Iñaki Ezkerra (LA RAZON, 07/06/04).
Que ETA lleve ya un año y ocho días sin poder cometer un asesinato es ciertamente un hecho que no nos debe llevar al optimismo irresponsable, pero uno no acaba de librarse de la sensación de que hay «algo más que responsable cautela» en esta consigna general de no reconocer el balance positivo que, evidentemente, merece la política antiterrorista llevada a cabo por los gobiernos del PP. Y no es sólo que no se le reconozca un mérito obvio a un partido al que se le están negando todos los méritos, incluidos los económicos. Es también que, por la resistencia de los otros partidos a reconocerle esos méritos, diríase que la propia democracia española no quisiera celebrar sus éxitos y que hubiera quedado fácticamente descalificado el propio movimiento cívico vasco que se halla en la vanguardia civil contra ETA y que ha sido el gran valedor de esa política antiterrorista legitimada por Ermua. Es absurdo pero un hecho que ¬por esa y otras razones que apuntaré a continuación¬ no valoramos hoy esta «tregua obligada» de ETA que, a diferencia de la otra ¬de la primera «tregua-trampa» de Lizarra¬ no les ha servido a los terroristas ni para alimentar la ilusión de una negociación ¬o sea de la consumación del chantaje al Estado¬ ni para rearmarse en la sombra y reponerse del descalabro producido por el cerco policial. Y más absurdo es que seamos nosotros quienes convirtamos esa obligada tregua de ETA en una tregua de nuestra capacidad de análisis y movilización, en un éxito de la banda, como, paradójicamente, está sucediendo.
Resulta, sí, una contradicción sangrante que esa victoria sobre ETA de la democracia no haya servido para ensanchar ni un milímetro los límites de la libertad en el País Vasco ni de la ciudadanía constitucionalista del resto de España, ni tampoco para legitimar a las víctimas o a los amenazados o a los valores morales y políticos que representan estos colectivos sino para lo contrario. Como ETA no ha desaparecido y su amenaza sigue vigente, todo el que representa la oposición al nacionalismo en Euskadi sigue necesitando de protección policial como antes, pero, sin embargo, ahora se le pide que se calle, que no crispe, que guarde silencio ideológico y no haga valer las convicciones ni los principios que le han llevado a esa situación. Y se le pide eso precisamente en nombre de la relajación conseguida por la inactividad forzada de ETA. Se ha diseñado para él incluso un modelo de conducta pública que podríamos denominar el del «escoltado alegre», alguien que lleva su amenaza y su mordaza con gracia y salero; que evita el mal gusto del dramatismo y del desgarramiento a la hora de hablar no ya de su situación personal sino de los temores y las incertidumbres colectivas; alguien que ha de cultivar de forma desinteresada una suerte de santidad posmoderna y anónima que, aunque va de progre, tiene su origen en la imaginería edificante y postconciliar de los colegios de frailes. En manos del PSOE esta consigna toma el tono de aquellas entrañables terceras de las «Selecciones del Readers Digest» que llevaban títulos voluntaristas como «Vivo feliz con mi cáncer de colon» o de aquellos folletos y estampas de los grupos cristianos de los años setenta en los que sobre un valle o un océano crepusculares no faltaba una moralizante leyenda que hoy, reconvertida para la ocasión, vendría a decir algo así como «Sé feliz con tu escolta haciendo felices a los demás». Desde el PNV y el nacionalismo en general la consigna que flota en el ambiente es más explícita y adopta el inclemente carácter del reproche: «¿Por qué os quejáis si ahora no os matan?»
No nos equivoquemos. Esa desautorización de facto que sufre el movimiento cívico y constitucionalista en Euskadi, el desánimo y la orfandad que vivimos hoy los estigmatizados no ya sólo por ETA sino por el nacionalismo y sus compañeros de cama no se debe a la ausencia de asesinatos sino a lo asociado que se halla ese movimiento cívico y ese constitucionalismo al PP así como a la desdichada implicación de este partido en la guerra de Iraq y en sus consecuencias; a que la descalificación que sufre ese partido por esos errores es de índole moral y rebota en quienes avalamos sus aciertos. Es esa circunstancia la que permite a los nacionalistas vascos ir aún más lejos en el reproche a su oposición política y pasar de refrotarle como un delito el alivio que le supone la inactividad etarra a atribuirle una fantástica responsabilidad en la guerra de Bush y los horrores de su posguerra. Del «¿Por qué os quejáis si ahora no os matan?» el nacionalismo da el salto al «¿Asesinos, merecéis que ETA os siga matando!» Del modelo del «escoltado alegre» pasa a proponer el del «escoltado triste» y avergonzado de serlo.
Nada tiene de sorprendente que el nacionalismo vasco se aproveche de ese talón de Aquiles constitucionalista y que se emplee en él a fondo identificando la guerra y la posguerra iraquíes con el movimiento cívico vasco. Nada tiene de raro que ponga en marcha con más euforia que nunca ese mecanismo de categorización binaria que identifica con el franquismo al constitucionalismo y divide a los vascos en «nacionalistas y fascistas» ignorando matices conceptuales y trayectorias individuales; obviando que muchas de esas individualidades se opusieron a esa guerra o que en su día padecieron las cárceles franquistas. Digámoslo claramente: todos los logros en el tratamiento del terrorismo y el secesionismo nacionalista que concitaron el acercamiento al PP de gentes provenientes de la izquierda han quedado empañados por la apuesta bélica de ese partido y por una retahíla de insufribles calamidades, como las torturas a los prisioneros iraquíes, que no sólo enmudecen en el debate de Tele 5 a Jaime Mayor frente al Borrell monotemático de la guerra sino que apuntan directamente a la línea de flotación del constitucionalismo vasco impregnado del PP por ese aludido acercamiento de grupos y personas. Es con esos «aliados» y no con Bush con quien tiene el PP alguna deuda.