La tregua y el consenso constitucional

Por más que algunos se empeñen en mirar para otro lado, la crisis institucional española se hace cada vez más espesa e intrincada. La clase política y los medios se han felicitado por la especie de tregua vivida en Barcelona con motivo del aniversario del atentado terrorista, aprovechado en cambio hace un año por los independentistas para incitar a la revuelta contra el Estado. Pero, pese al alivio de la jornada del pasado viernes, los problemas de fondo siguen ahí, y siguen peor, o al menos no mejoran. Las sonrisas oficiales y el nuevo ambiente generado tras el relevo gubernamental apenas servirán de nada si no se acometen las cuestiones pendientes.

La tregua y el consenso constitucionalAhora la tensión tiene un calendario explícito. La próxima fecha a escrutar es el 11 de septiembre, la Diada nacional catalana que conmemora la caída de Barcelona hace tres siglos frente a las tropas borbónicas. Después vendrá el 1 de octubre, cuando el simulacro de un referéndum ilegal, sin garantías de ningún género, se viene a considerar como otro hito histórico, aunque de hecho constituyera una nueva derrota. Y enseguida el 27 del mismo mes, día en que el Senado aprobó la decisión del Gobierno de aplicar, tarde y mal, el artículo 155 de la Constitución. Luego será el juicio oral a los acusados de rebelión y la sentencia que sobre ellos recaiga en el entorno electoral de la primavera del año que viene. La reiteración en la vulneración de la legalidad por parte de los líderes del independentismo, pone de relieve una aberración fundamental del procés cuando pretenden públicamente que lo hacen en nombre de la libertad y la democracia e incumplen al tiempo las leyes. No hay democracia sin Estado de derecho. Todo el vocabulario político utilizado por la demagogia independentista, al hablar de presos políticos, atacar la independencia de los tribunales, o apropiarse para su exclusivo beneficio de un término universal como la libertad, es de una falacia tan ruin que resultaría histriónica si su empleo no amenazara la continuidad del más largo y fructífero periodo democrático de la historia de España, y por lo tanto de Cataluña.

Entre los muchos sofismas extendidos está precisamente definir el proceso como un enfrentamiento entre estas dos nacionalidades, la española y la catalana, olvidando con astucia que en efecto podría haber, teóricamente, una Cataluña autónoma o independiente sin necesidad de estar unida a España; pero no es imaginable una España sin Cataluña, pues esta forma parte de aquella desde que la propia España se fundó. Una nación o Estado que resultara de la amputación del territorio catalán sería cosa bien diferente y desde luego no debería usurpar, en su caso, el nombre de la actual.

Nada de eso quiere decir que no existan diferencias sustanciales entre las identidades de los habitantes de los distintos territorios que conforman nuestro Estado unitario, que ha pervivido de una u otra forma durante cinco siglos. El reconocimiento de su diversidad reside en la base del sistema de las autonomías, que supone en muchos aspectos la existencia de un Estado federal, aunque con algunas malformaciones que sería preciso corregir. A comenzar por la necesidad de clarificar las atribuciones y competencias exclusivas del Gobierno central. La insurrección civil alentada por los Gobiernos de Puigdemont y Torra reclama sin embargo la instauración de una República catalana y tiene el objetivo explícito de terminar con lo que el populismo de izquierda, o su infantilismo según lo denominara Lenin, llama el régimen del 78, al tiempo que también clama por su desaparición. En la tormenta política comienza a producirse además un contagio del procés en las aspiraciones de los nacionalismos vasco, navarro o balear, contagio del que no se libran ya ni los asturianos, prestos a instaurar el bable como lengua oficial de su comunidad. Conviene a este respecto no olvidar que no existe ningún Estado federal que no posea algún mecanismo que garantice la lealtad al marco constitucional por parte de los Estados o provincias federadas. En nuestro caso se llama artículo 155 y es copia casi literal de una disposición pareja de la Constitución alemana.

La actual inestabilidad procede también de la falta de reconocimiento de la Corona, y de la Monarquía como forma de Estado, por parte de amplios sectores de la izquierda, lo que configura un síndrome político que antes o después pasará factura. En ocasión de la abdicación de don Juan Carlos tuve oportunidad de comentar cómo la única justificación de las monarquías en las democracias modernas reside en su utilidad, cuando efectivamente existe. Mi análisis se basaba en una opinión que había escuchado repetidas veces al propio Rey. La Monarquía española de 1976, dañada inicialmente por su ilegitimidad de origen, consagró su legitimidad de ejercicio precisamente con la instauración del régimen del 78, que consistió en la devolución de la soberanía al pueblo español en su conjunto (y no a ninguna de sus partes en particular). También aportó un notable reconocimiento del país por parte de las potencias extranjeras. Fue útil, en una palabra. La Monarquía de Felipe VI debe serlo también y tiene desde luego su desafío fundamental en la Cataluña soliviantada y dividida en dos por el fanatismo de algunos. El papel de Felipe VI no puede por eso ser el de un jefe de relaciones públicas, pues se trata del más alto representante del Estado, símbolo de su unidad y permanencia según reza la propia ley de leyes. Posee por lo mismo funciones de arbitraje y moderación en el funcionamiento regular de las instituciones. Ya casi nadie duda de que las instituciones españolas no funcionan regularmente y un fracaso en esa misión supondría destruir la última pieza que garantiza el equilibrio de nuestra Constitución democrática del 78.

Frente a los críticos del sistema emanado de la misma habría que recordar que su historia es la de un éxito. No solo por la recuperación de la libertad de los ciudadanos y la soberanía popular. En sus años de vigencia el PIB per capita se ha multiplicado casi por diez; la esperanza media de vida ha aumentado más de diez años; la asistencia sanitaria se ha convertido en universal; todos los indicadores educativos señalan mejoras sustanciales; cosechamos éxitos en innovación y ciencia; ha crecido enormemente el papel de España en el exterior; nos hemos convertido en la primera o segunda potencia turística del mundo; nuestra cultura se ha desarrollado en un mercado de 450 millones de hispanohablantes; y se cuentan por decenas las multinacionales españolas, cuando antes nuestras empresas constituían casi un homenaje a la autarquía soñada por el franquismo. Estaría bien que el Gobierno y los partidos políticos dijeran algo de esto en el 40º aniversario de un régimen ahora tan injustamente vilipendiado. La desigualdad hoy creciente, el desempleo juvenil, los problemas innegables a los que nos enfrentamos, son lacerantes y exigen urgente respuesta, pero no hay sistema mejor que el de la democracia representativa para tratar de hacerles frente. Por eso, los principales líderes deberían abandonar disputas menores y buscar el consenso, cada día más necesario, que permita cuanto antes una reforma de la Constitución que ayude a su permanencia. A comenzar por la convocatoria de elecciones generales a fin de establecer el mapa político sobre el que ese consenso debe diseñarse.

Sería una desgracia que solo la amenaza y el dolor producido por los actos terroristas fueran el elemento de solidaridad capaz de unir a nuestros dirigentes en la búsqueda racional de un país mejor para todos.

Juan Luis Cebrián

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