Hay dos tipos de fracaso en la multiplicación y probable pérdida de control de los rebrotes. Uno es de mentalidad social, de sentido de la responsabilidad colectiva. El otro es de índole política, de falta de mecanismos de respuesta no excepcionales, de optimismo suicida y quizá sobre todo de falta de pedagogía. Toda la propaganda desplegada en la estéril confrontación partidista ha escaseado a la hora de crear una narrativa que, si no miedo, inspirase a la población el necesario respeto a los miles de vidas perdidas. La conducta relajada de muchos ciudadanos, su egoísmo, su dejadez, su déficit de conciencia cívica o simplemente su peligrosa creencia de que la epidemia estaba extinguida tiene mucho que ver con la ausencia de verismo en la estrategia informativa de un Gobierno que pretendió establecer un relato indoloro de la etapa crítica. Pero también es patente la temeridad frívola de una porción de personas incapaces de cuidar de sí mismas que, aun siendo minoría, resultan suficientes para reactivar la pesadilla.
La realidad es que la temida segunda ola, esperada para el otoño, se presenta con adelanto y está ya a punto de hacer saltar por los aires buena parte de las expectativas del verano. En Cataluña y Aragón existe transmisión comunitaria, término epidemiológico que en castellano vulgar y aquilatado, que diría Gabriel Celaya, significa que el contagio se le ha ido a las autoridades de las manos y que los medios convencionales de rastreo y aislamiento han extraviado la posibilidad de frenarlo. Aún estamos a razonable distancia del desastre sanitario; por ahora hay muchas camas disponibles y el Covid parece atacar al organismo humano con menos virulencia que en marzo, pero el sistema carece de una estructura razonable de seguimiento de los casos y la barrera de la atención primaria corre, sobre todo en localidades de alta ocupación, riesgo de colapso.
En estos nuevos repuntes se ha puesto de manifiesto tanto la limitación funcional de las autonomías como el desentendimiento del Gobierno. Los agentes políticos han despilfarrado el éxito relativo del encierro: ni han llegado a acuerdos ni han establecido modelos claros de funcionamiento. Acaso escocido por las críticas, el Ejecutivo sanchista cambió de discurso a velocidad de vértigo para inyectar a la opinión pública un aliento de optimismo artificial y pedir una normalización de la actividad y del consumo que paliase el retroceso de la economía y el empleo. Y en paralelo ha dejado a las comunidades toda facultad de actuación sobre el terreno. La atención del presidente se centra ahora en la negociación de los fondos europeos, y la única intervención gubernamental se ciñe al comité de seguimiento. Tras soltar el mando único ha pasado bruscamente la antipática página del confinamiento, como si hubiera dicho a los dirigentes territoriales, incluidos sus aliados separatistas, que se apañen con las competencias que echaban de menos.
Es cierto que el marco jurídico ofrece, fuera de las medidas de excepción, pocas y dudosas fórmulas para limitar derechos fundamentales, restringir la movilidad o dictar internamientos domiciliarios. También lo es, sin embargo, que el Gabinete no ha explorado ninguna, ni siquiera a título de expediente burocrático. Ni la Ley de Seguridad Nacional, ni la de Emergencia Sanitaria, ni la de Protección Civil, ni el pacto que el ministro Illa y la popular Ana Pastor habían casi alcanzado en torno a una normativa de rango que habilite instrumentos de coordinación eficaces y rápidos. Se diría que Sánchez está esperando que el estado de alarma le sea reclamado por los presidentes autonómicos o los propios ciudadanos para aparecer como un salvador de imprescindible liderazgo y pasar factura de los debates pasados. Parece buscar un éxtasis aclamatorio que le permita el retorno sin restricciones -en algún medio se ha deslizado la idea de una ley orgánica que consagre poderes presidenciales despóticos- al grito desdeñoso de «no se os puede dejar solos».
Sólo hay un departamento estatal que mantiene la línea -calamitosa- del clímax de la pandemia: ese comité científico que Fernando Simón pastorea con su logomaquia embustera. El descrédito acumulado ofrece margen para la sospecha sobre si las cifras de transmisión que está ofreciendo son ciertas; de momento contrastan claramente a la baja con la mayoría de las estimaciones de fuentes médicas. La mascarilla de tiburones con que compareció en el homenaje de Estado a las víctimas -ésas que aún no ha logrado contar- lo descalifica como una voz fiable y seria; se ha creído su propio personaje y transmite cualquier cosa menos respeto por las evidencias. A Illa sí se le empieza a notar inquietud y un cierto pesar por su reducida capacidad de respuesta. Es lo bastante sensato para tener conciencia de cómo se han desaprovechado los meses de tregua.
Los rebotes pueden haberse cargado ya media temporada turística, y amenazan el resto del año en medio de un caos donde ni siquiera hay uniformidad en el uso obligatorio de las mascarillas. Un nuevo confinamiento general está prácticamente descartado: la debilitada estructura económica del país no lo soportaría. Pero sí se perfila una cascada de cierres locales o comarcales de forma selectiva, que golpearán inapelablemente una productividad ya bastante deprimida. La gestión de salud pública afecta con carácter decisivo a la organización del Estado, sin que el Gobierno haya logrado sacar partido de la experiencia de centralización del mando. El cambio de prioridad de Sánchez hacia los fondos de reconstrucción ha descuidado la estrategia sanitaria y epidemiológica que decía haber puesto en marcha, de tal manera que la proliferación de rebrotes le ha abierto un boquete en la retaguardia. No habría mayor irresponsabilidad -ni siquiera la de quienes celebran fiestas y reuniones como si no hubiese un mañana- que fiarlo todo a la vuelta al estado de alarma. Primero porque sería tarde y después, lo que es más grave, porque supondría una involución democrática y una nueva crisis política e institucional que acabaría con cualquier atisbo de esperanza.
Ignacio Camacho