La UE ante el desafío de la primavera árabe

Las revueltas que se están desarrollando en los países árabes han sorprendido y, a veces, desestabilizado a los líderes europeos. Al igual que los recientes sobresaltos en el Este de Europa, las citadas rebeliones obligaron a la Unión Europea a interrogarse sobre la estrategia a seguir en relación con sus vecinos, sin que se perciba claramente, al menos hasta ahora, que haya sido capaz de colocarse a la altura de los acontecimientos.

Situarse a la altura de los acontecimientos que se están produciendo en el mundo árabe implica, ante todo, considerarlos como se merecen. Es decir, como una oportunidad histórica para la UE. Es la ocasión de salir del estéril dilema entre dictaduras e islamismo y, por consiguiente, romper con la opción por la seguridad que durante tanto tiempo ha dirigido las relaciones comunitarias con los países de la orilla sur y este del Mediterráneo. Esta opción por la seguridad condujo, incluso recientemente, a insistir, de una forma desproporcionada, sobre las potenciales consecuencias negativas de las revoluciones en marcha, sobre todo poniendo el foco en las eventuales oleadas migratorias o en los riesgos terroristas.

Pero si bien existen, lo que está claro es que los riesgos no pueden ocultar la demostración de afecto hacia los valores de la apertura, de la democracia y de la libertad que están dando los tunecinos, los egipcios y tantos otros pueblos de la cuenca mediterránea. Una demostración que conviene apoyar con toda la fuerza necesaria. Porque sobre esas aspiraciones la UE y sus estados miembros tienen que construir una nueva relación con las naciones cuyos pueblos aspiran a un cambio, mostrándoles su apoyo moral y material, combinando proyectos a corto plazo con otros estratégicos.

Los cambios políticos podrán consolidarse, si se evita que la situación económica se deteriore todavía más en los países que se han puesto en marcha. Es necesario activar un plan de apoyo masivo, que tiene que reposar sobre la movilización y la armonización del conjunto de instrumentos europeos y nacionales disponibles: ayuda humanitaria y ayuda al desarrollo, préstamos del BEI, ayudas al turismo y a la energía, apertura comercial recíproca incluida la del sector agrícola...

Eso implica que la UE se coordine a fondo con las grandes instituciones internacionales como el Banco Mundial, con EEUU, con Turquía o con los países del Golfo, que también son actores en la región. Al igual que en el época del Plan Marshall, el conjunto de estas ayudas debe favorecer el acercamiento a los países beneficiarios de ellas, así como su integración regional. Evidentemente, la puesta en marcha de este plan tendrá que ser objeto de precisas negociaciones con los países beneficiarios y adecuarse a su grado de modernización política. Eso sí, prestando atención especial a no imponer unas condiciones demasiado estrictas, que podrían retrasar o hacer disminuir el urgente apoyo que estos países necesitan.

De esta forma, estaremos mandando también signos de apertura a las sociedades civiles, que confortarán en sus opciones a las fuerzas democráticas. Los líderes de la UE se pelean y polemizan sobre la acogida de unas cuantas decenas de miles de inmigrantes, en el momento en que Túnez se está esforzando por conceder hospitalidad a más de 100.000 personas que huyen de Libia. Está claro que hay que gestionar los flujos migratorios con los países de origen y esforzarse por controlar la inmigración clandestina, firmando con dichas naciones acuerdos de readmisión. Pero, al mismo tiempo, también es esencial dirigirles otro mensaje, facilitando los visados a estudiantes y profesores o a otros profesionales.

A medio plazo, hay que abordar seriamente, y de forma multilateral, el tema de las migraciones entre unos países europeos envejecidos, para los que el recurso a la mano de obra extranjera es una solución más que un problema, y unos países vecinos con una población mucho más joven y con unos recursos humanos cuya vocación esencial es encontrar empleo en sus respectivos países, pero una parte de los cuales aspira a trabajar en la UE.

Si la política de ampliación, puesta en marcha tras la caída del muro de Berlín contribuyó a proporcionar un contenido concreto a la inexistente política exterior de la UE, la primavera árabe debe conducirnos hoy a reforzar otro de los pilares de esta política exterior, es decir, la política de buena vecindad. Una política puesta en marcha hace algunos años y cuya refundación acaban de proponer la Comisión Europea y la Alta Representante de la Unión, Catherine Ashton. Tal refundación debe permitir a la UE adaptar su visión estratégica a la nueva situación.

Para la UE, es vital cimentar las relaciones con sus vecinos meridionales y orientales sobre la base común de la interdependencia y de los valores compartidos, para poder constituir, de esta forma, un auténtico polo de influencia en el ámbito internacional. Esta estrategia requiere también una profunda implicación en la solución de los conflictos que amenazan la seguridad y la estabilidad de regiones enteras, como el de Libia. En este país, la UE tiene que esforzarse ante todo por acelerar la salida de los actuales dirigentes y ayudar en la reconstrucción del Estado, asociándose al conjunto de las fuerzas políticas y tribales.

En el actual contexto de crisis, sería especialmente absurdo relanzar el mortal debate sobre una eventual competición sur/este. En efecto, en el este los pueblos también manifiestan su sed de reformas, sobre todo en Ucrania, en Georgia y en Bielorrusia. La UE y sus países miembros deben ayudar a desarrollar el Estado de Derecho en el conjunto de los países vecinos. Y para conseguirlo, deberían movilizar más recursos que los anunciados a corto plazo, pero también durante la renegociación del marco financiero que se va a volver a activar.

Por otra parte, poniendo el acento en el concepto de diferenciación, la UE debe conceder ventajas suplementarias a los países comprometidos en erradicar sus males recurrentes (nepotismo, corrupción, etc.), debe ser intransigente con los que pisotean los derechos fundamentales, al tiempo que debería esforzarse en apoyar al conjunto de las sociedades civiles. Los países que pueden beneficiarse de un estatus especial, como Túnez o Egipto, están llamados a jugar un papel de motor en el acercamiento de la UE a sus vecinos. El éxito de esta iniciativa servirá de ejemplo a los demás países de la zona, pero también a la UE.

Por Jacques Delors, ex presidente de la Comisión Europea y fundador de Notre Europe, el think tank que Antonio Vitorino dirige en la actualidad.

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