener y aguantar, como en la vulgata marxista, todo el edificio social, cultural, político: la superestructura que nos configura como nación.

Todo el país está a la greña. Pero la economía está más saneada que nunca. En lo restante reina el escenario hobbesiano de la guerra de todos contra todos.

La derecha olvida la importante tecla liberal de su ideología. Se deja decantar por los sectores vaticanistas al criticar, de forma innecesaria, la mejor iniciativa gubernamental de esta legislatura, la relativa a la regulación de uniones del mismo sexo. Quizás la única iniciativa que da razón a nuestro actual presidente cuando habla fuera de España -en Italia, sin ir más lejos- de su defensa de los derechos humanos como signo de identidad de la izquierda europea.

La derecha podría ser independiente en sus juicios sobre el escenario mundial en lugar de seguir de la forma más claudicante las tendencias extremadas del actual Gobierno estadounidense. ¿Por qué una formación de derechas no puede ser, en este punto, perfectamente independiente? ¿O es que ya no es posible ser de derechas e inteligente? La idiocia de la lucha contra el terrorismo de la actual administración norteamericana no tiene por qué echarse a cuenta de la derecha. Está por demostrar que la inteligencia es sólo patrimonio de la izquierda.

La izquierda, que acierta en leyes como la de las uniones del mismo sexo, se convierte en incongruente adalid de las reivindicaciones nacionalistas de las comunidades autonómicas más favorecidas: la catalana y la vasca (en lugar de buscar el equilibrio de los territorios, como sucede en toda izquierda sensata; por ejemplo, la italiana, o como se intentó en los gobiernos socialistas -mucho más consecuentes en casi todos los terrenos- de Felipe González y de Alfonso Guerra).

La derecha, que hace muy bien en criticar y denunciar las cesiones de la izquierda en su carrera inaudita hacia alianzas con nacionalismos extremados, o en sus compromisos contraídos -a precios inaceptables- con vistas a la pacificación de Euskadi, pierde crédito y vigor dialéctico al arremeter en este ámbito con la misma vehemencia con la que defiende también las tendencias vaticanas en temas relacionados con la familia, o en su alineamiento incondicional con la política exterior actual norteamericana (con sus tremendos errores en Oriente Medio y en Afganistán).

El resultado de esta política absurda de ambas orientaciones partidistas e ideológicas es una división que atraviesa todos los ámbitos. Incluso aquéllos que tienen que ver con la economía pero que no alteran ese pacto sagrado que los españoles no permitirán transgredir a ningún gobierno. Un ejemplo de esa división en este sensible terreno ha sido el caso peculiar relativo al control del sector energético.

No me gusta predicar en el desierto. Hace un año recomendé el entendimiento necesario en las cuestiones más importantes entre los principales partidos en el terreno de la reorganización territorial, en un artículo titulado «Símbolo y reconciliación». En su alocución navideña, el rey Juan Carlos recomendó el acercamiento entre esas grandes formaciones rivales. Nadie le hizo el menor caso.

Nadie quiere saber nada de treguas entre los grandes partidos. Suerte que, todavía, el ladrillo nos sostiene y nos mantiene. O que el pacto tácito a favor de la buena vida, entendida en términos gruesamente materiales, todavía funciona. Y ojalá siga haciéndolo durante mucho tiempo.

Se ha logrado la tregua con las bandas violentas y criminales de Euskadi que se ensañaron con socialistas y populares en pasadas legislaturas. Pero esa tregua se está pagando a un precio altísimo. Parece a veces que se ha conseguido esa tregua a costa de que los gérmenes del conflicto civil se diseminen por todo el territorio nacional.

Se ha revocado, en definitiva, el pacto que presidió la transición entre los principales partidos. Sólo en el terreno de la economía parece mantenerse esa tregua de Dios, o del Diablo, que permite que el odio y la inquina se instalen en todos los demás ámbitos de la vida nacional.

Eugenio Trías, filósofo y miembro del consejo editorial de EL MUNDO.