La «trumpización» general

En los tiempos que corren, todos los analistas que, a menudo, piensan lo mismo y se leen los unos a los otros más allá de las fronteras denuncian el irresistible ascenso del «populismo». La comparación con la década de 1930 se les ocurre demasiado rápido, y cada uno de ellos vaticina un enfrentamiento tipo guerra civil que acabaría con setenta años de paz en Europa y de cooperación internacional. Pero la profecía es un género literario aleatorio, sobre todo cuando se trata del futuro; el futuro, por añadidura, rara vez se parece al pasado. Y de tanto jugar a ser Casandra, olvidamos las circunstancias particulares que, al igual que las generalizaciones excesivas, explican algunos populismos, pero no el populismo. ¿Podemos realmente meter en el mismo saco la victoria de Trump, el Brexit, el referéndum italiano sobre la reforma de la Constitución y las elecciones presidenciales austriacas?

Es cierto que, en todos estos casos, la hostilidad frente a la inmigración y la globalización han reforzado la unión de las derechas que denominamos populistas. También es verdad, retomando una observación de José Ortega y Gasset en 1929 (La rebelión de las masas), que estos populistas «no quieren dar razones ni quieren tener razón, sino que, sencillamente, se muestran resueltos a imponer sus opiniones; he aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón». El filósofo añadía que este «hombre nuevo», el populista, no pertenece a ninguna clase social en particular, y rechaza así todo determinismo de tipo marxista. Hay parte de verdad en lo que dice Ortega y Gasset, todavía hoy en día, pero creo que con matices esenciales según los países.

Mismamente el voto británico: en gran parte, se explica por la protesta de los olvidados de la globalización contra los que se benefician de ella. Los populistas de las Midlands no proponen un nuevo modelo económico, sino que les gustaría compartir los beneficios de la prosperidad británica. ¿Y los austriacos? Los que han apoyado al candidato del mal llamado Partido de la Libertad protestaban contra la corrupción del Partido Socialista y los democristianos, unos cómplices que se repartían el poder desde hace medio siglo.

¿El éxito de Trump? Coincide con el del Brexit, ya que el centro de EE.UU., desindustrializado, se subleva contra el EE.UU. próspero y globalizado, como el centro de Inglaterra contra Londres, metrópolis financiera y cosmopolita. Pero los populistas estadounidenses siguen siendo minoritarios: el 40 por ciento de los estadounidenses no votaron porque consideran que el presidente tiene poca influencia en su vida, y sabemos que Hillary Clinton ha superado claramente en votos a Trump, elegido gracias a la complejidad del sistema federal. Pretender que Estados Unidos se haya convertido en «populista», y que la democracia y la Constitución se vean amenazados allí, es muy exagerado. Como ha dicho Jon Stewart, un periodista sarcástico, «sigue siendo el mismo país». ¿En Italia? El fracaso del referéndum constitucional que quiso Matteo Renzi es, ante todo, el fracaso de Renzi, que se ha vuelto un tanto megalómano. Los italianos desconfían de los «hombres fuertes», no quieren un nuevo Berlusconi y, desde luego, no un Mussolini bis. Y en Francia, el fracaso del Frente Nacional en las elecciones de 2017 parece más que seguro desde que un candidato liberal y conservador, François Fillon, se ha convertido en el máximo exponente de la derecha. ¿No es el liberalismo, partidario de la sociedad abierta, un adversario más peligroso para el populismo que el socialismo?

Lo que me lleva a subrayar una distinción fundamental entre el populismo de la década de 1930 y el populismo de hoy en día. El fascismo de antaño fue una respuesta al comunismo. Se enfrentaban dos populismos, y uno y otro respondían precisamente a la definición del hombre nuevo de Ortega y Gasset; ninguno de los dos habría logrado movilizar a las masas si no hubiese podido definirse por contraposición a un enemigo. Hoy en día no sucede tal cosa, sino más bien todo lo contrario: el innegable auge de los nuevos populismos, tanto en Europa como en Estados Unidos, se explica por la debilidad de sus adversarios.

Los racionalistas, de derechas y de izquierdas, que están a favor de Europa y de los intercambios culturales y económicos internacionales, no dicen gran cosa, como si no tuviesen nada que decir. Toleran sin reaccionar demasiado que las redes «a-sociales» tipo Facebook difundan ampliamente noticias falsas como si fuesen verdad, sin ninguna sanción legal. Los neopopulistas nos hacen entrar en la era de la post-verdad, en la que la opinión se impone a los hechos sin que los racionalistas se muevan. Los neopopulistas dan a entender que el referéndum es la forma suprema de democracia, cuando es una desviación de la misma; la auténtica democracia se basaba histórica y sabiamente en la representación parlamentaria y en el equilibrio de poderes para evitar los arrebatos demagógicos. Habría que recordarlo y volver a ello. El neopopulista es un ladrón en una casa vacía; por tanto, considero que los defensores de la sociedad abierta, de derechas y de izquierdas, son culpables mientras permanezcan tan callados en un momento así.

Guy Sorman

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